Llegó una mañana cualquiera. Otro
empleado más en el consorcio en auge. Un “Bienvenido” de mi parte era
suficiente. Que él se encargara de lo suyo, que yo tenía con lo mío. En el desbarajuste
de lo que era mi vida desde que me casé y tuve hijos, no había espacio para
entrar en detalles sobre el personal que entraba y salía de la empresa. Con
pocas horas de dormir, llegaba agotada a la oficina y volvía a casa, poco más o
menos, a rastras, luego de batallar con las complejidades de mi cargo y, al
final, por un puesto en el autobús. Después, el tiempo se achicaba entre la
cocina, el lavaplatos, la lavadora y acostar a los niños. Finalmente, con el
deseo de caer en la cama y no abrir los ojos hasta el otro día, tener que
sucumbir a los compromisos maritales, cuando el dolor de cabeza ya no
funcionaba. No era falta de amor, era exceso de cansancio. Frente a mis
respuestas fingidas, el romanticismo, que una vez nos uniera a mi esposo y a mí,
comenzó a alejarse.
Así las cosas, Alejandro Santiago, el
empleado recién llegado, bien podía caer preso de convulsiones a mis pies que,
posiblemente, ni me enteraba. No obstante, poco a poco, fue atravesando los
umbrales de mi mente, cuando percibí que me veía de continuo. Al principio,
disimuladamente; más tarde, sin reservas. Yo sentía la mirada desde su
escritorio, en el comedor, a la salida, en los pensamientos. Eso me incomodaba.
Supuse que se había dado cuenta de mis fachas: nada a la moda, cero
maquillajes. Aunque en mi agenda no tenía la más mínima intención de resultar
atractiva, la vanidad no se hizo esperar. Me propuse mejorar mi aspecto. Incluí
algunas cosas nuevas en el ropero y usé los labiales que estaban abandonados. Frente
al espejo, se elevó mi autoestima. Cuando llegué a la oficina y vi su sonrisa,
me agradó. Creí que, con esto, acababa la historia.
No. Paulatinamente, se fue acercando,
con pequeños comentarios y algunas golosinas. Desde mi perspectiva, a los días,
pensé que no era correcto y se lo hice saber:
-Señor Alejandro, no tiene por qué andar
obsequiándome nada.
-Señora Palacios, ¡qué pena! No intento
ofenderla. Tómelo como una atención de compañero de trabajo. Pero si le
molesta, no lo haré más.
-Agradecida.
Se limitó al saludo. Entonces, lamenté
su cortesía distante, pero como yo era una mujer casada, no hice nada por
cambiar las cosas. Sin embargo, algo comenzó a lamer las paredes de mi estómago,
cada vez que lo encontraba. “¿Acaso me
estoy volviendo loca?”. Con la voluntad de los prejuicios, me enfrasqué en
el trabajo y en las labores del hogar, tratando de apartar los pensamientos
erróneos. Quise tomar mis compromisos de esposa, con la furia de las tormentas,
para doblegar mis remordimientos. Intentos vanos: “Querida, ahora no”. El amor
se nos había ido lejos. A pesar de todo, como a una casta doncella, le puse un
cinturón de castidad a la pasión sin remedio, aunque por las noches diera
vueltas en la cama y durmiera cada vez menos.
Pero a la pasión no la detienen
diques, murallas, ni fidelidades. Basta una brizna para atizar el fuego más
intenso. La brizna vino con mi cumpleaños y un ramillete de flores:
-Buenos días, señora Palacios. Tenga usted un
lindo día y reciba, por favor, este insignificante presente.
-Muy amable de su parte.
Se acercó un poco más. Su aliento era
cálido y su mirada contenida. Tomé el ramo. Me fijé en sus manos. Varoniles, cuidadas
y fuertes. Se me antojaron sensuales, únicas, pecadoras. Capaces de avivar llamas
latentes, casi extinguidas. De explorar nuevas rutas corporales y sensaciones
secretas. De llevar a abismos insondables, sin posibilidad de retorno. El
ramillete hervía en mis manos congeladas. Flores exóticas, como el amor en los
sueños inconfesables. Quise ser como ellas y, sin reservas ni prejuicios, abrir
mis pétalos, sin importar las consecuencias. Deseé volverme lava entre sus
manos.
Olga Cortez Barbera
Imagen de Phan Minh Cuong An en Pixabay / Imagen de Kalman Kovats en Pixabay
Muy bien narrado. Me deja con ganas de saber más.
ResponderBorrarPeligrosa situación para esa mujer que necesita la coquetería y la admiración para despertar, al final tendrá que caer en esas manos tan varoniles, muy real Olga, las mujeres somos contradictorias. Me ha gustado.
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