A mis cuatro décadas, el éxito es el saldo de mi
entrega. Si siembro una planta, es porque ya me especialicé
en obtener fruto. Cuando dije a mi Aurora que la amaba, ni ella era capaz de
describir cómo mi corazón latía de fuerte. A menudo, me adeudo con el
tiempo por exigirme demasiado. Heme aquí llorando la muerte de mi esposa.
Viéndolo así, ¿por qué ha muerto? ¿Acaso no la he querido con locura? Cada día
le entregué mi amor en cada beso, el más puro. Y ahora, ¿qué haré
para llevar la casa? ¿A dos hijos dependientes de sus mimos? Todos somos
dependientes de ella: las rosas del jardín, el movimiento en la cola de
Mariposa, el aroma que escapa de la estufa, las voces de Enriqueta, la
vecina. Mi voluntad huyó con la de ella. No sé dónde guardé la ambición
para alcanzar la alegría que necesito. Todos acostumbrados a su afán para
amanecer feliz cada alborada. Y se ha ido. Se fue, a pesar del
pronóstico de los tres oncólogos: con los sueros resolveremos el
problema. Duró un mes. No me conformo con la simpleza del “después”, de las
dolencias que llegarían. Ocurrió ayer en la noche. No hubo velatorio, ¿para
qué? Si, santa como era, quiso que esparcieran sus cenizas en el
mar. Lo haremos el domingo, después de la boda de Carmela, la hija del carpintero
del barrio. Hoy no pude levantarme por pereza, pero los niños
me halaron de los brazos. Me avergüenzo de mirarles sus caritas. ¿Si pudiera
cambiar la situación? Ella sí sabría qué decir, ¡estoy seguro! La Rosita se
empeñó en que hiciera sus coletas, es cincoañera; ¿la podré contradecir? El
varón está furioso, —imagínate, él cree que le han mentido. No satisfecho me ha gritado: si no vas a
trabajar, avisas, para yo buscar comida. Está grande, hoy le vi una
sombra por bigotes. La mariposa ha tapado sus ojos con las patas
delanteras. Está echada adonde siempre, al aguardo. No duerme,
porque yo conozco sus mañas de trepar a la cama nada más que se despierta. Mi
suegra, después del primer ultrasonido, no volvió. Ya no nos reconoce. La
han visto afuera de la iglesia arrodillada. Tengo quince contratos para el mes.
Dicen que mi patrón está rezando. De la casa me sacó el viejo Alberto, el
arquitecto; dice que su hija ha jurado que no se casa hoy, sin el
Mariachi. Cuando le sugirió buscar a otro, ¡pues no habrá
casamiento! —amenazó. Voy a trabajar. Mi voz cobrará en acorde la ternura.
Nuestras almas, juntarán en coro melodía. Deshabitaré el dolor del
corazón ¿qué puedo inventar? Yo no sé hacer otra cosa. Porque tengo que
llenar la alacena de los niños y… ¡mi dolor!, mi dolor no tiene cura. ¿Cómo voy
a destrozar el contrato en que laboro?
Idania Pérez