domingo, 23 de junio de 2019

Sus manos - Olga Cortez Barbera

Llegó una mañana cualquiera. Otro empleado más en el consorcio en auge. Un “Bienvenido” de mi parte era suficiente. Que él se encargara de lo suyo, que yo tenía con lo mío. En el desbarajuste de lo que era mi vida desde que me casé y tuve hijos, no había espacio para entrar en detalles sobre el personal que entraba y salía de la empresa. Con pocas horas de dormir, llegaba agotada a la oficina y volvía a casa, poco más o menos, a rastras, luego de batallar con las complejidades de mi cargo y, al final, por un puesto en el autobús. Después, el tiempo se achicaba entre la cocina, el lavaplatos, la lavadora y acostar a los niños. Finalmente, con el deseo de caer en la cama y no abrir los ojos hasta el otro día, tener que sucumbir a los compromisos maritales, cuando el dolor de cabeza ya no funcionaba. No era falta de amor, era exceso de cansancio. Frente a mis respuestas fingidas, el romanticismo, que una vez nos uniera a mi esposo y a mí, comenzó a alejarse.
Así las cosas, Alejandro Santiago, el empleado recién llegado, bien podía caer preso de convulsiones a mis pies que, posiblemente, ni me enteraba. No obstante, poco a poco, fue atravesando los umbrales de mi mente, cuando percibí que me veía de continuo. Al principio, disimuladamente; más tarde, sin reservas. Yo sentía la mirada desde su escritorio, en el comedor, a la salida, en los pensamientos. Eso me incomodaba. Supuse que se había dado cuenta de mis fachas: nada a la moda, cero maquillajes. Aunque en mi agenda no tenía la más mínima intención de resultar atractiva, la vanidad no se hizo esperar. Me propuse mejorar mi aspecto. Incluí algunas cosas nuevas en el ropero y usé los labiales que estaban abandonados. Frente al espejo, se elevó mi autoestima. Cuando llegué a la oficina y vi su sonrisa, me agradó. Creí que, con esto, acababa la historia.
No. Paulatinamente, se fue acercando, con pequeños comentarios y algunas golosinas. Desde mi perspectiva, a los días, pensé que no era correcto y se lo hice saber:
-Señor Alejandro, no tiene por qué andar obsequiándome nada.
-Señora Palacios, ¡qué pena! No intento ofenderla. Tómelo como una atención de compañero de trabajo. Pero si le molesta, no lo haré más.
-Agradecida.
Se limitó al saludo. Entonces, lamenté su cortesía distante, pero como yo era una mujer casada, no hice nada por cambiar las cosas. Sin embargo, algo comenzó a lamer las paredes de mi estómago, cada vez que lo encontraba. “¿Acaso me estoy volviendo loca?”. Con la voluntad de los prejuicios, me enfrasqué en el trabajo y en las labores del hogar, tratando de apartar los pensamientos erróneos. Quise tomar mis compromisos de esposa, con la furia de las tormentas, para doblegar mis remordimientos. Intentos vanos: “Querida, ahora no”. El amor se nos había ido lejos. A pesar de todo, como a una casta doncella, le puse un cinturón de castidad a la pasión sin remedio, aunque por las noches diera vueltas en la cama y durmiera cada vez menos. 
Pero a la pasión no la detienen diques, murallas, ni fidelidades. Basta una brizna para atizar el fuego más intenso. La brizna vino con mi cumpleaños y un ramillete de flores:
-Buenos días, señora Palacios. Tenga usted un lindo día y reciba, por favor, este insignificante presente.
-Muy amable de su parte.
Se acercó un poco más. Su aliento era cálido y su mirada contenida. Tomé el ramo. Me fijé en sus manos. Varoniles, cuidadas y fuertes. Se me antojaron sensuales, únicas, pecadoras. Capaces de avivar llamas latentes, casi extinguidas. De explorar nuevas rutas corporales y sensaciones secretas. De llevar a abismos insondables, sin posibilidad de retorno. El ramillete hervía en mis manos congeladas. Flores exóticas, como el amor en los sueños inconfesables. Quise ser como ellas y, sin reservas ni prejuicios, abrir mis pétalos, sin importar las consecuencias. Deseé volverme lava entre sus manos.
Olga Cortez Barbera



Imagen de Phan Minh Cuong An en Pixabay  / Imagen de Kalman Kovats en Pixabay



La prueba - Pilar Galindo Salmerón


Me llamo Patricio y quiero ser periodista deportivo. Como ustedes comprenderán, no voy a firmar mis crónicas con ese nombre tan antiguo, así que llámenme Patri, por favor.
Mañana tengo un examen, es la madre de todos los exámenes.
No puedo fallar, es mi última oportunidad.
Cuando le dije a mi padre que quería estudiar periodismo, se quedó muy sorprendido.
–Pero si a ti no te van las letras, Patri, ni siquiera te gusta leer.
–Quiero ser periodista deportivo, papá, estaré al tanto de todas las competiciones, me pondré al día del mundillo deportivo, no te preocupes, estoy seguro de lo que quiero.
Don Augusto es el profesor más hueso de los que tenemos en el curso. Nos da Lengua y Literatura. El primer día de clase, nos dijo que los periodistas que salen de su aula son buenos profesionales, porque llevan un bagaje cultural que los coloca a la altura de los mejores. Este profe da unas clases muy amenas, se ve que es un enamorado de su asignatura. También le gustan mucho las citas, demasiadilla verán, ya verán.
Primer examen:
–Escriban libremente sobre la autora de estos versos: “Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis”
–Pista: quien escribe es una monja, allende los mares, y adelantada a su tiempo.
Recordaba que don Augusto había comentado esa poesía con mucho entusiasmo, por cierto, pero de ahí a saber quién la había escrito, había un trecho. Pensé y repensé sobre la pista de que se trataba de una monja, porque eso de los mares, no me decía nada. Recordé a Santa Rita, abogada de lo imposible, pero de ella no había hablado el profesor, así que no podía ser. Entonces me vino la inspiración. ¡Teresa de Jesús! No podía ser otra, y sobre ella escribí lo que sabía, que no era mucho, pero sí lo suficiente para aprobar.
Cuando el Prof. me entregó el examen corregido, vi en la primera hoja un dos, encerrado en un círculo rojo. Y algunos comentarios:
–Lástima que la autora de los versos sea sor Juana Inés de la Cruz, porque de Teresa de Ávila –no allende los mares– si sabe usted algo. Le aconsejo que estudie a Sor Juana, es la primera feminista, ahora su obra estaría de moda.
No me desanimó este primer suspenso, el curso acababa de empezar, ya tendría tiempo de superarlo. Mi padre, en cambio, no pensaba lo mismo.
--Ya te dije yo, que lo tuyo no son las letras, Patri, vas a tener problemas.
Para evitarme los problemas que auguraba mi padre, empecé a preparar unas fichas de datos, sacados de Internet, de los autores que don Augusto consideraba imprescindibles. Al mismo tiempo, busqué sinopsis de las obras que él había recomendado leer. Eran tantas, que ni aún dedicándole a la lectura todas las horas del día, habría podido abarcarlas. Les dejo una muestra, ustedes juzgarán.
Las ya citadas Sor Juana Inés y Teresa de Jesús, Fray Luis de León, Quevedo, Larra, Menéndez Pidal, Clarín, Unamuno, Ortega, Juan Ramón Jiménez… y como recomendación especial, “El Principito”, un libro, según el profe, lleno de belleza y sabiduría.
Segundo examen:
–Escriban libremente sobre el profesor que empezó su clase, después de una larga ausencia, con esta frase: “Como decíamos ayer”. Pista: Fue pronunciada en la Universidad de Salamanca, en el aula que hoy, lleva su nombre.
Esta vez me pareció que no era tan difícil dar con el autor de la frase, por supuesto, no me acordaba de quién la dijo, pero con la pista de la Universidad de Salamanca, en seguida pensé en Unamuno, que fue rector en esa universidad y lo largaron de allí por motivos políticos. Es lógico que al volver, para no meterse en líos, dijera a modo de saludo –como decíamos ayer– que es igual que decir –borrón y cuenta nueva–.
Cuál no sería mi desilusión, cuando vi un cero encerrado en el correspondiente círculo rojo al darme los folios el profesor.
–Lo que usted ignora Patricio, lo saben todos los japoneses que vienen con sus maquinitas a hacerse fotos en el aula de Fray Luis de León.
A grandes males, grandes remedios, me preparé el tema del dichoso fraile y me fui a ver a don Citas, se había ganado el apodo.
Le dije al profe que no me parecía justo que el hecho de no recordar una frase, llevara al suspenso, sin tener en cuenta si me sabía o no el tema.
Don Augusto me miró con sus ojos siempre empañados, como cercanos al llanto y dijo.
 –Yo no quiero que usted sepa unos cuantos datos de los escritores que estudiamos, quiero que puedan penetrar, aunque solo sea un poco, en sus almas. De ahí las citas, que dicen de ellos más que unas cuantas fechas. Siento que usted no lo vea así.
Cuando me vi cerca del tercer examen, amplié mis apuntes con todo aquello que pudo decir el personaje en cuestión y que quedara para la posteridad. También releí las sinopsis, buscando esa frase peliaguda que podía poner el profesor la próxima vez. Yo no podía hacer más.
Tercer examen:
–Escriban libremente sobre el autor de este verso: “No la toquen ya más, así es la rosa”.
–Pista: además de gustarle las rosas, era amigo de un borrico de pelaje plateado.
Como ya era habitual, no sabía a quién pertenecía el verso de la rosa. Sin ponerme nervioso empecé a repasar mentalmente todas las clases que nos había dado don Augusto y solo me aparecía una rosa.
En la historia del Principito, ese chaval que se cambió de planeta a causa de una rosa con la que se había enfadado. Y luego volvió a toda prisa para cuidarla. Podía cuadrar. Pensando en la pista, me acordé que en esa historia salía una serpiente y también otro animal que era amigo del Principito, ¿por qué no podía ser un borrico? Pensé que no tenía mala pinta. No obstante, volví a pensar, volví a repasar y a concentrarme. Nada rechinaba, todo en orden, esta vez acierto –me dije–.
Esperaba con impaciencia el día en que el profe diera las notas. Empezó, como siempre, a repartir los exámenes calificados. Me dejó para el final. Estábamos él y yo solos en la clase. Me extendió el papel, mirándome fijamente.
Esta vez, se trataba de Juan Ramón Jiménez. Tenía un cero enorme, sin círculo alrededor. Lo miré desconcertado.
–Usted quiere ser periodista deportivo ¿verdad?
–Sí señor, le contesté sin saber qué pensar.
–Dígame, Patricio, ¿por qué Cristiano no para ahora ningún balón, ni aunque le venga a las manos?
No pude menos de sonreír y decirle al profesor que Cristiano no era portero.
–Cómo se ve que no le gusta a usted el fútbol.
Don Augusto me miró muy serio y me dijo:
–Ni a usted la Literatura.
Me quedé mudo, fue él quien habló, me señaló lo que había escrito en el examen, además del 0.
–Estos dos libros se los lee usted enteros, Patricio, enteros ¿Me entiende?
–En el caso de que quiere presentarse al examen de septiembre.
Sí, señor –atiné a decir mientras leía: Platero y yo, El principito–. Que me llamen Patricio, me da mal fario.
Esta broma del deporte me ha hundido
¿Qué me dicen ustedes, tienen razón mi padre y don Augusto? ¿Sigo erre que erre con lo mío?

Pilar Galindo Salmerón