sábado, 19 de diciembre de 2020

La cuarta visita - Hilda Vélez


No perdono a la muerte enamorada

ni perdono a la vida, desatenta...

Elegía, Miguel Hernández


Anoche soñé con Adal. Reviví el momento en que el viejo muro de ladrillo se derrumbó sobre él. También soñé con los otros, su madre y sus hermanos, que azorados, desesperados e incrédulos quedaron paraditos al otro lado del muro con sus barrigas y rodillas prominentes, con su apenas vida a penas de muerte justo en el lado de la vida. También me dejó a mí. A los siete años, triste y enojada, lamenté por igual la partida del amigo y la pérdida del muro de nuestros juegos. Esa fue la primera vez, según recuerdo, que la muerte me dejó en este, el lado de la vida.

Regresé, luego de alejarme unos años, al barrio de mi infancia. Allí encontré a una de las más queridas amigas. Sentadas en la misma roca en que nos sentábamos de niñas, me dijo en voz baja y triste: “ya no quiero vivir”. A los catorce años, con su vientre recrecido y las rodillas escondidas en la evidente hinchazón de sus piernas, mi amiga, la entrañable, la extrañada, me anunciaba la falta de sentido de su vida. En broma, por incrédula, le aconsejé disponer de sí con el mismo veneno con el que nuestros padres se deshacen de los ratones. Le dije que lo bebiera con leche para que no le supiera tan amargo. “Bueno, mejor con agua”, corregí, recordando que la leche era un lujo en su vida, solo disponible para quitarle lo puya al ralo café de sus mañanas. Mi broma la devolvió con llanto. Un llanto suave, sin sollozos, calladito. Comprendí que hablaba en serio. Arrepentida la abracé. Le dije cuanto la amaba. La mañana siguiente me despertó mi tío. Con voz entrecortada por la emoción me dijo: “Sol (ella, la de los rayos de luz en el nombre) se suicidó. Tomó veneno para ratas con un vaso de agua frente a su hermana”. Esa hermana contó que comenzó a retorcerse de dolor y a vomitar sangre, pero que llegó viva al hospitalillo. Allí la recibió una enfermera desvelada que se ocupó de hacer con ella el inventario de lo inexistente. No tenían lo necesario para salvarle la vida, solo una ambulancia vieja y trotona en que la trasladaron, luego de localizar, borracho, al conductor, al Hospital de Distrito. “Pobrecita”, añadió mi tío, “nadie sabe quién es el papá de su bebé”. Lloré amargamente. Por amor, por remordimiento. Sol me visitó cada noche durante muchos años. Jugábamos a que estaba viva o a que estaba muerta. Era un sueño tan real que muchas veces creí que lo soñaba despierta. Esta fue la segunda vez que la muerte me dejó, confundida, del mismo lado de la vida.

Una tarde me quedé a solas con Gloria. Me pidió que me acostara a su lado y la abrazara. A la amiga robusta y alegre, decidida y coqueta, la esperaba la muerte, y tal como lo dice Miguel Hernández, “enamorada” y “desatenta”. Una lenta y dolorosa enfermedad se apoderó de su cuerpo, al que le despejó todo, menos los huesos y el pellejo. Le dejó intactas, en cambio, la hermosura de su rostro junto a las ganas de amar y ser amada. También la lucidez para verse morir. Cuidar de Gloria me enseñó la gloria de cuidar. Para ella y por ella inventé inverosímiles cuentos mientras masajeaba sus pies con perfumadas cremas cuyo olor cosquillea mi nariz cada vez que pienso en ella. Esa tarde a la que aludo me acosté a su lado y abrazadas, le susurré al oído: ”¿volverás de la muerte si es posible? ¿me contarás si Dios existe? ¿me dirás como se siente estar muerta?” Asintió con mirada cómplice e hicimos un pacto de amigas a punto de perderse. Junto a Gloria, con toda su vida en ella, pude llorar su muerte.

La tarde en que le permitieron morir estuve ocupada en salvar mi propia vida. En el momento exacto en que apagaron el respirador que durante un año permitió a los médicos declararla viva, trataba yo de sobrevivir a un propio e intenso dolor. No estuve allí para verla ir... Y me quedé, muy sola, de cuerpo presente, otra vez justo al otro lado de la muerte. Gloria se fue tranquila. No ha vuelto. No sé si es porque la muerte es absoluta y eterna o si se retrasa para disfrutar de mi impaciencia. Pero, cabe decir, y esto es muy cierto, que desde hace un tiempo me visita una mujer desconocida cuyo rostro no alcanzo a ver, que se hace visible por momentos y se mueve con sigilo. Se ocupa de encender y apagar, de abrir y de cerrar. Y no molesta.

Todo esto lo cuento para que vean que son cuatro las veces que la muerte me dejó del mismo lado de la vida.

                                                                                        Hilda Vélez 


Photo by Waldemar Brandt on Unsplash

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