miércoles, 28 de noviembre de 2018

El surco - Pilar Galindo Salmerón


El espectáculo me produjo una triste sensación de vacío. Para qué esa algarabía hueca, para qué las flores y los cirios. No era más que el apolillado ropaje de la muerte.  Bien es cierto que la abuela Úrsula tenía noventa y tres años, que desde hacía semanas vivía unida a cables y sueros, que su presencia en este mundo resultaba ya inútil y cansina. Por eso cada uno de los recién llegados, al saludar a unos deudos escasamente tristes, hacía el mismo comentario.

 –Ya descansó, pobre, lo que ella tenía no era vida, sino mal morir-.

Y el aspaviento, con la mano en el pecho –vamos, yo no querría llegar a eso. Luego, se acercaba otra persona a acompañar a la familia en su duelo, a repetir la paz que la muerte habría traído a la difunta y así desplazaba al anterior, que podía marcharse a engrosar los corrillos en los que se prendían cigarros y se hablaba del tiempo y la cosecha.

A mí me interesaron, sin embargo, esos tres que, refugiados en el extremo de la sala y juntas las cabezas, siseaban sin cesar mientras dirigían en derredor miradas cautas, para asegurarse de no ser oídos. Los maridos de las hijas, las herederas de la tierra.  Cuando mi madre abandonó la finca, se vieron ya en posesión de las vides. Pero Úrsula tardó tanto en morirse... en la espera habían envejecido.

Yo no soy aquí más que un mandado, alguien que desempaña su papel de ser visto para cumplir con lo establecido, para dejar en buen lugar a la familia. Mi madre me lo pidió tímidamente —sólo tienes que hacerte ver, Marcos, les das la mano y desapareces—. Casi lloraba al decirlo y yo sabía que sus lágrimas no eran por la difunta. Así que, en vez de poner excusas o negarme directamente, dije que sí, que iría. Mi madre guardaba profundas heridas en el alma, rencores que tal vez morirían con ella. Había tenido la delicadeza de no hacerme partícipe de los agravios que esas gentes le habían causado, para no malquistarme con nadie, decía. No obstante, si supe siempre que era ella, la muerta, quien le había amargado la vida a mi madre. Úrsula, mi abuela paterna.
    
Doy un par de vueltas por la sala  abarrotada y nadie se me acerca; no es extraño, el último contacto que tuve con el pueblo, se remonta a  veinte años atrás. No es fácil reconocer en mí al niño rubio y tímido que abandonó la hacienda para ir a vivir a la ciudad. A la abuela y las tías sí las he visitado alguna vez, siempre en fechas señaladas y solo para contentar a mi madre. Antes de acercarme al duelo, me quedo un momento observando a distancia el grupo de los deudos, en el que debería ingresar como nieto de la difunta.  En primer lugar,  Dolores, Ángeles y Angustias, mis tías: enlutadas y viejas,  altas y flacas, con la barbilla cuadrada de su madre, la nariz afilada y los ojos sumisos a fuerza de bajarlos ante la autoridad materna. Mujeres tristes, resentidas con su vida, pero incapaces de cambiarla.  Mamá siempre decía que yo era igual a mi padre y él, igual al abuelo Agapito. Y me mostraba álbumes de fotos en que aparecía un hombre achaparrado que sonreía bajo un sombrero de paja y daba la mano al hijo, mi padre, a quien según todos dicen, tanto me parezco.

—Mujeres, nada más que mujeres—, eso decía Úrsula para quejarse de que sus hijas sólo hubieran parido hembras, ella, al menos tuvo un varón y para agravio y celos de toda la familia, mi madre, que era una extraña, me había engendrado a mí. Yo, Marcos Villanueva, él único hombre en la familia. Porque los yernos, los que en el extremo de la sala juntaban sus cabezas para conspirar, esos no cuentan. —No llevan la sangre de los Villanueva San Leandro—. De ahí la insistencia  de la abuela en que yo viniera a vivir aquí.

—Solo los que conocen las cepas, tienen derecho a su sangre. Debes curtirte en los viñedos,  Marcos, las uvas son nuestra vida, su jugo fortalece nuestros huesos desde hace generaciones—. Eso decía la abuela con ocasión y sin ella.

Cuando mi padre murió, mi madre no quiso ni pensar en quedarse en la finca y, menos aún, dejarme aquí, como le exigía la abuela.

Dos hombres entran portando unos ramos de flores, abren las cortinas  para colocarlos junto al ataúd. Por un momento, cesan los murmullos. En ese silencio intruso se oye claramente una voz.

—¿Accidente? Se quitó la vida por su propia mano.

La voz indiscreta muere ahogada por una oleada de  susurros y bisbiseos. 
Me quedo inmóvil, miro el grupo de los yernos, de donde salió esa terrible revelación. Un portillo se abre en mi alma y por ahí entran los gritos y llantos de mamá, las voces urgentes de los hombres, ese rostro de hielo y cal que me hicieron besar. —Despídete de tu padre—.  Las flores derramadas en el surco de donde lo levantaron con la garganta abierta —la escopeta, se le ha disparado—. El eco de esas palabras despavoridas recorrió los pasillos, los cuartos, la cocina, las cuadras  —se le ha disparado, disparado…

Salgo de la sala abriéndome paso a codazos y corro campo a través, en dirección a la casona. Ahí está, hecha un gurruño junto al fuego, buscando calor para sus huesos tan viejos. Ella crió a mis tías y a mi padre y también se ocupó de mí, mientras vivimos en la finca. Al oírme llamarla rebulle y abre los ojos:

—Marcos, hijo, pero eres tú, cuánto me alegro de verte…

Pero no le doy tiempo, me acuclillo delante de ella, le cojo las manos secas y heladas, la miro a los ojos.

—Qué le pasó a mi padre, Tata, cuéntamelo.

La viejita me abraza, solloza contra mi hombro, mueve la cabeza aceptando lo irremediable. Luego dice:

—Tú padre no pudo resistir la presión de su mujer y de su madre, que lo llamaban cada una a su bando. Los tirones lo desgarraron. Tu madre quería ir a vivir a la ciudad, donde tenía su plaza de maestra, Úrsula lo urgía  —Tienes que vivir aquí, en la finca, cuidando de lo tuyo—.

Cuando tu abuela vio que perdía el pulso, se enfureció y  le soltó en su cara. —Anda, síguela, igual que  los perros siguen a la hembra, pegados a su trasero—.

Tu padre no era fuerte. No tuvo valor para acompañar a tu madre, dejó que se fuera sola y al amanecer, después de cantar el gallo…

—Esa es la verdad hijo, que Dios lo haya perdonado.

La Tata me grita cuando ya estoy fuera...

—Marcos, Marcos… escucha, al final ha querido arreglarlo. Todo es para ti, muchacho, todo… Ellas no lo saben aún, pero la vieja Tata lo sabe.

Voy a los viñedos,  busco el surco donde mi padre se abrió la garganta con un cuchillo de pólvora, me lleno la mano con esa tierra fértil y maldita, la dejo escurrir entre mis dedos y escucho el latido de mi sangre. Veo las caras desencajadas de mis tías, el triunfo final de Úrsula, entregando su herencia a un hombre de su sangre.

 –El hijo de mi hijo. Ni para parir un varón habéis servido.

No te preocupes, papá, me iré de aquí, haré lo que tú hubieras querido hacer. Seré libre por ti, papá. La abuela, desde la otra orilla, no podrá evitar que sus hijas se destrocen por las malditas uvas.

Epílogo

¿Quién nos dirá de quién,
en esta casa, sin saberlo,
 nos hemos despedido?

Jorge Luis Borges


Pilar Galindo Salmerón

martes, 27 de noviembre de 2018

Inocente - Idania Pérez


No soy una viuda, soy mártir. Aún no estoy recuperada ni de una cosa,  ni de la otra. Saldré adelante. Eso sí porque, contrario al diagnóstico, me siento despejada. De las paredes del hospital  donde me señalan, un día saldré. La diferencia es lo que necesito. El perdón de mi hijo. Encontrar el equilibrio entre las cicatrices de los huesos  y las del alma. Esas son  más grandes. Más dolorosas. Si lo logro, estaré fuera de la tristeza. De la depresión. De la esclavitud que significa ser destacada por algo que unos critican y otros aplauden. Es tan delicado, tan estrecho  el margen que separa lo que está bien y lo que no lo está. Lo que es justo y lo que no. Después de todo, he oído que se vive con la verdad con la que acomodemos nuestros actos. Porque siempre tendremos opiniones en contra  y en favor. La cuestión  es la claridad de la mente. Ese es el equilibrio al que aspiro.

—Demente   —aseguró mi abogado en garantía.

No lo maté. Lo juro. Fue el comentarista de arte, claro, en legítima defensa y en la mía. Lo cual es lo mismo. Me casé con Mario siete años atrás. Muy joven, casi niña.  Lo amaba. Nos amábamos. Todo cambió cuando llegó el despido. Comenzó a culparme: ¡más facturas! Por la comida,  la cena no sabía igual. Ni el desayuno. No era variado —“bazofia”, me llamó un día.  Echada a llorar, oía sus quejas.

—¿Para qué sirves? —me cuestionó.  Al día siguiente percibió alegría en mis ojos frente al comentarista de arte. Pensé que era una bobada, al  principio, ¿sabe? Después, me sentí culpable. Mientras cuento lo bueno... Lo malo fueron las fracturas de los huesos que han sanado solas. Sin quejas al oído de mis padres. Caminando frente a ellos, los domingos, derecha, sonriente. El nene en la escuela. Pegué mis huesos con fajas apretadas. Los de las costillas: tres veces. Los brazos: dos. Los dedos de la mano izquierda: una vez. La última de toda mi vida. Hasta que el Creador me cierre los ojos. Fue delante del niño. Volteó mis dedos de la mano izquierda. Por lo mismo de los últimos días.

 —No te quiero ver delante de ese tipo con cara de tierno. Él no paga nada, no debe tampoco. ¡No te encariñes con él en mi cara!

Le rogué muchas veces. ¡Delante del niño,  no te atrevas! No soltó mis dedos. Los seguía doblando, los  del medio tocaron el reloj en mi muñeca. Callada soporté el dolor para no alarmar al pequeño. Con la otra mano alcancé unas monedas del sostén, supongo que guardadas para apuros. —Ve por helado —le dije con cara de yo puedo con eso. Sus ojos desorbitados. La carita seria. El ceño fruncido de adulto que creció al relámpago. No sé nada más. No puedo decir lo que pasó. Todo se nubló delante de mí. Alcancé a ver, entre nosotros,  al comentarista de arte. ¡Tan guapo! Sereno, interceptando el nuevo golpe sobre mi rostro. Lo demás, no lo sé. Mi niño,  con chocolate en las ropas. La policía con sirenas. Mis manos sujetas en la espalda por esposas. ¡Adoloridas!

—Inocente —dijo el jurado.

—¡Inocente!,  repitió la  jueza–. ¡No estaban en sus cabales! Él, celoso del comentarista de arte en la pantalla. Si pudo salir del televisor a enamorarle a su señora, también pudo salir y apuñalearlo —argumentó.

Idania Pérez


domingo, 18 de noviembre de 2018

El príncipe del Malecón - Jesús Reinaldo Castillo Frau



Había escrito varias líneas. Hizo un gesto de contrariedad y estrujó el papel. Otro al montón. Un perro junto a sus pies levantó los ojos. “Tengo el tema, Ramsés, pero no encuentro el hilo conductor, el gozo que me envuelve en la magia. Lo mismo cuando te aturdes con un hueso sustancioso o las croquetas, o ese mareo sabroso que te causa la cerveza, ¿eh?” En la mirada del perro hay algo humano prendido en sus pupilas.  “Lo siento, amigo, esta madrugada es a café”.

Ha logrado escribir algunas páginas. Inmerso en el tema, suena el teléfono. Molesto quiebra la punta del lápiz y suelta una palabrota. El perro alza las orejas, bosteza.  El reloj marca pasadas las tres. “No creo que sea Celia. Sabe que estoy en un proyecto de novela. No cesa de invitarme a mitigar su soledad a coñac y bombones. No le basta una vez a la semana. Me gusta su compañía, sus reflexiones y sueños. Me ha regalado media biblioteca. Libros hasta con tapas de oro. Dice que un día será mía. La conocí persuadido por mi amiga Pilar”:

—Es una mujer culta, cincuentona, señorita todavía y forrada en plata —puso mucho énfasis en eso, como si yo fuera un desflorador de vírgenes ricas y desahuciadas, y continuó—: Llámala, no te vas a arrepentir. Está envuelta en un misterio raro.

—Quizás después, Pilar.

—Tu después es nunca. Esa mujer está clavada en una silla de ruedas. En unos minutos estás en su casa.

La llamé.

—Hola, soy el amigo de Pilar…

No me dejó continuar:

—¡El escritor!  ¡Bendito seas! Pilar me dijo maravillas de usted. Me gustaría conocerlo en persona. Lo invito a coñac y a bombones.

—Prometo visitarla tan pronto termine unos capítulos de novela.

Desde entonces no cesaron sus llamadas a cualquier hora. Extensas confesiones de sus frustraciones, del exilio de la familia, de la miseria de la vida sin amor, de sus estudios sobre la crisis ecológica y siempre la sentencia: “A lo mejor puedo resultar un personaje para usted”.

Compré un ramo de gladiolos y le avisé de mi visita.

Vivía frente al Malecón, en un edificio de cinco plantas, de paredes descoloridas por los efectos del salitre y los mil dedos del viento. Las olas golpeaban contra el muro. Algunas gotas me alcanzaban en el rostro y se deshacían como besos de sal. En la puerta del elevador un rústico cartel gritaba: ¡ROTO! Tuve que ascender por una escalera de madera en forma de caracol, quejosa y alumbrada por una bombilla de poco voltaje.  Llegué con vértigos frente a la puerta 5A. Se me fue un suspiro hondo antes de llamar.  Me abrió una mujer vestida de domingo sobre una silla de ruedas. Por un instante quedamos mirándonos. Era delgada, rubia sin artificios. De una belleza rara. En mí habrá visto a un sesentón, huesudo, de bigote y cabello canos. Le ofrecí los gladiolos y un beso en la mejilla.

—¡Qué amable! Gracias. No recuerdo un gesto igual. Pase y siéntese. Esa escalera no cree en edades. Aunque usted no aparenta la edad que me dijeron. Enseguida lo atiendo.

Fue hacia otra pieza y regresó con una botella, dos vasos y una caja de bombones.

—La ayudo.

—Gracias. Se lo prometí: Coñac y bombones. Brindemos.

—Puede tutearme. Los amigos me llaman Chago.

Chocamos los vasos.

—Pilar me ha hablado mucho de usted…, de ti, de tus libros. Me gustaría leer algunos. Dice que son estampas de personajes mágicos, maravillosos. Me imagino una mezcla Carpentier-García Márquez.

—Algunos críticos han sido severos en ese sentido.

—Es absurdo: todos los artistas beben de la misma copa.

—También de ambiguo.

—Es su problema. Que se acostumbren a la dificultad del pensar.

Continuamos hablando de literatura. Comprobé que era una apasionada lectora y estudiosa de buscar soluciones extremas o bien definidas. Me atreví a preguntarle, provocarla, sobre el mundo actual.

—El mundo se ha vuelto muy feo. Y lo que me aterra, ya no es sólo la guerra, la hambruna, los conflictos sociales, es la crisis ecológica, los cambios críticos que están alterando la continuidad de nuestra especie.

Y me explicó de los grandes impactos de los ecosistemas, del aumento de la temperatura global. Esta vez no habrá arca de Noé que nos salve.

Hizo una pausa para un bombón y un trago de coñac. Me atreví a comentarle:

—Lo del arca de Noé es en el Génesis.

—Fue una metáfora, escritor. El contexto actual casi es apocalíptico. Hay regiones del mundo que han cambiado tanto que ya se hacen inhabitables.

—¿Y nuestro continente?

—Es el que más posibilidades tiene de una contribución positiva a la crisis ecológica: posee los más grandes bosques húmedos y reservorios de agua, una amplia biodiversidad, y hasta me atrevo a afirmar que inmensas extensiones para las cosechas.

—Un gran peligro por los intereses mezquinos y terrenales del hombre.

—¡Dios, la imagen de un mundo loco! —dijo, y vació el contenido de la botella en los vasos.

Me hizo un gesto para que la siguiera. Entramos en una pieza. Varios anaqueles con libros cubrían las paredes.

—Observe, Chago.

Obras de todo género y épocas. Un vendedor de libros pondría los ojos como monedas de plata.

—¡Un tesoro! —exclamé.

—He perdido algunos por préstamos. No se sienta aludido. Elija.

—Gracias. En estos instantes no tengo tiempo para la lectura. Estoy inmerso en una novela que no acabo de terminar.

Luego fue hacia una despensa y en sus manos otra botella de coñac. Y me invitó a la terraza frente al mar.

El Malecón semejaba un largo pez fosforescente herido por una luna de invierno. Los golpes de las olas habían ahuyentado a algunos visitantes. Otros se bañaban de espuma: enamorados, nómadas y obsesivos pescadores. Allí conoció a un hombre y hacían el amor sentados a horcajadas. Besos y lamidos salinos, y en las entrepiernas la penetración de un convulso pez. Oía cantos de sirenas, mientras el vientre se le hinchaba. El orgasmo, un gemido de mil gaviotas. Y quedaba tendida sobre el muro echando por el sexo pececillos, caballitos y estrellitas de mar… Sin dolor como un escape mágico. Después él la devolvía a la silla y la dejaba a la puerta del elevador. “Nunca quiere subir, ni dice su nombre y se aleja rumbo al mar o se pierde en esas olas que chocan y se levantan cuales castillos de espuma. Es el príncipe del Malecón”. Esto lo afirmó así, en presente.

Imaginaciones por los efectos del coñac. Aunque el Malecón es una mina de sucesos maravillosos y de leyendas increíbles.

Al filo del amanecer nos despedimos. Yo había atacado con más ganas los bombones sin menospreciar el coñac, claro. Esas piezas de chocolate siempre me hacían sentir infantil, nostálgico.

El teléfono ha timbrado seis veces. Escoge otro lápiz. Mira al perro. “No creo que sea Celia. Te gusta esa mujer, perro zalamero. No sé qué encuentras en su piel que lames y lames como ese fantástico hombre del mar”. Sabe que el brillo sensible en las pupilas de Ramsés es una señal. Son muchos años juntos.

Levanta el auricular.

—Sí.

Reconoce la voz de Pilar:

—Recibí una llamada de Celia. No me explico. Estoy en un temblor. Es mejor que vengas aquí a su casa.

—Tranquila. Voy para allá.

Por poco cae de la escalera. “¡Cuidado!”, dijo Pilar que lo esperaba en el último peldaño.

—¿Qué pasó?

—Cuando llegué la puerta estaba abierta. La llamo y la llamo y no responde. No me atrevo a entrar. Algo le ha ocurrido, Chago.

Tomó una mano de la mujer. Fría. Fueron directo al dormitorio. Pilar dio un grito.

—Se fue —dijo el hombre.

Sobre la silla de ruedas numerosos pececillos, caballitos y estrellitas de mar…


Jesús Reinaldo Castillo Frau

Cita en la estación - Martha Ferrari


La cita era justo debajo del tablero indicador. Los trenes se sucedían y su chica no aparecía.  Hizo responsable a la lluvia por la demora, después, supuso que a último momento ella había decidido no ir. Quiso desechar la idea, de ser así, lo hubiera llamado dando una excusa.


En el último encuentro la notó un poco distraída y misteriosa, pero recién ahora lo recordaba ¿Podía ser tan torpe? Fue en ese preciso momento cuando debió indagar y sacarle de mentira a verdad todo lo que seguramente le ocultaba. El suyo era un triste papel, se comportaba como un mendigo de amor. Esa mañana, después de aprobar su última materia tuvo el impulso de contarle proyectos que la involucraban.

Estos deseos, hicieron que la llamara en un día inusual y en un horario en el que los dos debían postergar otras actividades. Esa demanda, fue, tal vez, una exigencia inoportuna y ella no se atrevió a disuadirlo; para colmo, vivía lejos. Sintió culpa por obligarla a venir cuando él debió ir su encuentro.

Las mejillas le ardían debajo de la crecida barba del día. Se sintió un necio, un triste exponente de la frustración amorosa.

Tuvo la certeza de que no acudiría y otra vez intentó sin suerte comunicarse con ella. Hacía mucho calor y a pesar de desear con ansias una cerveza, no se movió de su lugar por temor a desencontrarse. Oleadas de gente pasaban a su lado, rechazó la idea de que no vendría, igual no pudo evitar compadecerse, tenía tantos planes para esa noche; era el final, aunque le doliera admitirlo.

Por primera vez le prestó atención al monótono mensaje del parlante: con cincuenta y cinco minutos de demora, ingresa por el andén ocho, el tren proveniente de La Plata.

Ella, que nerviosa había avanzado corriendo, se abrazó a su cuello.

Él, la besó en silencio y se sintió un idiota.

Martha Ferrari



lunes, 5 de noviembre de 2018

El Balón - Olga Cortez Barbera


El sol brillaba como nunca antes. Eso sentía el niño cuando tomó el balón para salir de casa a jugar. Era un obsequio de su hermano mayor; el que lo llevaba y traía de la escuela, lo ayudaba en las tareas y con quien jugaba balompié con una pelota próxima a sucumbir. Más que un hermano, era su amigo, el mejor de todos. Por eso, le dolió tanto su partida a tierras tan distantes, que igual le hubiera parecido que se fuera a otro planeta. En el mapamundi de la escuela, la ciudad donde ahora vivía el hermano era apenas un punto en el país que se encontraba en otro continente. De nada le valieron las súplicas y el llanto para retenerlo, ni los argumentos de la familia sobre la esperanza de una vida mejor, con base al sacrifico que significaba irse lejos de ellos. Su hermano trató de consolarlo, pero viendo que no era posible, pensó que lo lograría con una promesa:

—Escucha, nada más consiga empleo y gane mi primer sueldo, te compro un buen balón y te lo envío. Cuando venga de vacaciones, jugaremos hasta cansarnos.

En pocas semanas, llegó. Era lo más hermoso que había recibido en su corta existencia; las figuras geométricas centelleaban bajo de la luz del sol.  Sus amigos le veían con envidia y se peleaban por jugar con él. El niño pasaba mucho tiempo con ellos; sin embargo, nada era comparable con las tardes en que él y su hermano, agotados y sudorosos, después de tanto patear la pelota, iban por un helado o se sentaban, a la sombra, para soñar con los campos de fútbol donde se harían famosos.

—Yo seré el primero—decía el mayor—Así saldremos de esta pobreza, compraré una casa grande y un automóvil. Viajaremos por el mundo. ¿Qué te parece? Además, te entrenaré para que seas el mejor de los futbolistas.

El niño lo observaba con plena admiración. A él le gustaría ser lo que su hermano quisiera. Ahora las cosas no se veían claras porque el miedo, cual una velo perverso, cubría el ánimo de la gente. Él necesitaba, como nunca, el apoyo fraternal. Sus padres insistían que, por fortuna, se había ido a tiempo.

La calle estaba desierta. El balón la hacía sentir que la soledad no era tan grande. Pensó en las tantas veces que lo llevó a la escuela y que, por estar pendiente de él, dejaba de prestar atención a la maestra. Ella se lo quitaba y lo ponía sobre su escritorio:

—¡Cuántas veces te tengo que decir que no lo traigas! Te lo entrego al terminar la clase.

Ahora la escuela estaba en ruinas. Era una mañana clara y los aromas de los limoneros recorrían pasillos y salones. Las maestras impartían sus saberes o escribían sobre el pizarrón. Un estruendo materializó la peor de las pesadillas. Luego, se escuchó otro…, y otro, mientras se resquebrajaba el eslabón del futuro. Entre gritos y llantos, todos corrieron despavoridos. El niño no sabía qué hacer entre tanta confusión; sin embargo, en segundos, tuvo la suficiente claridad para tomar el balón del escritorio y correr, como los demás, hasta que tropezó con su madre que lo había venido a buscar.
 
La mañana era brillante y calurosa.  Era un riesgo alejarse de casa; sus padres se lo habían prohibido. Pero la necesidad del contacto fraternal, a través de darle al balón, impulsó su osadía. Caminó entre escombros y abandono, hasta que se vio frente a la fábrica donde trabajaba su papá, antes de que las bombas acabaran con las fuentes de empleos, los hospitales, los parques y los edificios de la pequeña ciudad. Recordó las palabras del hermano: cuando sea rico, le diré a papá que deje ese trabajo que lo está enfermando.  Si se enteraba de lo que le estaba pasando, seguro que no lo pensaría para venir y llevarlo a que le curaran las heridas de metrallas sin control que lo estaba matando.

Subió por las escaleras. Desde una ventana, pudo observar la marea de personas que escapaba de la ciudad, huyendo de los bombardeos. En casa se preparaban para hacer lo mismo; partirían al anochecer. Entre tanto, prefirió seguir soñando con los planes que habían trazado. Escuchó unas voces. Unos jóvenes hablaban de venganza, de armamentos y de lo que le harían a aquellos que destruyeron a sus familias y acabaron con sus ilusiones. El niño abandonó el edificio, asustado por el odio que destilaban esas palabras.

Con la pureza todavía intacta, pensó que no sería capaz de actuar como ellos. Su madre no se lo permitiría. Además, él contaba con un hermano que lo esperaba más allá de la frontera. Juntos, serían los futbolistas que anhelaban ser. La familia volvería a estar unida en la mesa y en la oración. A lo lejos, encontró un claro dónde colocar el balón. Caminó un montón de pasos hacia atrás, tomó impulso y corrió. Un puntapié, con el vigor de los sueños infantiles, lanzó el balón hacia un cielo ajeno a la ignominia, antes de que el alerta de la sirena de la fábrica anunciara la proximidad de los misiles que ofrecían, inmisericordes, las esquirlas de un mañana incierto. 

Olga Cortez Barbera

Mi mejor reportaje - Elsia Luz Cruz Torruellas


Yo no era el pequeño héroe de Holanda.  Con mi dedo no podría tapar una grieta en el dique ni detener, durante toda la noche, las aguas embravecidas que amenazaran abalanzarse sobre la ciudad. Pero sí era Peter J. Sullivan, el confiable veterano reportero del “Times-Picayune” y mis dedos mantendrían informados, en esta inesperada amenaza del huracán Katrina,  a los lectores de Nueva Orleans. Formábamos una pareja temeraria: Nueva Orleans, una ciudad viva, alegre, activa, capaz de olvidar, en sus interminables días de fiesta, el estar rodeada por cuerpos de agua y situada dos metros bajo el nivel del mar y yo, un renombrado periodista, dispuesto a los mayores sacrificios por un reportaje merecedor de algún premio importante.

Nadie hubiera podido imaginar el cambio de rumbo de Katrina ni que llegara a intensificarse hasta la clasificación más alta dada a estos fenómenos. Apenas unos días antes, se había formado como depresión tropical cerca de las Bahamas y, lo lógico fuera, que entrara por Florida a los Estados Unidos como tormenta tropical. ¿Cómo íbamos a sospechar que se convertiría en huracán categoría 5 e iba a desviarse hacia el Golfo de México, tomando rumbo hacia el noroeste arrasando las costas de Luisiana, Mississippi y Alabama?

En la edición del 28 de agosto de 2005, informamos la alta probabilidad que nuestra ciudad estuviera en la ruta de Katrina y se formaran marejadas ciclónicas. Aunque traté de calmar a mi esposa y mis hijas, afirmándoles  que nuestros diques habían sido diseñados y construidos por el cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos y que nuestra casa, de dos plantas, era un refugio seguro, por lo que no teníamos nada que temer, no lograba convencerme a mí mismo.  A eso de las diez de la mañana, el alcalde ordenó la primera evacuación obligatoria de la ciudad. “Katrina puede ser la tormenta que, durante tanto tiempo, hemos temido”, expresó. Le pedí a mi familia que se fuera. Todavía estaban a tiempo de llegar a casa de mis suegros, quienes vivían en el Barrio Francés, uno de los más altos de la ciudad.  Les aseguré que nos reuniríamos allí en unas horas, aunque nunca pensé en cumplir tal promesa. No iba a perder la oportunidad de ser parte de la historia. A regañadientes, me obedecieron. O, por lo menos, eso pensé. Las dejé preparando sus cosas y me fui al periódico a entregarme a mi deber. Y mi pasión. No tenía idea de lo que nos esperaba.

Ya en la madrugada del día 29, el huracán Katrina se dejó sentir con toda su furia.  El ruido era impresionante, el de la lluvia, los truenos, pero sobre todo el del viento. Esa ventolera infernal arrastraba cualquier cosa que se le interpusiera: señales de tránsito, ramas, animales, autos, techos, casas enteras. 225 kilómetros por hora. Pudimos sacar la edición matutina, alertando del peligro inminente. Y salí a recorrer las calles, a documentar de primera mano la catástrofe que presentía. La fuerte lluvia no me permitía ver más allá del bonete del auto.  Según pasaban las horas, la situación se complicaba. Vi personas corriendo, defendiéndose como podían del diluvio, ventanas y puertas de cristal explotando, edificios desplomándose, quizás con gente en su interior. De pronto, un estruendo. El agua empezó a subir de manera acelerada, como un golpe en el cauce de un río. Esto no es solo lluvia, pensé, aquí ha pasado algo grande…los diques… ¡el lago! Seguí, cámara en mano, documentando el que podía ser el mejor reportaje de mi vida, creyéndome Noé en el arca. No parecía darme cuenta de la magnitud del fenómeno ni del peligro que corría, hasta que tomé varias rutas,  con la intención de regresar al periódico, y encontré inundadas todas las vías de escape. Temí por mi vida, y no puedo negarlo, por mis fotos. Estaba seguro que era el único periodista en ese momento en la calle, hoy no sé si el más valiente o el más idiota.  De nada iba a servirme un Pulitzer si lo recibía póstumo, así que hice mi mayor esfuerzo por llegar al refugio más cercano, el Superdome, y ponerme a salvo.

Poco después tenía el gran titular: “la ciudad del jazz y el soul yace bajo agua”. Me urgía salir del estadio,  informarme para informar. La incertidumbre me enloquecía, sentirme varado también. La mayoría de las carreteras estaban intransitables, el puente colapsado, y las únicas vías posibles eran reservadas para las autoridades  o emergencias médicas.

Ser un periodista reconocido tiene sus ventajas. Una de ellas, recibir ayuda de la guardia nacional para llegar al periódico. Imposible sacar la edición impresa, pero sí era posible que saliera la virtual.  La misma necesidad que tenía yo de comunicarme con mi esposa y mis dos hijas, la tenían miles de personas. Nadie, de las más de veinticinco mil personas refugiadas en el Superdome, al que se le había desprendido ya parte del techo, conocía el destino de sus vecinos, de sus amigos, de sus familiares… ni siquiera el propio.  Desde el periódico, podríamos hacer una red de comunicación donde las personas ubicaran a sus familiares. A todo esto, yo confiaba en que mis hijas estuvieran, con su madre, en casa de los abuelos.

Tres días, con sus noches, estuvimos sirviendo de enlace, anunciando personas desaparecidas y refugiadas, haciendo listas de heridos y muertos, informando medidas de seguridad, puntos de ayuda, repartición de agua potable, alimentos y medicinas. Fue entonces que ¡por fin! pudo entrar una llamada de los suegros.

—Estamos muy preocupados por ustedes. ¿Cómo están?

—Pero, ¿cómo? —les pregunto —¿no están Anna y las niñas allá?

No, no estaban.  Ellos ni siquiera sabían que iban para allá. Sentí miedo, mucho miedo, más que en todos los días anteriores. En ese momento, olvidé todas las precauciones dadas a los demás, y me lancé a la calle a buscarlas. Tenía que llegar a mi hogar... o lo que quedará de él. El periódico puso a mi disposición un bote, era la única forma de moverse en ese caos. Nunca vi tanta destrucción, casas sumergidas o destruidas, personas buscando entre las ruinas sus pertenencias, y peor aún, a sus familiares. Mi instinto periodístico me dominó, tomé la cámara y disparé fotos a granel. Quise capturar en imágenes la desesperación y el sufrimiento humano, en todas sus manifestaciones. Cadáveres de animales y personas flotando entre los escombros.  Clic. La histeria de aquella madre removiendo con sus manos fango, agua, maderas y piedras en busca de sus hijos. Clic. El desamparo de un niño, asustado, solo, abrazando su oso de peluche, tan entripado como él. Clic. La desesperanza de aquel anciano con sus ojos perdidos en la distancia tratando de encontrar un porqué. Clic.

Llegué a mi casa. Balcones, terrazas y parte del techo, desaparecidos; las paredes aún en pie. Resistió, como vieja guerrera, los embates de Katrina. Adentro, caos total: enseres, muebles, libros, equipos, cuadros, lámparas, todo por el piso, roto, mojado, dañado.  Mi ansiedad iba en aumento, mi familia no estaba allí. Subí las escaleras a brincos. Como un mal presentimiento, me detuvo una pregunta: si las encuentro muertas, ¿también las retrataré? Aterrorizado por la imagen en mi mente, pasé de observador a víctima. Sentí vergüenza de mi insensibilidad, de mi falta de empatía, de la callada pretensión de ganar un premio basado en el dolor ajeno. Juré que jamás publicaría las fotos tomadas, réplicas de la angustia que yo ahora sentía. Ya no me importaban reportajes, trabajo, fama, casa, fotos, reputación, ¡nada!, solo encontrar a mi esposa y mis hijas…

En una de las pocas habitaciones con techo, por fin las vi, juntitas las tres, esperándome. Sus ojos, ya sin lágrimas, pero con el horror de lo vivido reflejado en sus pupilas. Nunca se fueron, no querían dejarme atrás y cuando se dieron cuenta del peligro, no pudieron salir. No era momento de reproches. Nos unimos en un largo abrazo, en silencio, con la certeza de haber conservado lo más importante, la vida. Más de mil ochocientas personas no habían tenido tanta suerte…

Elsia Luz Cruz Torruellas

viernes, 2 de noviembre de 2018

Que acabe la caridad y que empiece la justicia - Florencia Pérez Declercq

Que vengan o que no vengan;
al pueblo nadie lo asfixia.
Que acabe la caridad
y que empiece la justicia.

Aunque se sintió halagada cuando su jefe la seleccionó para ese viaje de negocios, un dejo de inquietud se le coló en el cuerpo. La tarea no parecía difícil: algunas entrevistas pautadas para presentar los productos de la empresa, recorrer la ciudad para sopesar las posibilidades de inserción en el mercado. Sin embargo, sacarla de su departamento a tres cuadras de la oficina, cinco de la casa de sus padres, ocho de la casa de su amiga, a un subte de cualquier otro destino frecuente, era como arriesgar  el trasplante de una azalea de la cómoda maceta, a ese rincón inhóspito del jardín.

Pasaporte, plata, pasaje. Pasaporte, plata, pasaje –Sabrina repasó mentalmente las prioridades.  Sus padres fueron a despedirla. Era la primera vez que viajaba sola. Una mezcla de entusiasmo y temor la invadían. Cuando el avión despegó y el comandante de abordo hizo el anuncio del tiempo de vuelo hasta la ciudad de México, la sonrisa que había ostentado hasta ese momento se le disolvió. Luego, con la película, el servicio de comidas, y alguna charla cortita con la señora que ocupaba el asiento contiguo, se fue sintiendo mejor. Le llamó la atención un hombre ubicado al otro lado del pasillo que escribía. Se fijó bien para ver si estaba copiando algo pero no, simplemente escribía. Algo tan sencillo le llamó la atención ya que le resultaba muy raro que alguien pudiera escribir tanto así, simplemente, sin copiar. Ella no podría. No era lo suyo improvisar. Era eficaz y responsable. Se sentía más atenta que de costumbre. La situación era nueva y eso había encendido sus alarmas. Cuando ya se había familiarizado un poco con las circunstancias, se relajó un poco. Logró dormirse incluso. Estaba soñando con el mar, cuando una fuerte turbulencia la despertó y escuchó, aunque sin comprenderlo, el anuncio en inglés que sonaba por el altoparlante. La señora de al lado le explicó que el avión iba a tener que hacer una escala de emergencia. No le explicó el por qué ni ella tuvo ánimos de preguntar.

Fue un aterrizaje movido. Estaban en un pequeño aeropuerto al norte de la provincia de Salta. Si ese era su primer viaje al exterior, aún no lo había logrado. El descenso fue a pie por la escalerilla; nada de manga, ni de free shop, nada del glamour del aeropuerto de Buenos Aires. En el interior de la sala de arribos los pasajeros se dispersaron. Sabrina hubiera querido que estuvieran todos juntos y que les indicaran con claridad qué hacer. Vio que varios, luego de hacer algunas averiguaciones, se iban a tomar un taxi. Ella seguía al lado de la señora con la que había viajado. Al grupo que había quedado le dijeron que un bus los llevaría al aeropuerto de Salta capital y desde allí conectarían con otro vuelo hasta La Paz, Bolivia. Y luego de algunas horas de espera, conectarían por fin con un vuelo a México por otra compañía aérea. No era lo previsto, pero al menos había una hoja de ruta, un plan a seguir.

Tardaron bastante en indicarles dónde tomar el bus. Vio que eran pocos los que quedaban del grupo original. Incluso su compañera de asiento ya no estaba. El transporte se había llenado con gente que parecía del lugar, cargada de bolsos, paquetes y más paquetes. No era lo que se dice un bus de lujo ni mucho menos. Pero tenía un asiento asignado. En muchas situaciones su sonrisa transparente le había resuelto muchos problemas, pero ahora era como el control remoto que se queda sin pilas. A nadie parecía importarle los inconvenientes ocasionados y los nervios que ella estaba pasando. Sabía que tenía que reclamar. Si no lo hacía ahora, era porque estaba muy nerviosa y porque las respuestas a sus preguntas anteriores habían sido más bien parcas. Pero ya reclamaría desde el hotel cuando tuviera acceso a una computadora con internet. Pensó en mandarle un mensaje a su mamá, pero no quiso preocuparla. Mejor lo haría cuando estuviera en el aeropuerto de Salta. Cuando el micro arrancó, el cansancio acumulado se hizo cargo de ella y la sumió en un sueño corto y profundo. Al despertar vio por la ventanilla y tardó unos segundos en tomar conciencia de toda la situación. Intentó relajarse. Miró a su alrededor y vio que algunos iban conversando animados. Los niños jugaban entre ellos y el hombre que iba a su lado dormía. La mirada se le perdió entre cerros y quebradas y aunque intentaba no hacerlo, no podía parar de mirar el reloj y calcular cuánto faltaba para llegar a Salta. Sabía que allí se sentiría más segura. Al menos era una ciudad capital. Le habían dicho que eran aproximadamente ocho horas. Igual que su horario de trabajo. Ocho horas. Se aferró a esas dos palabras como a un mantra. Le dio por pensar en su vida cotidiana. Si estuviera en Buenos Aires ese día se hubiera levantado temprano, hubiera acomodado un poco el departamento antes de ir a la oficina y al salir de allí, habría ido al gimnasio, porque era jueves. A lo mejor, a la noche hubiera salido a cenar con sus amigas. Así era su vida: sencilla y predecible.

Sintió hambre y por más que revolvió en su cartera no encontró más que un caramelo. Se dio cuenta que no iba a llegar al hotel en el tiempo previsto y que no tenía modo de avisar. Hacía rato que su teléfono móvil se había quedado sin batería y, aunque tuviera, seguramente no iba a tener señal en aquel lugar. Recordó que, cuando en el seguro de viaje, había tenido que poner un teléfono de contacto, puso el de la oficina. En ese momento la oficina sería un recinto oscuro en el cual el titilar de alguna luz testigo o de algún monitor encendido le daría un aire artificial. Pensó que a lo mejor en el hotel alguien se preocuparía por ella. Instintivamente miró el reloj. Ya faltaba menos, habían pasado cinco horas. Si fuera su horario de trabajo, lo que restaba era lo más liviano.  En eso venía pensando, cuando el micro se paró y vio que la ruta estaba cortada por un grupo de hombres y mujeres que la ocupaban de lado a lado. Había un fueguito al costado. Alzaban banderas y algunos carteles de protesta. El corazón le dio un vuelco. Sentía que ya había suficiente desorden en sus planes. Estaba haciéndose a la idea del cambio y ahora esto. El chofer se bajó pero la gente permaneció adentro y las conversaciones se animaron. Comentaban algo de un ingenio azucarero que estaba despidiendo gente.

Vio por la ventanilla que el chofer se cambiaba la camisa por una camiseta de fútbol. Eso no era bueno. Ya no se veía más la marca de la empresa. El hombre subió y con voz contundente anunció que no se podía seguir. Que tampoco había combustible para emprender la vuelta, ya que el contaba con volver a cargar combustible a unos ochenta kilómetros más adelante. La gente, como si estuviera acostumbrada a estas cosas, comenzó a bajar. Sabrina buscaba desesperadamente a alguien que perteneciera al grupo que iba en el avión pero no reconocía a nadie.  Tal vez fueran aquellos que se bajaron en el primer pueblo. A lo mejor optaron por un taxi. De los que venían en el micro, algunos se dirigieron a un costado de la ruta y otros comenzaron a caminar hacia atrás, aparentemente hacia el cruce de rutas que habían pasado unos pocos kilómetros antes. Ella no sabía cuál era su rebaño. Le hubiera gustado que alguien se lo indique. Pensaba en preguntarle al chofer pero, al verlo conversar amistosamente con varios de los que estaban abajo, cambió de idea y finalmente optó por seguir a los que iban al cruce de rutas. Una mujer que iba con una niña gritó al resto que esperen, que venía alguien más. El gesto fue como una bebida caliente en una noche fría. Cuando se acercó la mujer le dedicó una sonrisa y le dijo que no se preocupe, que se iban a acercar a la casa de una conocida y desde allí esperarían que algún micro que los pudiera llevar por otro rumbo. Supo que no era momento de preguntar horarios.

Caminaron bastante. Aunque a su alrededor la vista era monótona y seca, ella sentía que su paisaje interior crecía a cada paso. Inauguraba sensaciones que jamás había tenido. En algún momento miró hacia abajo y le hizo gracia lo ridículos que se veían sus zapatos, cubiertos de polvo, desencajando sin remedio en ese camino árido y desconocido. Cerca de una arboleda se detuvieron frente a una casita, pequeña pero muy prolija. Unos perritos salieron a recibirlos. La dueña de casa se asomó y con un gesto les indicó que pasaran. Puso la pava al fuego, y las mujeres formaron ronda alrededor del mesón que estaba bajo el algarrobo. Los hombres se apartaron un poco.

Sentada a la ronda fue observando a cada una de esas mujeres. Por alguna razón se guardó de quejarse. Y, a medida que la conversación avanzaba, se daba cuenta que sus quejas resultarían una caricatura frente a las vidas que estas mujeres describían. La dueña de casa desenredó con paciencia el drama del desempleo de su marido y sus hijos mayores. Empezó a circular el mate y la mujer sacó de la casa un pan grande, tibio y pesado que fueron partiendo y compartiendo. Con alegría recibió su parte. Tenía hambre. Cuando lo tuvo en sus manos le dio por pensar en lo distinto de ese pan universal y compartido a ese que ella solía sacar cada mañana de un envoltorio plástico, y del que salían cuadradas tostadas para untar con algún producto que viene en otro envoltorio plástico. Se produjo un silencio que interrumpió sus pensamientos. Era un silencio azul y profundo que no invitaba a ser roto. Observaba las manos de esas gentes, manos de trabajo que transmitían serenidad. Adentro las sensaciones se le agolpaban y casi, casi se había olvidado por qué estaba ella allí. La noche fue apagando el día y fueron las estrellas y algún fueguito los que iluminaron la charla. Hablaron de la escuela, del largo viaje de los chicos para ir a clase, de la maestra embarazada, de lo lindo que quedó el patio. Se acordó que ella misma aportaba dinero a una fundación que apadrinaba escuelas rurales. Pero esto era la realidad. Aquello era apretar una serie de teclas para admitir que el banco le debite un dinero para esa fundación. Comprendió de golpe la diferencia entre la caridad y la justicia. Qué distante le parecía todo. Qué absurdo. La realidad hacia foco y se plantaba frente a ella para ser mirada, para ser sentida, experimentada. No a través de una pantalla. Estaba ahí, al alcance de la mano. Alguien le preguntó qué hacía por allí. En pocas palabras contó su situación. Pensó que la iban a mirar raro, pero no. La escucharon con atención y respeto.

A lo lejos los perros anunciaron la llegada de alguien. Se trataba de una pareja joven que venía a pedir refuerzos porque parecía que querían desalojar el piquete. Todos se pusieron de pie, menos ella. Otra vez decidir, otra vez entender lo que ya había sido dicho. Estuvo a punto de preguntar pero reconoció que sobraba su pregunta, así que tomó su cartera y siguió al grupo. Se le desordenaron las prioridades. La valija, a la cual había puesto tanta atención en el aeropuerto de Buenos Aires, se había tornado un objeto incongruente con la situación. Apuró el paso y notó que la esperaban. Una mujer de la edad de su madre le explicó un poco más las circunstancias. Habían despedido a doce trabajadores y el resto no estaba dispuesto a continuar si no los reincorporaban. Al instante le vino a la mente la escena de cuando despidieron al chico de limpieza, y entre las chicas de la oficina le compraron un regalo de despedida. Dos mundos. Un abismo entre ellos.

Siempre le habían dado un poco de miedo los grupos grandes de gente. Pero el hecho de haber pasado un rato compartiendo la charla y el mate borró en parte ese miedo. Apuraba el paso, como el resto. Tardó en distinguir mejor la escena. Una escena que sólo había visto en la tele. De un lado, más lejos, la gendarmería, del otro la gente. Cuántas veces había preguntado una dirección a un policía de tránsito, o se había sentido más segura por la presencia de uno de ellos. Esta vez estaba del otro lado. Aunque no se sentía parte de ese grupo, al menos sabía que con el otro no tenía nada que ver. El uniforme, la forma de pararse, la obediencia, los volvía un poco artificiales. Una de las mujeres notó su desconcierto y le dio la mano. Sintió el calor humano de esa mano. Si en otras circunstancias un desconocido le hubiera dado la mano, ella la hubiera rechazado. En ese momento, era la posibilidad de recibir un mensaje mucho más contundente que cualquier palabra. Se quedó un poco atrás. Eran los hombres los que estaban más adelante. Sus rostros dignos, su paso firme.

Al rato llegaron más grupos de gente. No llevaban más armas que su honestidad y su determinación. Eso podía percibirse a la legua. El grupo se hizo compacto y empezó a avanzar. Los gendarmes retrocedieron ordenadamente. Alguien tuvo que explicarle lo que eso significaba. Los obreros iban a reingresar al ingenio y la patronal tenía que dar marcha atrás con los despidos. Sabrina estaba tratando de dimensionar la situación, cuando vio que atrás se acercaba un micro y algunas personas se alejaban. Una de las señoras con las que habían compartido los mates le dijo que ella se iba con ese micro, que pasaban por la casa donde habían dejado las cosas y luego partían por otro camino para Salta capital. Le dio algo en el alma dejar el lugar con toda esa gente luchando por lo suyo, pero no había tiempo de vacilaciones y se fue con la señora. Por fin sintió que tenía una compañera de viaje, pero esta vez la palabra le sonó nueva, distinta a causa de lo compartido. Era verdad que el viaje recién estaba comenzando, que aún no había salido del país y, sin embargo, una parte de ella ya había cruzado límites decisivos.

Florencia Pérez Declercq

¿Cuándo dejaron de verse? - Graciela Alemis


¿Cuándo dejaron de verse?
La pregunta le aparece de golpe al abrir los ojos a la madrugada.  Hacía mucho que no pensaba en él.
¿Cuándo?
Trata de saber si fue un sueño que lo trajo a su memoria. No está segura. Pero la pregunta está hecha, la obliga a recordar y las imágenes comienzan a aparecer.

¿Seis años?
Se sienta en la cama. Enciende la lámpara para ver el reloj. Son las cinco de la mañana. Faltaban dos horas para levantarse y comenzar el día.

¿Cuándo?
No puede calcular una fecha precisa. Cierra los ojos y aparece una escena. La de esa noche en que tuvo que esperarlo más de lo que estaba dispuesta. No era la primera vez. Algo había comenzado a cambiar porque tuvo la certeza de que no sería la última. Antes nunca lo había visto de esa manera, siempre tenía la esperanza de que todo fuera diferente.  Decidió ir al cine sin él. Recuerda cómo se sintió al bajar sola por el ascensor, supo sin dudas que así sería a partir de ese momento.  Al entrar en el cine apagó su teléfono. Cuando salió  lo encendió y vio el registro de tres llamadas perdidas. Eran del él. No lo llamó hasta que volvió a su casa, quería que se preocupara. Simplemente deseaba que por lo menos estuviese inquieto unas horas, sin saber dónde había ido.

¿Dónde estabas? Te estoy llamando hace tres horas.

Fui al cine. ¿No era lo que íbamos a hacer?

Recuerda el comienzo del diálogo. El resto no. Sí, tiene presente el dolor en la garganta.  Como si algo le oprimiera el cuello y no la dejara hablar.  Del otro lado del teléfono él se disculpaba con excusas que ya había dicho muchas veces antes. Y ella, sin poder responder. El nudo que sentía en la garganta le hacía brotar lágrimas y no poder hablar.

¿Cuándo dejaron de verse?
Unos días después de la noche en que ella fue sola al cine, él fue a su casa. Esa fue la última. Cree. O tal vez no. Él llegó con una botella de vino para cenar, como lo hacía cada jueves. Ella no tenía nada preparado. Estaba  cansada, no había dormido bien las últimas  noches. Tenía un dolor en el pecho que desde hacía tiempo la despertaba cada dos horas y la obligaba a levantarse, tomar agua, abrir la ventana, respirar el aire frío y esperar hasta que el dolor desapareciera. Estaba preocupada. Esa misma tarde había llamado al médico para que le recetara algo para dormir. Recuerda que en esos días solo quería dormir.  

Le abrió la puerta y él quiso besarla. Ella lo rechazó.

¿Qué te pasa?
Me voy unos días. Le dijo.

¿A dónde?

No sé.

¿Cuándo lo decidiste?

Ahora.

¿Y por qué?

Quiere repetir la continuación de ese diálogo absurdo lleno de reproches pero no puede. Su memoria parece haber olvidado todas esas palabras repetidas cada vez que se veían en esos últimos tiempos.
¿Fue esa noche que dejaron de verse?

Ella pidió una licencia en su trabajo y se fue a la playa. Era invierno. Quería estar sola, lejos. Se fue en auto. Manejar le haría bien. Se hospedó en un hotel frente al mar. Avisó a un par de amigas donde estaba y apagó el teléfono.
Piensa en esos días y le aparece la palabra limpieza. 

El hotel estaba vacío. La playa también. Nadie con quien hablar. Era lo que necesitaba. Para limpiarse de él. ¿Tanto lo quería? Se preguntó muchas veces mientras caminaba. Tanto, que tenía que sacárselo del cuerpo, del pensamiento, del alma, porque le estaba haciendo daño. Eso no era amor, se decía. El amor es otra cosa. Ella quería esa otra cosa. No le sería fácil extirpárselo. No verlo, no llamarlo, no esperarlo. No quererlo. Caminó, lloró, gritó, insultó, durmió a fuerza de pastillas. Pero al volver ya sabía que hacer . Lo llamó por teléfono y le pidió que fuera a su casa. Él dijo que no podía, que tenía que acompañar a su mujer a un médico o algo así.

¿Cuándo dejaron de verse?
Tal vez mucho antes de alguno de esos últimos días.

Dejaron de verse cuando el amor se transformó en algo desparejo, inadecuado. Fuera de tiempo. Cuando la palabra amante tuvo el peso exacto y estuvo puesta en el lugar correcto. Cuando ella comenzó a darse cuenta de que ese no era el tipo de amor —si a eso podía llamarlo amor— que esperaba.
El despertador suena. Lo apaga. Pasaron dos horas desde que se despertó. La respuesta encontrada la tranquiliza.

Ahora se levantará, irá a trabajar, saldrá de la oficina y seguramente se encontrará con  alguna amiga para tomar algo, volverá a su casa, se preparará la cena, leerá un libro y se acostará como todas las noches, preparará el reloj para que suene, como todos los días a las siete. No pensará en él, no pensará en nadie. Simplemente sabrá que aquel amor terminó el día en que dejaron de verse a los ojos y reconocerse, hace ya tanto tiempo que ni recuerda cuando fue. 

Graciela Alemis



Vientos del sur - Mario Ferrari

Llegaron como llega el huemul cauteloso. Así como el ciervo merodea de tanto en tanto, desde un lugar seguro. Más allá del monte, a orillas del lago. Aparecieron, aquella madrugada, mientras un sol horizontal enhebraba en el bosque delgadas agujas. Con la típica actitud del venado, prudencia erosionada por la curiosidad o el hambre. Sólo que ellos —algunos de ellos— arribaban montados en vehículos cuadrados, sobre ruedas de caucho hendidas por profundas grietas. Otros conducían máquinas con tentáculos rojos y ostentosas llantas. Varios de los nuestros, de los hombres de la tierra, recorrían el sendero que baja desde el cerro, en busca de agua del río. Desde ese sitio pudieron verlos. A mitad de camino —los nuestros, digo— se detuvieron, regresaron con los cántaros vacíos. Allí están ahora, los visitantes. Instalan instrumentos sobre trípodes, escudriñan con ojo atento a través de ellos. Toman fotos, se los ve cambiar opiniones, discuten en voz baja. Luego, a medida que la tarde avanza, unos pocos montan tiendas de campaña. Dos o tres uniformados que hasta ahora habían permanecido alertas, al margen del movimiento, colaboran en las tareas. Al caer la noche, los vigilantes se mantienen fuera de las carpas, alrededor de una fogata que alimentan de a ratos.

Dentro de los diez o doce ranchos, la gente sabe que algo sucede. Curimán es un hombre callado, sigiloso. Aunque él no lo sabe —es su vida, siempre ha sido así—, camina, piensa, decide como un conductor natural. Cada uno de sus ademanes parece estar provisto de un significado especial. Al contrario de tanta gente que gesticula para hacerse entender, se podría reconocer un motivo en cada mínimo movimiento de Curimán. Por ello mismo, su poder está en el silencio. Un silencio que su gente puede escuchar cuando él lo decide. Esa mañana camina despacio, calmo en apariencia, entre las cuatro paredes de adobe. Sin embargo, sus pasos resuenan en el valle. El sonido llega a cada vivienda, a cada mujer, a cada hombre. Los cerros reproducen el eco de las pisadas como si algún sentido oculto les fuera revelado con cada una de ellas. No le hace falta hablar. Su gente, los hombres de la tierra, escuchan y comprenden.

—¿Entonces, ingeniero? —consulta Eusebio. Han pasado ya tres meses desde el estudio preliminar y el capataz, como los demás, está preocupado por su trabajo. Las visitas al lugar, las mediciones y análisis, habían creado una sensación de avance. El silencio de los últimos días provocó el efecto contrario. Incertidumbre y temor.

—¿Entonces, ingeniero?

El ingeniero Villaluz duda por un momento. Se toma la barbilla. Tal vez es otra de sus poses, un estilo profesional que exhibe de continuo, aunado a la particular influencia de aquel par de años en el ejército. Esa experiencia consiguió invadir incluso su lenguaje.

—Entonces, en marcha.

—¿De veras, Inge? Pero si hasta ayer no teníamos noticias.

—Hasta ayer, hasta ayer. Ahora las tenemos. Yo te las estoy dando. Ya estamos listos para empezar, la autorización, los permisos, todo está en orden.

El mestizo titubea en este preciso instante, frente a una decisión que esperaba con ansiedad pero ahora es decisión tomada, una realidad.

—Pero, ¿y esa gente? ¿Dónde irá esa gente?

—No te preocupes, es mi responsabilidad. Todo está en orden. El lunes atacamos el proyecto. De todas formas, vamos a conferenciar con ellos. Lo saben, están acostumbrados a moverse de un lado a otro. El mundo avanza, Eusebio. Ellos no serán un problema.

Las pisadas de Curimán resuenan dentro del rancho, salen y despiertan las conciencias adormecidas en cada rincón del valle, la montaña, el lago, los hombres y mujeres. El cóndor reconoce el llamado silencioso de su hermano de la tierra. Abre las alas, planea en círculos. De alguna forma, todos los habitantes de los cerros y el bosque comprenden y esperan. Curimán emerge de su vivienda y, uno a uno, los hombres y mujeres lo hacen a su vez. Hombro con hombro, los habitantes de la decena de viviendas se acercan y configuran una línea compacta, una sola presencia. Hacia el frente, los visitantes han regresado en grupo. Un puñado de ellos se acerca. Será el momento de la negociación. Cuando están a unos cuantos metros, se detienen.

Una brisa cálida comienza a recorrer el bosque, los cerros, la hilera de hombres de la tierra, los extraños visitantes. Antes de que alguien pueda pronunciar palabra, la brisa se transforma en viento, el viento en remolinos aquí y allá. El aire golpea la mejilla derecha de Curimán, el primero en la fila. Reseca su piel con un calor tan penetrante como el huraño frío del invierno. Algo inesperado sucede. La mejilla marchita. El rostro, el cuello, el cuerpo todo, parecen convertirse en arena. Uno a uno, todos los hombres de la tierra sufren la misma transformación. Los cuerpos semejan estatuas de piedra que se desintegra en fino polvo. Primero la cabeza. El cuerpo, las extremidades, se desgranan con el paso del viento. Arena. Entonces desaparecen, se integran con la tierra.

Ha pasado tiempo desde que el ingeniero Villaluz y sus hombres regresaron azorados de esos montes. Aquel suceso inexplicable cambió algo en la vida de cada uno de ellos. No fue fácil asumir lo sucedido, encontrar respuestas. El transcurso de los días permitió que ese impacto inicial fuera reemplazado por el descreimiento y el olvido, en la medida en que fue posible. Claro, el proyecto debía continuar. Fue necesario reemplazar algunas personas. Hubo quien nunca más deseó volver al lugar. Villaluz no tenía opción. Su vida futura dependía de aquel proyecto.

Llegaron como llega el puma temerario, así como ataca de tanto en tanto a los animales indefensos. Aparecieron aquella noche, mientras una luna encendida a pleno dibujaba sombras a los lados de los ranchos desiertos. Con la típica actitud del felino, implacable impunidad impulsada por el hambre. Sólo que ellos venían montados en máquinas y vehículos extraños, ajenos a aquellas tierras, ahora desoladas. Nadie pudo verlos. Instalaron instrumentos sobre trípodes, prepararon todo para el trabajo de la madrugada. Nadie los vio encender una fogata y rodearla, mientras conversaban, analizaban, discutían. Al alba remontaron el camino que sube al cerro. Silencio, sólo silencio. Los altos cipreses se balancean con ritmo armónico a su paso. Cuando arriban a la aldea, una brisa cálida envuelve a los hombres con una sensación de bienestar y placidez. Todo está en orden. La calma y el aire, sobre todo el aire, los sumerge en un estado casi irreal de sosiego. Antes de que alguien pudiera disfrutar del todo de aquella paz, la brisa se transforma en viento, el viento en remolinos aquí y allá. El aire golpea los cuerpos y los recuerdos del ingeniero Villaluz. Ahora el viento es torbellino, empuja a los trabajadores con tal fuerza que con dificultad pueden mantener el equilibrio. En medio de esa rara explosión natural, el grupo sólo atina a escapar, vuelve por donde vino.

El bosque, el cerro, el lago, están ahora más solos que nunca. Un día más tarde, una semana, un mes después, Villaluz y su gente regresan al lugar. Nada que hacer, sufren las mismas consecuencias. El ingeniero se establece en la ciudad y asesora empresas sobre obras civiles. Es un hombre callado. Ya no se escucha su particular lenguaje, ya no dice “afirmativo” como respuesta a una pregunta directa. Ya no muestra entusiasmo a través de un “ataquemos” fervoroso.

Un hombre cobrizo avanza, sube desde el lago por el camino que lo lleva al cerro. Lo hace con lentitud, como si saboreara el aire y el aroma de los cipreses y la tierra. Lo sigue una mujer pequeña. A sus espaldas, envuelto en una manta multicolor, un niño callado, de mejillas encendidas. Más atrás, la lenta columna. Silencio. Misterio de un silencio que parece expresarse. En seguida se juntan, se separan, comienzan a reparar las paredes de adobe. No hacen falta las palabras. Cada cual sabe qué debe hacer. Cuál es el sentido de cada gesto, de cada acto. Uno de ellos, uno en particular, parece haber nacido para conducirlos. Hombres y mujeres han llegado al lugar que les corresponde. Paciencia milenaria. Sabiduría que construye. Son ellos, una vez más. Los hombres de la tierra.

Mario Jorge Ferrari