domingo, 13 de enero de 2019

La lealtad de los celtas - Olga Cortez Barbera

A mi hermano le gustaban los papagayos, las perinolas, las golosinas y jugar conmigo. Éramos muy unidos. A pesar de las bromas que me hacía, no era tanto mi disgusto. Su manera de ser desbarataba las “insalvables diferencias” y pronto volvíamos a nuestros juegos. Era menor que yo. Sin embargo,  su propósito fundamental era asumir el papel de hermano mayor. Me acompañaba a todas partes y me protegía de todo aquello que  pareciera un peligro. Más de una vez, cerró su puño amenazador cuando sintió que un compañero de clases me había visto con malos ojos, según su criterio.

En casa, éramos presa de las dificultades económicas, situación agobiante para papá. Su negocio de aves de corral, a la que se dedicó sin tener profundos conocimientos, corría pendiente abajo. Las gallinas enfermaban y morían. A pesar de eso, como eran tantas, podíamos seguir abasteciendo la demanda de huevos de las bodegas de la zona.  La situación lo obligó a tomar una decisión: despedir al ayudante en los corrales y repartidor de pedidos. No le quedó más que contar con mi hermano y conmigo.

Luego de la escuela y de almorzar, con una cesta de huevos cada uno y acompañados por nuestros perros, salíamos a cumplir con las encomiendas. Pero apenas lo hacíamos, en vez de regresar a casa, soltábamos las cestas  para jugar entre los matorrales.  Nos seguían Coqui y Camelo, nuestras mascotas, encantadas de que le dejáramos atrapar lagartijas e insectos. Eran inseparables. Comían, jugaban y dormían juntos; un dúo de ladridos frente a la presencia de extraños. Pero, apenas les acariciaban la cabeza, mordían su furia, al ritmo de sus alegres colas. Se convirtieron en las mascotas del vecindario. Era gracioso verlos correr detrás las bicicletas, con sus escándalos inofensivos. Los ciclistas no se asustaban y reían. A veces, se iban, quién sabe por cual camino  polvoriento. Papá aseguraba que siempre regresarían. Los perros eran agradecidos y leales, más aún si eran bien tratados. Por voluntad propia, nunca nos abandonaron.

Llegaron las fiestas navideñas y, con ellas, más pedidos. Papá deseaba contratar a alguien que nos ayudara. Le dijimos que podíamos con todo. Dudó un momento, pero  la realidad lo convenció. A cambio,  hizo una promesa: llevarnos a las patinatas decembrinas como premio.  En vísperas de Navidad, después de la “misa de gallos”, la gente salía de las iglesias y se quedaba en las calles para compartir con familiares y amigos. Niños y jóvenes lucían sus patines, entre maromas y carreras. Los adultos conversaban, bajo el aroma del café y el chocolate caliente.

La promesa entusiasmó a mi hermano. Dijo que me enseñaría a patinar, algo con lo que yo  había soñado siempre, por mucho que mi abuela insistiera en que los patines habían sido inventados sólo para el entretenimiento de los varones: “Una niña decente no debe hacer esas cosas”.  La ilusión nos estimuló a hacer nuestro trabajo como nunca. En vez de una cesta, llevaríamos dos cada uno, aunque el peso nos convirtiera en tortugas repartidoras. Los buenos propósitos quedaron a medias. ¿Cómo pretender que este par de niños no se distrajera?

A través de las puertas y ventanas abiertas, los maravillosos pesebres de cartón, con sus pequeñas casas y animales, nos detenían a cada paso. Bajo la estrella de Belén, José, María y los Reyes Magos esperaban la llegada del Niño Jesús. Los minutos pasaban sin sentirlo,  hasta que recordábamos que nos estaban esperando. Un atardecer, sufrimos un accidente.

Nos quedaba un pedido por entregar. Algo cansados, nos sentamos en la acera y comenzamos a hablar  sobre la situación  en casa.  A mi hermano no le importaba abandonar la escuela por ayudar a papá. Le dije que él no tenía la edad suficiente para asumir esa responsabilidad. Además, estaba segura de que mis padres no lo aceptarían. Aquella muestra de buena voluntad, me hizo verlo menos niño. Nos levantamos. Ya cerca de la bodega, pisé mal y caí, dándome un fuerte porrazo. Mi hermano reía a carcajadas. Cuando vio que lloraba, dejó de reír y  limpió los raspones de mis rodillas.

—No llores más—dijo—. Mamá te pondrá algo y te sentirás mejor.

Me le quedé mirando.

—¿Y si nos castigan y no nos llevan a las patinatas?—pregunté.

—No importa, iremos el año próximo.

Más que el dolor, era la rabia de papá lo que me preocupaba.

—¿Te imaginas cómo se pondrá?

Mi hermano pensó unos segundos.

—Vamos a hacer algo... Le diré que los huevos se me cayeron a mí.

—¿A ti, estás loco?

—No. ¿Acaso no ves que tu hermano es muy valiente?

Nos reímos, mientras mi amor y mi admiración crecieron tanto, que parecían brotar por los poros de mis sentimientos. Supe que nunca podría amarlo más, y que se ganaba mi lealtad eterna. ¡Lealtad! Esa palabra me hizo recordar una de las historias de Ma´Celina, mi bisabuela de los cuentos, la del Coco, la Sayona, el Silbón, los monstruos y los fantasmas; sin dejar de incluir a las princesas y los finales felices. Sentí que ella estaba a mi lado, hablándome sobre el juramento de los celtas:

"Las tribus celtas habitaron Europa unos ochocientos años antes de la era cristiana. Estas tribus celebraron un tratado de paz con Alejandro Magno, el célebre macedonio que realizaba una campaña militar en la zona. Los celtas juraron que esa alianza duraría hasta que el cielo se desplomara. Mil años después, ellos usaron la misma fórmula para confirmar su palabra de honor: Nosotros guardaremos fidelidad, a menos que el cielo se caiga y nos aplaste o que la tierra se abra y nos trague o que el mar se eleve y nos sumerja".   

Casi las mismas cosas que yo quería decir. Mi hermano era un ser especial. Por eso, aquella tarde juré, en secreto, que mi alianza con él quedaría estampada por mil sellos de sangre y que subsistiría hasta que el cielo se desplomara. No conforme, agregué algo más: Mi lealtad durará hasta que la muerte nos separe. No recordaba donde había escuchado esa expresión, pero me pareció perfecta, y que era lo menos que podía ofrecer a un hermano como él. Caminamos en silencio. Él pensaba, quizás, en el castigo que recibiría. Yo, en lo que acababa de suceder. Ese acontecimiento significó más de lo que pude suponer entonces: entre villancicos y huevos rotos, dejamos de ser niños. 


Olga Cortez Barbera


El sexto sentido - Pilar Galindo Salmerón

Nada más salir del ascensor me asaltan los olores antiguos, los que aguardan dormidos en el trastero de la memoria y nos traen la añoranza de un tiempo aniñado y feliz. Mamá está en la cocina, rodeada de pucheros que borbotean y cazuelas que, a fuego lento, van forjando el sabor de la Navidad.
—Qué bien huele mami, qué rico.
—¡Otra vez Navidad, hija! No nos da tregua, apenas hemos retirado los adornos y las luces, hay que empezar de nuevo.
—Qué sosa, mamá, con lo que a mí me gustan estas Fiestas, tú antes no eras así…
—No pasa nada, hija, me sigue gustando el ambiente familiar, el jolgorio; el belén, la cena, los regalos…Lo que pasa es que llevo muchas Navidades encima y, a veces, me pesan ¿No han venido los niños?
—Ahora los trae Juan, me he adelantado para ayudarte.
—Pues ve poniendo la mesa, saca la vajilla buena y el mantel blanco bordado.
Llega Quico con sus hijos. Esta Noche Buena están con él y el final de año lo pasarán con su madre. Me da pena de ese –te toca, me toca— espero que los chiquillos lo lleven bien. Aunque los padres ya no tengan un proyecto común, los hijos siempre serán comunes. Siempre.
Cada timbrazo nos trae un nuevo comensal. Las botellas, metidas en el cubo con hielo, se remueven incomodas y unen su queja al roce cristalino de las copas, el desfile de platos desde la cocina a la mesa parece interminable. Alguien refunfuña —todos los años igual, ¡pero si ya no cabe nada más!— Nos vamos sentando. Separamos un poco las sillas para que no quede ningún hueco. Antes, sentarse era como emparedarse, estábamos tan pegados que había que encoger los codos para no meterlos en el plato de al lado. Falta mamá, como siempre y, como siempre, todos gritamos a la vez
—Mamá, ¿vienes?
— Abuela, no seas pesada…
Por fin llega con la última fuente en las manos, ocupa su sitio de todos los años, al lado está Loreto, mi hermana, que desde que falta el abuelo se sienta ahí para jalear a la anciana cuando suspira —porque él ya no está.
Berni acaba de llegar, sin quitarse el abrigo, pasa a saludar a la abuela. El vozarrón recién estrenado del chico, su aspecto, remueve en la anciana la herida aún sangrante de la ausencia del hijo
—Bernardo, qué guapo estás, eres igual que tu padre, mi pobre hijo…
El silencio dura solo un instante, todos hablamos a la vez: —Berni ha crecido en dos días, está hecho un hombre, seguro que anda ennoviado y por eso llegó tarde…
—A quien en realidad se parece tu nieto es a su abuelo. Menudo lujo de marido has tenido mamá: alto, con ojos de pícaro, ese pelo blanco tan bonito que se gastaba…ya quisiéramos nosotras, haber pescado un tipo así.
Ha estado oportuna Loreto, en cuanto a mamá se le habla del buen aspecto de su marido se derrite de gusto y pasa a contar las novias que dejó por ella y como lo mimaban las madres de sus amigas. Se ha salvado el escollo. Pero la noche acaba de empezar y está empedrada de costumbres, de ritos y gestos que van a sucederse sin remedio.
 Ahora soy yo quién se deja arrastrar por la añoranza de Bernardo, el hermano con el que tantas cosas compartía; envuelta en el aroma de su pipa, (tan real para mí que me escuecen los ojos con el humo), siento el roce áspero de su barba, la fuerza de su abrazo que parecía fundirme a él, a su bonachona humanidad ¿Cómo es posible que no esté? ¿Qué hacemos aquí nosotros, mutilados por tantas ausencias? Me sorprende la voz de Quico —A ver, que va de chiste— Qué valiente, atreverse a ocupar el lugar del chistoso oficial; otro que emigró a ese lugar donde, esperamos, no haya dolor ni aflicción. Nosotros debemos ahora reír con Quico, que empieza por un …pues esto era… Entonces salgo de mi melancolía y entro en acción. Es mi turno, siempre comento las bromas, explicándomelas a mí misma en voz alta, porque soy algo lenta de reflejos.
—Venga Tere, suelta tu versión, que no se diga
Lo hago lo mejor que sé. Y reímos, la risa trae alegría, el champán chisporrotea en la cabeza. Observo a mi madre; tiene la mirada baja, parece contar las flores del mantel.
—Mamá, tienes que estar muy cansada, vete a acostar. Nosotras quitamos esto. Reparto general de besos, mirada húmeda la dirigida a Berni, porque es igual, igual que su hijo.
Todos los sentidos se alertan en Navidad: las luces que titilan en cada rincón, los villancicos, el choque de las copas, los sabores viejos, el olor a tabaco de pipa, el tacto áspero, suave o húmedo de las mejillas… Pero este entramado casi milagroso que sostiene la Noche Buena y consigue que nuestra cena no naufrague en lágrimas, eso es cosa del sexto sentido.
Pilar Galindo Salmerón

Dos bicicletas en el camino - Alberto Fernández


Dos bicicletas en el camino. Ella vestida de novia. Él con el torso desnudo cubierto apenas por un jaquet, pantalón, zapatos de charol. El solitario camino era como una cinta transportadora donde ellos quedaban quietos y se movía el paisaje. Llegar a la iglesia para casarse. Él la pensaba desnuda y con el deseo de poseerla. Ella con la idea de su casita, cama de sábanas blancas de hilo perfumadas, los niños en el parque y en los columpios mientras regaba la sed de las margaritas. Es pronto, aún falta la consagración divina de la eternidad del amor. Las flores, la entrada triunfal con los acordes de un órgano en la ejecución de la marcha nupcial. La simbólica entrega de los anillos. El beso. Para él, reclamado por su urgencia debía ser ahora, se lo exigía el ignorado motor.
El entorno los registraba a cada momento, no desistía de mirarlos. Animales de pastoreo no hubieran permitido detenerse y hacer el amor en su mesa de comida. Era urgente marchar para consagrarse.
Primavera. Las flores seleccionaban a quienes las visitaran hasta hallar un hermoso fecundador: por su belleza o su talento. Lucir colores para atraer la ansiedad de la glucosa.
Ella rodeada de un hálito de futuro. Sábanas perfumadas de lavanda, bebés libando de sus pechos junto al regalo de su calor de vida.
Él se mantuvo en la ceremonia hasta el final, por respeto, por tradición, hasta que un impulso de la naturaleza lo condujo a su burdel habitual. Allí se confesó y comulgó hasta  la madrugada hora en que se satisfacen las angustias o se exacerban los deseos.
Ella lo aguardó envuelta en sus sábanas blancas de hilo perfumadas.

Alberto Fernández