domingo, 18 de noviembre de 2018

El príncipe del Malecón - Jesús Reinaldo Castillo Frau



Había escrito varias líneas. Hizo un gesto de contrariedad y estrujó el papel. Otro al montón. Un perro junto a sus pies levantó los ojos. “Tengo el tema, Ramsés, pero no encuentro el hilo conductor, el gozo que me envuelve en la magia. Lo mismo cuando te aturdes con un hueso sustancioso o las croquetas, o ese mareo sabroso que te causa la cerveza, ¿eh?” En la mirada del perro hay algo humano prendido en sus pupilas.  “Lo siento, amigo, esta madrugada es a café”.

Ha logrado escribir algunas páginas. Inmerso en el tema, suena el teléfono. Molesto quiebra la punta del lápiz y suelta una palabrota. El perro alza las orejas, bosteza.  El reloj marca pasadas las tres. “No creo que sea Celia. Sabe que estoy en un proyecto de novela. No cesa de invitarme a mitigar su soledad a coñac y bombones. No le basta una vez a la semana. Me gusta su compañía, sus reflexiones y sueños. Me ha regalado media biblioteca. Libros hasta con tapas de oro. Dice que un día será mía. La conocí persuadido por mi amiga Pilar”:

—Es una mujer culta, cincuentona, señorita todavía y forrada en plata —puso mucho énfasis en eso, como si yo fuera un desflorador de vírgenes ricas y desahuciadas, y continuó—: Llámala, no te vas a arrepentir. Está envuelta en un misterio raro.

—Quizás después, Pilar.

—Tu después es nunca. Esa mujer está clavada en una silla de ruedas. En unos minutos estás en su casa.

La llamé.

—Hola, soy el amigo de Pilar…

No me dejó continuar:

—¡El escritor!  ¡Bendito seas! Pilar me dijo maravillas de usted. Me gustaría conocerlo en persona. Lo invito a coñac y a bombones.

—Prometo visitarla tan pronto termine unos capítulos de novela.

Desde entonces no cesaron sus llamadas a cualquier hora. Extensas confesiones de sus frustraciones, del exilio de la familia, de la miseria de la vida sin amor, de sus estudios sobre la crisis ecológica y siempre la sentencia: “A lo mejor puedo resultar un personaje para usted”.

Compré un ramo de gladiolos y le avisé de mi visita.

Vivía frente al Malecón, en un edificio de cinco plantas, de paredes descoloridas por los efectos del salitre y los mil dedos del viento. Las olas golpeaban contra el muro. Algunas gotas me alcanzaban en el rostro y se deshacían como besos de sal. En la puerta del elevador un rústico cartel gritaba: ¡ROTO! Tuve que ascender por una escalera de madera en forma de caracol, quejosa y alumbrada por una bombilla de poco voltaje.  Llegué con vértigos frente a la puerta 5A. Se me fue un suspiro hondo antes de llamar.  Me abrió una mujer vestida de domingo sobre una silla de ruedas. Por un instante quedamos mirándonos. Era delgada, rubia sin artificios. De una belleza rara. En mí habrá visto a un sesentón, huesudo, de bigote y cabello canos. Le ofrecí los gladiolos y un beso en la mejilla.

—¡Qué amable! Gracias. No recuerdo un gesto igual. Pase y siéntese. Esa escalera no cree en edades. Aunque usted no aparenta la edad que me dijeron. Enseguida lo atiendo.

Fue hacia otra pieza y regresó con una botella, dos vasos y una caja de bombones.

—La ayudo.

—Gracias. Se lo prometí: Coñac y bombones. Brindemos.

—Puede tutearme. Los amigos me llaman Chago.

Chocamos los vasos.

—Pilar me ha hablado mucho de usted…, de ti, de tus libros. Me gustaría leer algunos. Dice que son estampas de personajes mágicos, maravillosos. Me imagino una mezcla Carpentier-García Márquez.

—Algunos críticos han sido severos en ese sentido.

—Es absurdo: todos los artistas beben de la misma copa.

—También de ambiguo.

—Es su problema. Que se acostumbren a la dificultad del pensar.

Continuamos hablando de literatura. Comprobé que era una apasionada lectora y estudiosa de buscar soluciones extremas o bien definidas. Me atreví a preguntarle, provocarla, sobre el mundo actual.

—El mundo se ha vuelto muy feo. Y lo que me aterra, ya no es sólo la guerra, la hambruna, los conflictos sociales, es la crisis ecológica, los cambios críticos que están alterando la continuidad de nuestra especie.

Y me explicó de los grandes impactos de los ecosistemas, del aumento de la temperatura global. Esta vez no habrá arca de Noé que nos salve.

Hizo una pausa para un bombón y un trago de coñac. Me atreví a comentarle:

—Lo del arca de Noé es en el Génesis.

—Fue una metáfora, escritor. El contexto actual casi es apocalíptico. Hay regiones del mundo que han cambiado tanto que ya se hacen inhabitables.

—¿Y nuestro continente?

—Es el que más posibilidades tiene de una contribución positiva a la crisis ecológica: posee los más grandes bosques húmedos y reservorios de agua, una amplia biodiversidad, y hasta me atrevo a afirmar que inmensas extensiones para las cosechas.

—Un gran peligro por los intereses mezquinos y terrenales del hombre.

—¡Dios, la imagen de un mundo loco! —dijo, y vació el contenido de la botella en los vasos.

Me hizo un gesto para que la siguiera. Entramos en una pieza. Varios anaqueles con libros cubrían las paredes.

—Observe, Chago.

Obras de todo género y épocas. Un vendedor de libros pondría los ojos como monedas de plata.

—¡Un tesoro! —exclamé.

—He perdido algunos por préstamos. No se sienta aludido. Elija.

—Gracias. En estos instantes no tengo tiempo para la lectura. Estoy inmerso en una novela que no acabo de terminar.

Luego fue hacia una despensa y en sus manos otra botella de coñac. Y me invitó a la terraza frente al mar.

El Malecón semejaba un largo pez fosforescente herido por una luna de invierno. Los golpes de las olas habían ahuyentado a algunos visitantes. Otros se bañaban de espuma: enamorados, nómadas y obsesivos pescadores. Allí conoció a un hombre y hacían el amor sentados a horcajadas. Besos y lamidos salinos, y en las entrepiernas la penetración de un convulso pez. Oía cantos de sirenas, mientras el vientre se le hinchaba. El orgasmo, un gemido de mil gaviotas. Y quedaba tendida sobre el muro echando por el sexo pececillos, caballitos y estrellitas de mar… Sin dolor como un escape mágico. Después él la devolvía a la silla y la dejaba a la puerta del elevador. “Nunca quiere subir, ni dice su nombre y se aleja rumbo al mar o se pierde en esas olas que chocan y se levantan cuales castillos de espuma. Es el príncipe del Malecón”. Esto lo afirmó así, en presente.

Imaginaciones por los efectos del coñac. Aunque el Malecón es una mina de sucesos maravillosos y de leyendas increíbles.

Al filo del amanecer nos despedimos. Yo había atacado con más ganas los bombones sin menospreciar el coñac, claro. Esas piezas de chocolate siempre me hacían sentir infantil, nostálgico.

El teléfono ha timbrado seis veces. Escoge otro lápiz. Mira al perro. “No creo que sea Celia. Te gusta esa mujer, perro zalamero. No sé qué encuentras en su piel que lames y lames como ese fantástico hombre del mar”. Sabe que el brillo sensible en las pupilas de Ramsés es una señal. Son muchos años juntos.

Levanta el auricular.

—Sí.

Reconoce la voz de Pilar:

—Recibí una llamada de Celia. No me explico. Estoy en un temblor. Es mejor que vengas aquí a su casa.

—Tranquila. Voy para allá.

Por poco cae de la escalera. “¡Cuidado!”, dijo Pilar que lo esperaba en el último peldaño.

—¿Qué pasó?

—Cuando llegué la puerta estaba abierta. La llamo y la llamo y no responde. No me atrevo a entrar. Algo le ha ocurrido, Chago.

Tomó una mano de la mujer. Fría. Fueron directo al dormitorio. Pilar dio un grito.

—Se fue —dijo el hombre.

Sobre la silla de ruedas numerosos pececillos, caballitos y estrellitas de mar…


Jesús Reinaldo Castillo Frau

2 comentarios:

  1. Me gusta tu historia. Hacia tiempo que no leìamos algo tuyo, Alberto

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  2. ¡Ay Jesús!tanto tiempo sin leerte y vuelves con los pececitos de colores y mi protagonista de insomnio, como si hubiéramos escrito un cuento a dos manos. Me encantan esos orgasmos de colores y toda la historia.
    Pilar.

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