lunes, 18 de marzo de 2019

Una linea recta - Olga Cortez Barbera


Espirales de viento no merman el calor. Las gaviotas planean sobre el cardumen cubierto por el oleaje, indiferente a los bañistas, a la competencia de veleros, que se lleva más allá, y al frenesí de los participantes, aupados por el ansia de trofeos y medallas. El mar, en su esplendidez, los complace a todos. Menos a ella que, indiferente a lo que sucede en el entorno, se encuentra tendida sobre la arena y bajo un sol entronizado en el centro del cielo. Hay seres así, como ella, para los que la medida del tiempo no tiene la menor importancia. Quizás, porque perciben la vida como una línea recta que termina sin sentirlo. Sin embargo, ahora es distinto. Sabe que pronto llegará el fin. Su atención se concentra en cómo evitarlo.
Sin nadie que pueda ayudarla, trata de moverse, pero las extremidades no le responden. Parálisis total. Dos niños corren por la playa. Se detienen frente a lo inesperado y observan. “Parece muerta”, dice uno. “Mejor nos vamos”, dice el otro. Siguen su carrera, salpicándola de agua y arena, riendo a carcajadas, que se confunden con la algarabía de las gaviotas, los gritos de los espectadores de la competencia de veleros y la reverberación del mediodía. Los cangrejos salen de las piedras húmedas y se acercan a la figura yerta. Uno le muerde un brazo. Ella se asusta, no puede hacer nada para alejarlo. Bajo el astro que no se mueve, siente que se sofoca. Desde donde está, podría contemplar la curva del horizonte. Más le interesa el mar. ¡Cómo le gustaría nadar en el vientre de algas y corales, terminar con la crueldad de los cangrejos y protegerse del sol!
Se resigna. Todo acabará pronto. La vida ya no es una línea recta que termina sin sentirlo. Es asfixia, es ardor, es sufrimiento. Sólo para ella, en esos minutos que le restan de los otros, desde que cayó sobre la arena, a expensas de lo que quiera darle el destino. El sol sigue en su sitio, la competencia aún no termina, las gaviotas se elevan después de atrapar los peces… Ella se irá y el mundo no bajará el ritmo. Alguien casi pasa de largo. Como hicieron los niños, se detiene y la observa. La mueve de un lado a otro. “¡Aún hay esperanzas!”, exclama. Sin dudarlo un instante, la toma de un extremo y la lanza al agua. La vida renace en la estrella de mar que vuelve a su castillo de coral.
Olga Cortez Barbera

lunes, 11 de marzo de 2019

El regreso - Jesús Reinaldo Castillo Frau


Se estremeció cuando el carro militar se detuvo frente a la casa. Alejandro le había anunciado en la última carta su regreso en abril, mes previsto para la boda. Pero aún faltaban dos meses. Quizás por sus méritos le habían anticipado el fin de su misión, pensó. Lo vio descender con dificultad y corrió a su encuentro.
—¡Amor, qué sorpresa! ¿Estás herido? —dijo después del abrazo y el beso con cierto desgano de él.
Se encaminaron hacia la casa. Una mujer los esperaba en el umbral con los brazos abiertos, una sonrisa y un grito de alegría. Un chico de unos trece años irrumpió y se unió al nudo del regreso. Entraron. El chico no apartaba los ojos de las medallas que relucían en el uniforme militar. Un hilo acuoso brotaba por un extremo de sus labios mientras se lo imaginaba en la bruma de la pólvora y los rumores del combate. Iba a decir algo, pero la mujer le enjugó la secreción, y dijo:
—Tu mamá se habrá maravillado, aunque estés más delgado y haya más tristeza en tus ojos. La guerra es dura y lejos de la familia. No sé cuántas cartas te hizo Patricia. Tuyas llegaron unas pocas. Si vieras el cuarto para cuando se casen. Ven.
Él no respondió, bajó la cabeza y se dejó caer en una silla.
—Te ayudamos —continuó la mujer ofreciéndole una mano—. Ven.
—No insistas, mamá.
La mujer temió que algo grave escondía. ¿Las secuelas de otras heridas? Por eso su frialdad y tristeza. Sé cómo fue la despedida con Patri. Ella me lo confesó. Su padre no lo sabe. Es su  joya más preciada. Gracias a Dios que no la preñó. Ha regresado y parece otro. Siempre tan alegre y cariñoso. ¿Acaso la guerra mata los sentimientos? ¿Acaso aunque se vuelva, nunca se regresa? Sea lo que sea se tiene que casar.
—¿Mamá, qué pasa? —inquirió la hija.
—Nada, nada.
Tampoco para Patricia pasó inadvertida la tristeza e indiferencia del novio. Se lo atribuía a la guerra. Sus cartas traían olor a pólvora y añoranza. El amor sería el remedio que le iluminaría el alma. Ya no sería como la noche presurosa del adiós. Entonces sí su simiente germinaría como una semilla corazón en su vientre.
El chico hizo un gesto para quitarle la gorra, pero él le sujetó la mano, y dijo:
—No, no, por favor.
La mujer volvió a pensar, ahora con desenfado: "¿Qué carajo le pasa?  El niño está con su bobería, admirado por su llegada. ¿Será  que no habrá boda? ¿Otra mujercita en su camino? Allá también había mujeres y tanto tiempo sin coger. Quién sabe. Pero…"  
Se oyó el sonido de un claxon. Patricia corrió hacia la ventana.
—¡Es el carro militar! —exclamó.
Alejandro se puso de pie. Le revolvió los cabellos al chico, besó las mejillas de Patricia y de la mamá.
—Se me acabó el tiempo —dijo.
Las mujeres se miraron aturdidas; el chico lo abrazó y sintió algo en sus manos que no sabía expresar.
—¿Te vas tan pronto? —Inquirió la mujer, y continuó—: No vas a esperar aunque sea un café e invitar al compañero.
—No. Seria molesto para él.
—¿Quién es?
—De la guerra.
—No entiendo.
—Mamá, son cosas de militares.
El esbozó una sonrisa como quien quiere estar alegre.
La mujer del desenfado pasó al enigma. ¿Qué secreto  misterio escondía? La gorra enterrada ocultando la mirada.  ¿Acaso adquirió alguna enfermedad?  Esa tierra es de brujos. De allá trajeron la brujería, el grajo y se mezclaron con otros y otros y se armó tremendo ajiaco.
—Alejandro, hijo, estás aquí con los tuyos —dijo, y casi suplicante—: ¿Qué te pasa?  ¿Qué ocultas?
Él estrujó los labios, tratando de evitar  la fuga de lo que no podía decir.
—Me tengo que ir. Ese ha tenido demasiada paciencia. —dijo, y se encaminó hacia la puerta.
—¿Es tu jefe?
No pudo más, y dijo:
—Es el señor del  mundo, de las sombras…
La mujer se persignó y lo vio alejase renqueando hacia el carro militar.

Jesús Reinaldo Castillo Frau


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domingo, 3 de marzo de 2019

Dejé mi piel en Isla de Cabras - Elsia Luz Cruz Torruellas

Libre,
como el sol cuando amanece,
yo soy libre, como el mar.
Como el ave que escapó de su prisión
y puede, al fin, volar”.
Nino Bravo

El fortín estaba en actividad continua. Desde su única garita, los soldados ofrecían vigilancia constante al puerto. Los veíamos subir y bajar, entrar y salir, cruzar la bahía hacia y desde la isla grande.  Su nombre oficial era San Juan de la Cruz pero, todos, lo conocíamos como el Cañuelo.  Fue construido en tiempos de la colonización española en el islote cercano a la Isla de Cabras, a la entrada oeste de la bahía de San Juan. Reforzaba al Fuerte de San Felipe del Morro, guardián principal de la ciudad capital, que se alzaba señorial e imponente, justo al frente.

A mis hermanos y a mí nos gustaba observar, desde nuestro lado del mar, lo que allí ocurría.  Ellos jugaban a ser militares y formaban tales batallas que mamá, en ocasiones, tenía que intervenir.  Para mí, el fortín era un castillo medieval y su garita, una torre encantada, como las de los cuentos que papá leía después de la cena.  Me imaginaba princesa cautiva de alguna hechicera, en espera del Príncipe Azul quien, en cualquier momento, llegaría en un corcel alado a mi rescate.

Vivíamos en el paraíso, uno muy pequeño, pero paraíso al fin. Isla de Cabras, rodeados de mar, vegetación, algunos animales  y muy poca gente. Allí podíamos correr y jugar sin temor de perdernos o que alguien nos hiciera daño.  Nuestro único límite era el hospital prohibido, al fondo de la isleta. Teníamos la libertad para ir a cualquier sitio menos a aquella edificación. Por supuesto, eso agigantaba nuestra curiosidad y, de vez en cuando, desobedecíamos y nos escapábamos.  Nunca habíamos logrado ver a los enfermos, ni nos atrevíamos a entrar, pues las palabras de mamá eran amenazantes. “Es contagioso”, advertía, “si alguno de ellos te mira, se te caerá la piel”. Fueron muchas las veces que subimos al muro circundante, pero jamás osamos  brincar al otro lado. Allí vivía gente aislada del resto de la población, prisioneros sin delito, cautivos sin condena. No quería convertirme en uno de ellos.

Aunque, en cierta forma, también nosotros estábamos separados del mundo. Entre San Juan y la isla, una profunda bahía; mis únicos amigos eran mis hermanos y no veía a más adultos que a mis padres y los pocos empleados de la isla.  Don José, mi papá, era el encargado de la seguridad y el mantenimiento. Cada dos semanas iba, por barco, a la isla grande, a rendir su informe y buscar provisiones.  En las pocas ocasiones que me llevaba, cuando cruzábamos la bahía y pisábamos los adoquines de la antigua ciudad amurallada, descubría otro mundo, otra forma de vivir. Eran los últimos años del siglo 19 y, aunque todavía no lo sabíamos, también los últimos de dominación española.

Llegaron tiempos de guerra. En Puerto Rico (junto con Cuba, las únicas colonias que conservaba España en América) se temía alguna represalia como secuela de la explosión del Maine en La Habana. Con sorpresa, vimos cómo en mayo de 1898, el gobierno español hundía dos de sus barcos de vapor, el Manuela y el Cristóbal Colón.  Papá nos explicó que el propósito era  bloquear la entrada al puerto y, por eso, los habían colocado en la parte más estrecha de la bahía, justo entre el Morro y nuestra Isla de Cabras. Para tranquilizarnos nos decía que eran medidas preventivas, que no nos preocupáramos, pero yo veía la misma ansiedad en sus ojos que cuando se aproximaba un huracán. Días después apareció toda una escuadra estadounidense cerca de los muros del Morro.  Durante la noche, y a oscuras, los barcos habían sido acomodados en lugares estratégicos. El Iowa, un acorazado, fue el primero en disparar.  Poco después, desde el Castillo San Cristóbal escuchamos la respuesta.  Así comenzó el bombardeo al Morro, dos horas de angustia  y terror.  Las bombas seguían cayendo, en el mar, en los barcos anclados, en la misma ciudad de San Juan. El viento parecía traernos gritos del otro lado de la bahía, rezos.  Imaginábamos a los habitantes  huyendo hacia los pueblos cercanos.  Y nosotros, en la isleta, en el mismo centro de un fuego cruzado, a punto de ser convertidos en botín de guerra y sin posibilidad de escapar.

En medio de toda esta conmoción, mi curiosidad imprudente me tentó a salir del refugio. Papá nos había hecho ocultarnos en una tormentera que había preparado para los días de mal tiempo.  Sospechábamos que no era a prueba de bombas ni balas, pero aun así, allí nos sentíamos más seguros.  Aproveché un momento de aparente calma en que mis padres se durmieron para husmear por los alrededores.  Me llamó la atención aquella mujer, cubierta con una manta, a quien nunca había visto.  Estaba arrodillada en la arena, mirando hacia el mar. Aún salía humo del Castillo del Morro, pero no era eso lo que contemplaba. Su vista estaba fija en las olas a las que nadie podía bloquear la entrada y las cuales seguían estrellándose, una y otra vez, en las murallas de la ciudad.  Me acerqué a ofrecerle ayuda. Me miró.  Apenas pude ahogar un grito, se le veían llagas en los brazos y las piernas, había perdido el cabello y tenía un hueco horrendo donde debió estar la nariz. Mi primera impresión era que había sido herida por una de las bombas, pero ella misma me aclaró, casi sin voz, que no me le acercara, que estaba leprosa.  ¡Una de las enfermas del hospital prohibido! Salí corriendo de regreso a mi refugio, más asustada que antes.  No volví a verla, pero sus ojos me persiguieron por mucho tiempo. Y, el miedo a que se me cayera la piel, también.

Meses después, papá nos dio la noticia.  “Nos vamos, chicos, a vivir a la ciudad”.   La decisión nos tomó por sorpresa.  ¿Cómo íbamos a abandonar este mundo de aventuras y fantasía donde éramos felices?  Papá insistió en que teníamos que abandonar la isla, que mis hermanos y yo nos estábamos criando como salvajes, que necesitábamos escuela y
socialización.  No le creímos, sabía que algo más pasaba.

No lo comprendí hasta que no vi las astas del lejano Morro.  Ya no estaba allí la bandera acostumbrada. En su lugar, ondeaba una desconocida, de franjas y estrellas. La Isla de Cabras pasó a otras manos  y papá perdió su empleo.  Nos mudamos a la ciudad capital en la isla grande. Me matricularon en una escuela, donde se impartían las clases en inglés, se cantaba otro himno, se menospreciaba lo hispánico y se glorificaba una historia ajena. Me sentaban en un salón de clases con otros treinta niños, tan confundidos como yo.  Era entonces cuando, perdida en mis recuerdos, me convertía en gaviota y volaba libre sobre la isleta, la que podía ver al otro lado de la bahía, tan cerca pero inalcanzable.

El siglo 20 llegó a Puerto Rico con aires reformadores, intentos fallidos de convertirnos en lo que no éramos, de hacernos pensar en un idioma que no entendíamos y bailar al son de una música que no era la nuestra.  Igual de fallidos que la idea de olvidar mi Isla de Cabras, mis primeros años de infancia, y aquellos ojos, tan desesperanzados como mis ansias de libertad, que quedaron anclados en la arena junto a mi piel de niña.

Elsia Luz Cruz Torruellas

A mi abuelita Esperanza, que vivió sus 
primeros años (1892-98) en Isla de Cabras

Nota:
La Isla de Cabras, por su ubicación estratégica en la entrada de la Bahía de San Juan, frente al Morro, cobró importancia militar tanto bajo el gobierno español como el estadounidense.  Originalmente estaba formado por una isleta alargada  y un islote rocoso cercano.  En este último, se construyó, en el siglo 17, el fortín San Juan de la Cruz, conocido como “El Cañuelo”.

A finales del siglo 19, con el fin de aislar a las personas contagiadas con lepra, se construyó allí un leprocomio.  Además, una casona, un dispensario y una casa para el mayoral o encargado y su familia. Para el 1910, vivían en la isleta 20 pacientes y 14 empleados. El leprosario fue cerrado en 1926, pero permanecen sus ruinas en la Isla.
  
Hoy ambas islas están unidas a la “isla grande” y pertenecen al municipio de Toa Baja, Puerto Rico.  Es un área recreativa con una hermosa vista al viejo San Juan, sus edificaciones, la bahía y el Castillo del Morro.

sábado, 2 de marzo de 2019

Nube de arena - Onésimo Andrade M.

Hace cinco mil años, los Cronis, procedentes de la Galaxia Torne-58, recogían información sobre los diferentes planetas que albergaban vida. Analizaban la evolución de sus habitantes y la posibilidad de extraer el silicio, elemento indispensable para la supervivencia en Cronistafe. 

Se dirigieron a Gea, un planeta nunca antes visto. No hubo contacto directo; sus naves nodrizas volaron sobre las ciudades. Por primera vez sus habitantes se maravillaron al ver, en el cielo, naves espaciales de diferentes formas. 

En Gea, las artes, los tratados sobre matemáticas, astronomía, agricultura, se habían desarrollado a un ritmo acelerado; sus habitantes eran superinteligentes y la causa para haber llegado a ese nivel estaba en la utilización del papel, en el intercambio de la información, el apoyo de los diferentes gobiernos a todas las actividades científicas. 

El conocimiento estaba contenido en millones de libros. Cada metrópolis tenía una inmensa Biblioteca, donde llegaban los ejemplares desde diversas partes del planeta.

En Cronistafe, analizaron la información. El Presidente del Consejo Galáctico impartió la orden de invasión a su asistente Kesek-21.

Fue en una noche de octubre, cuando la lluvia de estrellas Oriónidas hizo su aparición. Destellos de varios colores iluminaron el espacio; camuflados entre éstos, miles de pequeñas cápsulas. Al tocar la superficie en Gea, cada una liberó a dos microorganismos que comenzaron a propagarse con la brisa: el primero, parecido a la bacteria Arquea; el segundo, un virus que modificaría el ADN de sus habitantes.

Muy pronto observaron cómo los libros en las bibliotecas eran consumidos por la nueva bacteria. Aunque se hicieron estudios para su eliminación, los resultados fueron ineficaces. El trueque y las transacciones con monedas era lo que reinaba. Por doquier se escuchaban gritos de maldición contra los dioses y Gobiernos exigiendo solución.

La siguiente generación comenzó a nacer muda, nadie podía dar explicación. Las protestas con elementos que emitieran sonidos sucedían sin descanso. 

La angustia reinaba en la población. Entonces, el lenguaje de señas se masificó.

–Señor Presidente, la primera fase ha dado resultado –dijo Keske-21.

–Termine la misión.

Sorpresivamente aparecieron cientos de naves surcando el espacio en Gea. La más grande aterrizó y por una rampa, bajaron robots de cinco metros de altura. Llamaba la atención sus vestidos, parecían estar cubiertos con leds de diferentes colores. Hubo enfrentamientos, batallas; los invasores tenían rayos cónicos que emitían un sonido de alta frecuencia y, al mismo tiempo que los habitantes de Gea acercaban sus manos a los oídos, perdían el conocimiento. Luego, al despertar sus reacciones eran iguales a la de los zombis. Los invasores les hablaban mediante telepatía, les hicieron saber que ellos fueron enviados para colonizarlos. Ante su impotencia los de Gea, se rindieron. 

Los Cronis determinaron que los desiertos eran los puntos claves para la concentración de humanos. Entonces, se inició el proceso de abastecer las naves. El ambiente se fue rodeando de una gran nube de arena, a los esclavos se les hacía difícil respirar; para contrarrestar tal acción comenzaron a usar rudimentarias máscaras. El sudor, el cansancio y el hambre fueron diezmando la población.

Una parte de los moradores se refugió en cuevas; desde allí comenzaron las investigaciones para obtener su libertad. No podían utilizar el papel, solo delgadas láminas de cobre.

Una supertormenta solar se hizo presente, nunca había sucedido en miles de años. La gigantesca explosión electromagnética generó corrientes eléctricas que se expandieron repentinamente por las líneas de conducción eléctrica; los transformadores estallaron.

Los invasores comenzaron a desplomarse delante de los asustados habitantes. Las naves alienígenas caían del cielo como meteoros envueltas en llamas.

Millones de años después, una mujer de Gea, con el torso desnudo, senos erectos, se apoya en el hombro de su compañero, luego apunta con su dedo hacia la iluminada bóveda celeste. Al mismo tiempo que sonríe, se escucha:

“Ogg, uhh, uh, oggu…”.

Onésimo Andrade M.

Imágenes de Monsterkoi (libro) y de pixel2013 (paisaje), ambas en Pixabay

La cicatriz - Alberto Fernández

Mazarredo era un puerto pequeño. De pescadores. Sus pocos habitantes acudían con una cesta a recibir la cosecha que traía por la tarde, en su bote, un solitario pescador. Lo hacían caminando por una calle, la única. En pendiente llegaba al mar. Tapizada de conchillas terminaba en las olas. Un inútil faro, viejo y derruido, la remataba.

Anchoíta, desde temprano era una mancha en el océano. Flaco, alto, pelo negro. No era ésa su notoria identificación. De su oreja a la boca, como marcando el camino de la voz, una profunda cicatriz lo caracterizaba. El surco reproducía una historia. Vino en bote desde otro pueblo más lejano: La Sureña. Anchoíta, y la cicatriz. Ésta ya tenía una identidad.

Se ignoraba la verdad en Mazarredo. La contaba en el bar, en fantasiosos relatos. Bebía hasta tarde. Vivía en una casilla de madera próxima al boliche. Tambaleando, a un paso de la colchoneta.

Distintas versiones circulaban en Mazarredo sobre su vida en La Sureña. Pero lo más intrigante era la historia de la cicatriz. Casi todas coincidían en que la causa de la pelea había sido una cuestión de mujeres. Tal vez por el consuetudinario “cherchez la femme”. Otros hablaban de deudas de juego, trampas de naipes. Viejos enfrentamientos. En La Sureña se sabía, pero La Sureña estaba lejos.

Era costumbre de Anchoíta levantarse muy temprano ya sea para internarse con el bote o recorrer a pie buscando en la extensa superficie que abandonaba el mar en la bajante.

Cuando se levantaba seguía en vigilia para evaporar vinos y juntar recuerdos. Su evocación recurrente era la herida abierta como una flor. Sangre y alcohol. Aquella noche de boliche la luz del farol se reflejó de improviso en los aceros. El tajo recorría el camino de lo que se dijo a lo que se oyó. Lo llevó a Deseado un parroquiano con chata… Lo cosieron de apuro dos médicos del hospital. Dejaron esa profunda huella que dividía en dos la mitad derecha de su rostro.

Una mañana quiso ver como lentamente el disco luminoso alumbraba desde el horizonte los rizos que el viento acariciaban las aguas del mar. Junto a una vieja sentada en una roca se apoyó Anchoíta.

¿Qué espera? le preguntó.

El sino del mar le contestó. Comprendió que algo no le había sido devuelto.

Espérelo. Un día se lo devolverá.

Y usted ¿que busca?

La cadena y el colgante que me mandó mi madre antes de morir, donde decía la verdad.

¿Qué decía?

No la leí, ni lo haré si la encuentro. La perdí cuando llegué a este mar. Al bote lo pudo una ola de costado. Los dos tenemos secretos escondidos en el fondo.

Esta agua guarda ocultos cadáveres arrojados desde aviones me contestó.

Usted ¿qué espera?

Mi paz contestó la vieja.

Oscurecía. Dos camaradas de búsqueda a orillas del mar.

Alberto Fernández





El guiño del sol - Idania Pérez



Melissa contemplaba embelesada cómo un colibrí libaba el néctar en un grupo de glicinias y cayenas. Nunca había experimentado esa sensación y comenzó a observar el batir de sus alas, el ir y venir del ave gozosa que  sedienta danzaba sobre las flores. El Sol alcahuete, único testigo de la contemplación de la pequeña,   iluminó el roce de las alas y ante,  el maravilloso reflejo de luz,  desprendió una lágrima de sus emocionados ojos. ¡Cuánta belleza, cuánta! Quiso el Sol mostrarle, a sus dieciséis   primaveras,  la quietud y lamagia  resultante de la alimentación del pajarillo. 
Resguardada en su sillón de ruedas, asistida por  sus padres y la abuela,   mostraba su cara angelical y la mirada dulce de una niña amada y feliz. Si bien el andar y el habla se le habían negado al venir al mundo prematuramente, fue dotada de una mente ágil y perspicaz. Pero el Astro Rey,  seguro de que la niña merecía más,  se encargó de poner ante sus ojos cada evento artístico de la naturaleza; conspiró para que la belleza que pudiera percibir se optimizara. Desde entonces, Melissa tenía la oportunidad de ver a los pájaros, desde un árbol lejano,    jugar sobre un nido o disfrutar del vuelo de mariposas y, en su mente,  unirse a éstas y volar.  A veces,  la felicidad del embeleso escapaba del conocimiento familiar, por lo que el Sol  se empeñó en revelarlo.
 La madre de Melissa siempre pendiente a la solicitud de  su pequeña, descubrió la comunicación visual entre la niña  y algunos animales. No demoró en conocer cómo se relacionaba, no sólo con matizadas mariposas, sino también con esbeltos ejemplares.    Una tarde, mientras paseaban por el zoológico, una luz cegadora iluminó el encuentro de la niña con una jirafa que,  entusiasmada, le bailó un vals. 
La madre curiosa, capturó el encuentro con una cámara fotográfica y agradeció al Sol el nuevo don concedido a su pequeña porque,  si en la noche la Luna nos oprime el corazón, el Sol iluminará al día y su luz será perpetua.
 Idania Pérez

Imágenes de AgnesR (glicinas) y de Nicman (colibrí) en Pixabay