martes, 11 de diciembre de 2018

El mariachi - Idania Pérez


A mis cuatro décadas, el  éxito es el saldo de mi entrega. Si  siembro una planta,  es porque ya me especialicé  en obtener fruto. Cuando dije a mi Aurora que la amaba, ni ella era capaz de describir cómo mi corazón latía de fuerte. A menudo,  me adeudo con el tiempo por exigirme demasiado. Heme aquí llorando la muerte de mi esposa. Viéndolo así, ¿por qué ha muerto? ¿Acaso no la he querido con locura? Cada día le entregué mi amor en cada beso, el más puro.  Y ahora, ¿qué haré  para llevar la casa? ¿A dos hijos dependientes de sus mimos? Todos somos dependientes de ella: las rosas del jardín, el movimiento en la cola de Mariposa,  el aroma que escapa de la estufa, las voces de Enriqueta, la vecina. Mi voluntad  huyó con la de ella. No sé dónde guardé la ambición para alcanzar la alegría que necesito. Todos acostumbrados a su afán para amanecer feliz cada alborada. Y se ha ido. Se fue,  a pesar  del pronóstico de los  tres oncólogos: con los sueros resolveremos el problema. Duró un mes. No me conformo con la simpleza del “después”, de las dolencias que llegarían. Ocurrió ayer en la noche. No hubo velatorio, ¿para qué? Si,  santa como era,  quiso que esparcieran sus cenizas en el mar. Lo haremos el domingo, después de la boda de Carmela, la hija del carpintero del barrio.  Hoy no pude levantarme por  pereza,  pero los niños me halaron de los brazos. Me avergüenzo de mirarles sus caritas. ¿Si pudiera cambiar la situación? Ella sí sabría qué decir, ¡estoy seguro! La Rosita se empeñó en que hiciera sus coletas, es cincoañera; ¿la podré contradecir? El varón está furioso, —imagínate, él cree que le han mentido.  No satisfecho me ha gritado: si no vas a trabajar, avisas,  para yo buscar comida. Está grande,  hoy le vi una sombra por bigotes. La mariposa ha tapado sus ojos con las patas delanteras.  Está echada adonde siempre, al aguardo. No duerme,  porque yo conozco sus mañas de trepar a la cama nada más que se despierta. Mi suegra, después del primer ultrasonido, no volvió.  Ya no nos reconoce. La han visto afuera de la iglesia arrodillada. Tengo quince contratos para el mes. Dicen que mi patrón está rezando.  De la casa me sacó el viejo Alberto, el arquitecto; dice que su hija ha jurado que no se casa hoy,  sin el Mariachi. Cuando le sugirió buscar a otro,  ¡pues  no habrá casamiento! —amenazó. Voy a trabajar. Mi voz cobrará en acorde la  ternura. Nuestras almas,  juntarán en coro melodía. Deshabitaré el dolor del corazón ¿qué puedo inventar?  Yo no sé hacer otra cosa. Porque tengo que llenar la alacena de los niños y… ¡mi dolor!, mi dolor no tiene cura. ¿Cómo voy a destrozar el contrato en que laboro?
Idania Pérez

domingo, 9 de diciembre de 2018

Soy el lento prisionero de este tiempo - María Zulema Chervaz


“Vi tumbas… En todas ellas creí ver escrito este epitafio:
Tu “Hoy” ha sido mi “Ayer”;
Mi “Hoy” será tu “Mañana”;
Que aquí toda gloria es vana
De mi “Ahora” has de aprender.
¿Qué fue, di, mi amanecer
De arrebol y claridad?
¿Qué fue mi felicidad?
Conjunto de falsedades;
Vanidad de vanidades;
Todo ha sido “Vanidad”.

Teodoro Chervaz

¡El tiempo! ¡El tiempo! Tema que siempre la había preocupado. Tanto como la cuestión de la libertad. Nunca supe por qué para ella eran tan importantes…
¿Qué es el tiempo? Se preguntaba. ¿Estoy yo pasando por el tiempo o es él el que pasa por mí? ¿Quién es prisionero de quién? ¿Quién es lento o rápido en este ámbito?
Sentía que los acontecimientos se sucedían en un permanente círculo de pasado, presente y futuro. Ya está, el pasado no me pertenece, se decía, ¡y pensar que hace milésimas de segundos era mi presente!
Sus reflexiones profundizaban sin llegar a ninguna conclusión. Ella lo consideraba imposible. Era muy jovencita y la vida ya le había deparado sufrimientos que la ayudaron a madurar. Después de adulta, agradecía a Dios haber sido probada de esa manera. En la fragua se forjan los metales. En el dolor, las personas.
A pesar de sus años adolescentes, comprendía que, sobre lo único que podía decidir, era sobre el presente, instante fugaz que se convertía en pasado “¡ya!” y que abría un futuro, del cual sería responsable según la decisión que tomara en ese segundo del que era dueña. Así, aprendió a aceptar lo sucedido y a responsabilizarse por lo bueno o lo malo que hubiera ocurrido debido a sus elecciones.
La muerte de su padre le había arrancado las ilusiones vanas de soñadora con un mundo lleno de magia. La visita diaria a su tumba durante el primer año de su ausencia definitiva, la enfrentaron a realidades más profundas y, después de lágrimas derramadas en abundancia, estuvo en condiciones de decidir la aceptación de lo irremediable y de encontrarse preparada para darse cuenta de lo que importa y de lo que no importa.
En esas visitas al Cementerio solía escribir. En aquel entonces, ¡y hace tanto tiempo!, en su cuadernito de poesías propias de aquella edad, dejó ésta:

Tiempo

Extraños e incomprensibles círculos
Se cierran sobre el humano…
Círculos concéntricos que sostienen un abismo
Círculos de horas, correr de tiempo,
Persiguen al hombre que, desesperado,
Trata, en afán loco, de detenerlos.
Pero… ellos continúan con su negro vértigo
Diciendo solamente: tiempo – tiempo – tiempo.
Minutos, segundos, que han pasado
Y que, por lo tanto, no son más que historia,
Acosan al débil ser que no ha logrado,
A pesar de su ciencia,
Impedir su avance, detener su obra destructora.
Pasado, Presente, Futuro…
Vuelven a repetirse en terrible eco;
Pasado que no vuelve;
Presente que se vive y que, al instante, desaparece;
Futuro desconocido…
Y… ¡De repente!
El presente es pasado,
El futuro, presente,
Para luego y, nuevamente,
Volver al pasado, entrar en presente,
Esperar lo futuro que no se comprende,
Y continuar en un círculo…
Vivir en el tiempo…
En ese algo etéreo
Que rige el Universo.
Seguir adelante, continuar corriendo,
Tratar de volar, de detener el tiempo,
Locura del hombre que no entiende
Que detener el tiempo es detenerse él,
Porque el hombre es cerrado círculo de Tiempo.
                                                                                                                                                                                    María Zulema Chervaz

Después de años transcurridos, de vida vivida, de esperanzas renovadas, de alegrías compartidas, de dolores llorados, ha concluido: Sólo soy dueña de este momento presente, el pasado ya no es y el futuro aún no me pertenece; tampoco sé si me pertenecerá. Seré feliz y agradecida por este instante presente.

Pido "Pido" - María Zulema Chervaz

“Dónde ha quedado el tiempo
de la inocencia
la mezquindad del hombre
la desintegra
y los juegos de rondas
ya no se encuentran”

(“Dónde ha quedado el cielo”,
 Jacinto Piedra y Peteco Carabajal)

Entré en el estado de ensueño. Me había acostado agotada por lo vivido durante la jornada. No se trataba de un agotamiento físico, sino espiritual, emocional, “del alma”, diría.
A medida que me fui durmiendo, las imágenes oníricas poblaron mi psiquis. En realidad, mi todo. Se entremezclaron alegres, graciosas, coloridas. La tardecita primaveral expandía sus perfumes. El tibio sol acariciaba con sus tenues rayos. En los frondosos árboles, miles de aves se dejaban oír con sus gorjeos de diferentes tonos y timbres, acomodándose para la noche.
Las veredas de las casas de una ciudad dibujaban rondas y más rondas de niñas, que daban vueltas tomadas de las manos, entre cantos y risas. A la ronda de San Miguel, el que se ríe se va al cuartel…; Sale el sol, sale el sol, en la puerta de mi casa…; Arroz con leche, me quiero casar…; La farolera tropezó y en la calle se cayó…
Más allá, en un pequeño descampado, los niños gritaban Gooooooooooooooooollllll corriendo detrás de una pelota de fútbol. Eran muchos. De todo tipo. Los había morochos, rubios, bajos, altos, gordos, delgados, ricos, pobres… Todos jugaban e iban detrás de un único objetivo: meter la pelota en los arcos. Cada vez que ocurría, el festejo era incontenible y los abrazos se sucedían uno tras otro.
Un grupo más pequeño, en una esquina del campo de juego, intentaba remontar un barrilete hecho con los colores de su equipo favorito. Cuando lo lograron, gozaron el movimiento de la cometa, llevada por la brisa de un lado al otro, y corrían tirando del hilo que la sostenía.
De repente, las niñas callaron. Se escuchó decir a una con voz muy fuerte: Juguemos al “pido”No se llama “el pido”, se llama “la mancha”, corrigieron otras. Aclarada la expresión, todas aplaudieron y comenzó la gran corrida. Previamente, habían seleccionado un tronco de un florido árbol, indicando: Éste es el “pido”. Entre gritos de algarabía iban de aquí para allá, esquivando a la que tenía el turno de correrlas, tocarlas y gritar ¡Mancha! para ir eliminando del juego a las que más podía. Una de las niñas corrió hacia el árbol, puso su mano en el tronco y con voz potente gritó Pido “pido”, estoy muy cansada…
En ese momento, me desperté… Como si el grito de la niña fuera el mío propio. Tal vez lo era. Tal vez era el de la niña que hace tanto ha dejado de serlo… Tal vez era el de la mujer adulta cansada de tanta cosa fea de este mundo…
Con los ojos abiertos y la congoja contenida, comencé a analizar la realidad. Razoné que existen millones de personas que obran el bien en silencio y que, otras, provocan guerras, hambre y roban los más elementales derechos humanos a las demás. Fundamentalmente, roban la inocencia a nuestros niños…
Deduje que el grito Pido “pido” era el mío y el de tantos que, como yo, ven desmoronarse ideales, valores, utopías…Pido “pido” a la injusticia, a la incomprensión, a la ignorancia, a la miseria, a la muerte, a la intolerancia, a la corrupción, a la mentira, en fin, a la deshumanización. ¡Estoy cansada!
Tarareé mentalmente la zamba “Dónde ha quedado el cielo” y, adormeciéndome otra vez, me dije que no se deben perder las ilusiones ni las esperanzas de un mundo mejor. Anhelé que mi sueño continuara…
María Zulema Chervaz

GLOSARIO
El pido: Lugar previamente establecido por los niños en el juego de “la mancha” para tocar y pedir descanso. En ese momento, el niño que está tocando “el pido” no participa del juego hasta que sale de allí.
Cometa: Sinónimo de “barrilete”.
Zamba: Danza cantada popular, característica del Noroeste de la Argentina.

Mateo - María Zulema Chervaz

Se acercaba Mateo corriendo velozmente, envuelto en una nube de polvo. Pasaba el tiempo y no llovía. La tierra formaba un blando colchón blancuzco en los caminos campestres. Cerca de la tranquera estaba Juan, cargado de rencor. ¡Otra vez él le había quitado su pelota hecha de medias viejas! Porque así hacían las pelotas por aquellos tiempos para que los chicos jugaran. No existían las que hoy se conocen. Como las que vos tenés para jugar con tus amigos. Esto le dijo el abuelo Juan a su nieto que lo escuchaba embelesado. Siempre le gustaba oír las historias del abuelo acerca de su infancia, de su casa, del campo, de cuando vinieron sus padres del Viejo Mundo buscando mejores condiciones de vida. Seguí, abuelo, seguí, ¿qué pasó después? Bueno, yo salí presuroso a esperarlo. Estaba dispuesto a darle un escarmiento, ¡pensaba hasta en patearlo!  Y claro, no era posible que, así como así, desarmara su pelota que tanto trabajo le había costado. Para colmo, tardó mucho juntando las medias en desuso que su mamá le daba para fabricar su juguete preferido al que terminó, una vez bien redondeado y de tamaño adecuado, con una de color amarillo, porque le gustaba ese color. Entonces, comenzó a acariciar la pelota y a mirarla con gran satisfacción. Ahora, recordaba ese momento y se dibujaba en él la misma sonrisa de niño, pero en un rostro surcado por las arrugas del tiempo. ¿De qué te reís, abuelo? Es que me acuerdo cómo quedó destrozado el “balón”, como decís vos,  y la bronca que yo tenía… Claro, éramos víctimas  de las circunstancias, había muy pocas cosas con qué jugar y, a los dos, nos encantaba la pelota de medias, ¡en fin!... Seguí, abuelo, seguí, ¿qué pasó después?... Bueno, escuché la llamada de mi madre, o sea, de tu bisabuela, pues, de golpe, el cielo se oscureció, los truenos parecían rodar entre las nubes y los relámpagos brillaban amenazantes. Al escuchar los truenos, Mateo corrió más de prisa aún, dejando tras de sí trozos de hilachas amarillas y de otros colores, a medida que se deshacía la pelota.
El bisabuelo reía a carcajadas y, el ahora abuelo Juan, zapateaba de alegría. ¡Se venía la lluvia! Tan necesaria para el campo, para la futura cosecha, para alimentar nuevas esperanzas en el corazón de esa gente sencilla, de callosas manos, de noble esencia, de fortaleza de roble. Es que, también ellos, tan acostumbrados a la lucha y a no desesperar, muchas veces veían quemarse sus sueños e ilusiones. Seguía tronando y el bisabuelo gritaba “¡San Pedro está jugando a las bochas!, adentro, adentro, Juan, Mateo, vamos, vamos…”.
Las gruesas gotas se convirtieron en fuertes chorros de agua buena, el olor a tierra mojada impregnaba el ambiente y embriagaba los espíritus. La bisabuela dispuso todo de inmediato para comenzar a amasar las tradicionales tortas fritas, el bisabuelo colocó la pava negra en el brasero y preparó el mate amargo. Comenzó una gran fiesta, pero una fiesta interior, ésa que sólo conocen las personas que saben apreciar la bondad de la vida que se manifiesta en cada instante de cada día.
En ese momento, Juan perdonó a Mateo por haber hecho semejante desastre con su pelota. Haremos otra, no te preocupés y ¡dejá de mirarme con esa cara de inocente, como si no tuvieras nada que ver!... Todos rieron a carcajadas y Mateo comenzó a ladrar y a correr de punta a punta de la cocina haciendo esas piruetas geniales que tanto los divertía.
Seguí, abuelo, seguí, ¿qué pasó después?; Bueno, bueno, por hoy ya te conté bastante. Mañana me voy a acordar de otras cosas y vamos a reír juntos. Ahora, dormí…

María Zulema Chervaz

sábado, 8 de diciembre de 2018

Acá, entre majas - Hilda Vélez

Entró apenas abrieron la galería. A esa hora existían pocas posibilidades de encontrarlo. Luego de la larga velada de inauguración estaría durmiendo. No deseaba verlo, pero el catálogo del Museo anunciaba que la exposición incluiría esta vez la que el pintor consideraba su obra más preciada: la "Maja azul". "El sueño de una vida plasmado en el lienzo", añadía. La curiosidad junto a un sentimiento de íntima satisfacción terminaron irremediablemente por convencerla y allí estaba.

Con el anuncio en el catálogo llegaron los recuerdos. Primero, España, el Museo del Prado, la maja desnuda de Goya. El éxtasis, la fascinación frente a la pintura, la agradable sensación de su barba sobre su nuca. Apasionado susurro en su oído "se parece a ti”...  Te pintaré desnuda”.

Trató durante mucho tiempo. No resultó buena posando. No lograba quedarse quieta. Entonces se le ocurrió usar una fotografía. Las largas sesiones en casi toda posición imaginable resultaron en cientos de fotos. Luego los bocetos, uno tras otro... descartados. Ninguno suficientemente bueno.

Una brisa leve roza su pelo. Está parada bajo el aire acondicionado. Esa brisa la carga suavemente hasta Nueva York. El museo Metropolitano de Arte Moderno. Allí "El nacimiento de Venus”, la maja de Cavalier. Una imagen perfecta: la mujer que descansa plácidamente sobre el mar azul; el pelo flameante, la tez blanca, el brazo cubriendo los ojos. Recuerda que la abrazó con la misma pasión que años antes frente a la pintura de Goya. "Es como si hubieras sido su modelo..." dijo suavemente en su nuca. Con la pintura grabada en sus ojos como una visión regresó obsesivamente a la idea del retrato. Nuevas sesiones de fotografía, nuevos bocetos, largos días de entrega angustiosa a una pintura que parecía no estar destinada a su pincel.

Ahora le llega también el recuerdo de la ruptura. El dolor de perderlo, la desesperación, la propia obsesión por su regreso. Toda una vida de amor terminada en una noche, un adiós sin esperanzas. 
Depuso sus recuerdos. Se desplazó despacio hacia la sala de exposición. Miró atentamente hacia todos lados. Las otras pinturas salieron a su paso. Disfrutó cada una. Quería llegar con naturalidad hasta la Maja. Eso le ayudaba a contener o al menos disimular su emoción.

Al fin. Allí estaba. Indescriptible. La mujer desnuda flotaba sobre un lecho azul lleno de elementos tomados de Goya, Cavalier, Giovanni, perfectamente armonizados con ese su modo tan personal de representar la imagen. Lleno de detalles, como un poema. La cabeza ligeramente arqueada y girada hacia la izquierda, la larga cabellera negra como bandera, la piel trigueña, los pequeños senos, las caderas estrechas, los ojos pequeños de párpados hinchados en un rostro de boca carnosa.

Se estremeció. El cristal del cuadro le devolvió su propio reflejo. Cutis blanco, pelo rojo, ojos grandes, labios delgados, amplio pecho. Una dolorosa sensación de haber sido nuevamente traicionada se apoderó de ella. 

Se hubiera entregado al llanto pero otro recuerdo se sobrepuso a los anteriores y la regresó a la segunda vez que vio la "Maja desnuda". Esta vez en el Louvre de París, la exposición itinerante de Goya. Su compañero de entonces, fotógrafo profesional, un verdadero artista del lente, abrazándola emocionado por la espalda, le susurró, muy bajo, en la oreja: "se parece a ti... te fotografiaré desnuda...". Nunca comprendió su rotunda negativa.

Sonrió. Celebró junto a otros espectadores la belleza del cuadro. Se alejó pensando que entre hombres y mujeres no hay verdadera intimidad, que para los hombres toda mujer desnuda es una maja. Y todas creemos de verdad ser para ellos, la maja desnuda.

Hilda Vélez

El reflejo - Pilar Galindo Salmerón


Cada noche, Tania sueña que alguien robó su reflejo en el lago y cada mañana, al despertar, se busca ansiosa en la ciudad sumergida que, fiel al papel de espejo que le ha sido encomendado, le devuelve la imagen de su belleza cansada, del desorden rubio de sus cabellos, de sus ojos escrutadores. Tania se mira y pregunta a su doble invertida qué hace ahí, repitiendo sus gestos, ¿acaso te burlas o no sabes hacer otra cosa que imitarme? Pero cómo todas las otras veces, la mujer que vive en el lago mueve los labios para formular las mismas preguntas, repite el gesto de frustración de Tania y va abandonando su puesto en el mirador de la casita, a medida que la mujer real se dirige al interior de la suya para preparar un café; el que tomará asomada al balcón, mientras contempla como la otra bebe en una taza pareja de la suya, el mismo café endulzado con los dos terrones, que ella acaba de poner en su taza.
En Valdrada todos se saben imitados por los habitantes de la ciudad espejo, pero están tan hechos a ello que lo olvidan muchas veces y viven su propia vida ajenos a la mímica de sus personajes inversos.
Tania es distinta, desde niña sintió una gran curiosidad por la Tania de agua y el paso del tiempo no ha hecho más que ahondar el misterio y aumentar sus interrogantes ¿Es que nadie se pregunta nada en el mundo de ahí abajo? ¿Piensan en lo que hacen? ¿Hacen todo sin pensar? ¿Se cansan cuando yo me canso? Si yo me marcho, ¿vendrá ella conmigo?
La mañana es todavía una promesa. Un amanecer amoratado, roto aquí y allá por la primera luz del día que se mira en el lago. La calma es total. Cuando Tania pone un pie en el agua, pequeñas ondas se repiten sobre la superficie quieta. Ella camina muy despacio, siempre guiada por el reflejo de la puerta que dejó abierta al salir. Nadie va a cerrarla. Tania entra en su casa sumergida y mira hacia la otra, la real. Allá arriba continúa la puerta abierta pero nadie se asoma por ella. Es la primera vez que Tania no tiene réplica. Mira en todas direcciones esperando encontrar su imagen; mueve los brazos, se contorsiona… nada.
Todos duermen en ambas ciudades. Todos menos Tania, que espera impaciente que alguien despierte allá arriba para que se avive el espejo que ahora la atrapa, tal vez entonces recupere su reflejo…
Tania encontrará respuesta a todas sus preguntas, pero deberá pagar un alto precio por ello. La mujer ha roto el equilibrio de las ciudades gemelas. Ahora falta una sombra. La suya.
Anhelaba penetrar en el misterio del lago y en ello está, pero ya siempre andará sola, rodeada de reflejos ajenos.
Pilar Galindo Salmerón

miércoles, 5 de diciembre de 2018

Los derechos - Alberto Fernández


 “metáfora de la esperanza inútil”
            
  
Cielo gris sin nubes ni ruidos. El árbol mudo, el banco, mi frazada y yo, tierra triste sin verde, tampoco azul.
Me preguntó si podía. Le dije que se sentara, si quería. Una condición: un lugar para mi frazada. El banco era para tres pero mi frazada era un ente. Tenía derechos.
-¿Quién inventa los derechos?, me preguntó.
-Racón, usted lo debe conocer, tal vez lo llame de otra manera, le contesté.
-Yo lo llamo de distintas formas.
-¿De acuerdo a qué?, pregunté.
-A la respuesta a mis reclamos.
-Nosotros nos consultamos y resolvemos de acuerdo mutuo sus antecedentes ¿no se hicieron acreedor de mi confianza?, agregué.
-Cuáles fueron.
-Le dio la clave al francés para descubrir el sentido de los escritos de las pirámides, dije.
Se sentó respetando los derechos de la frazada. Me inquietó cómo lo llamaría y cuáles eran sus reclamos.
-Si llueve Sopo, me dijo
-¿Reclamó la lluvia?
-Sí, para que se lavara mi camisa y supe de sus claves para interpretar, en lenguaje coherente, el calendario maya.
- Veo que tiene pantalón y camisa. Lo considero propietario.
-Pertenezco al sistema, señor, aunque en segundo orden porque mi camisa está sucia.
Se acercó un hombre con zapatos, pantalón, camisa y sombrero. Pidió permiso para sentarse. Le dije que estaba completo. En voz alta respondió que el banco era para tres. No tenía en cuenta la identidad de la frazada. Se lo comuniqué explicándole sus derechos.
No del todo convencido se acercó al árbol y de viva voz le preguntó si en los códigos figuraban los derechos de las frazadas. Volvió diciendo que le habían contestado que todos los entes tenían derechos y que su sombrero también los tenía.
-Apelo a la decisión final de Racón, le respondí.
-¿Quién es Racón?, preguntó.
Esta vez le correspondió a mi compañero aclarar este punto.
-Racón es como Sopo, el que decide con su poder supremo por encima del árbol y otros sistemas de justicia.. Consulte, por favor, a quien usted concurre para determinar los derechos. ¿Cómo se llama el suyo?
-De acuerdo a mi conveniencia yo elijo quién decide en instancia última, fue su respuesta.
-Quiere decir que usted lo nombra “Yo”.
-Sí, así es, “Yo” es su nombre.
-¿Él hace posible la interpretación de los enigmas?
-¿Posible? Me dio a mí el poder de las decisiones a través de la palabra.
-Todos posemos el uso de la palabra.
-Pero no el de la palabra absoluta: la orden
Me pareció jactancioso ese apelativo ya que era habitual señalarlo con un dedo en el pecho atravesando su total interior. Ahora me era imperativo conocer la decisión de “Yo” sobre los derechos de su sombrero.
Pensé que este hombre cuya aceptación al poder de “Yo”, además de poseer zapatos, pantalón y camisa, usaba un sombrero al cual le asignaba los mismos derechos que a mi frazada. También pertenecía al sistema. Me di cuenta cuando de nuevo se acercó al árbol reclamando algo.
Al rato apareció un hombre vestido con uniforme, botas y gorra y que además estaba armado con pistola, bastón y escopeta. Con voz autoritaria me exigió que sacara esa frazada y que me levantara del banco con urgencia. Lo mismo le dijo a mi compañero y con prontitud lo hicimos. Cuando estuvo vacío, en modo cortés, invitó al señor del sombrero a sentarse.
Cuando nos atrevimos a preguntarle por qué se cercenaban nuestros derechos nos respondió que las órdenes eran de voces inaudibles a los oídos comunes. Frecuencias activas y desencadenantes dentro del universo. El don de la palabra la había cedido gentilmente al ser humano. El poder del mandato y la ley solamente unos pocos la recibían.
Protestamos para reclamar justicia. Aparecieron más uniformados con pistola, bastón y escopeta.
Le pregunté a mi compañero: -¿Por qué Racón no vino en nuestro auxilio? Tampoco Sopo.
-Tienen menos poder que “Yo”. Él está en todos lados y distribuye su propia justicia. También es el dueño del Libro de los Destinos. Sus decisiones son inapelables, me contestó.
-Entonces ¿a quién proporciona justicia?
-Solamente a los que están dentro del sistema, pero en forma absoluta, dijo.
-Aparecemos, entonces, como despojados de justicia en ese libro.
-Sí, aunque en mi caso aparezco como propietario de una camisa, pero sucia, contestó.
Nos dijeron que marcháramos y así lo hicimos ante lo imperativo de la orden. Caminamos juntos; mi frazada bajo el brazo y mi compañero con la camisa sucia.
 El cielo seguía gris y sin nubes. La tierra triste, sin verde. Tampoco azul.
El árbol veía alejarse a dos sombras encorvadas, cabizbajas. 
En el banco, sentado junto a su sombrero, con zapatos, pantalón y camisa limpia, estaba el dueño del poder.

Alberto Fernández


martes, 4 de diciembre de 2018

Él - Olga Cortez Barbera


No acostumbro a usar el Metro, ese transporte subterráneo que me provoca cierto estado de claustrofobia, pero en víspera de Nochebuena  y con el tiempo lluvioso, subir a un taxi era una hazaña imposible. Miré la hora en mi reloj. Era tarde y ya quería estar en casa. Haciendo a un lado mi resistencia, bajé las escaleras y, después de un oleaje de empujones y dos trenes, pude entrar al vagón. Por supuesto, ni pensar en sentarme. No me quedó otra cosa que respirar los vahos de los trajes húmedos y los humores corporales. Alcé la cabeza, cual periscopio de submarino, para aspirar (ilusa yo) un poco más de aire. Entonces, lo vi.
Un hombre tenía sus ojos fijos en mí. Sin embargo, giré la cabeza a ambos lados para comprobar si, en efecto, era a mí, y no a otra persona, a quien sonreía. No estaba equivocada. Me hice la desentendida pero, al rato, me di cuenta de su insistencia. Fruncí el entrecejo; a esas alturas de mi vida yo no iba a caer en un absurdo coqueteo. ¿Y si era alguien conocido? ¿De dónde, de dónde? Paró el tren y muchas personas bajaron en la estación. Eso me permitió detallarlo.
Nos sentamos frente a frente. Vestía bien, con los privilegios del éxito económico. De las mangas del abrigo sobresalían unas manos cuidadas. Cabellera y barba casi blancas, obra de un buen estilista. Me extrañó que ese hombre, tan elegante, ajeno al pasajero habitual, usara ese medio de transporte. Quizás le había sucedido lo que a mí. Seguía sonriendo. Yo  decidí hacer lo mismo, con la distancia que requería el caso. No encontraba nada familiar en su rostro hasta que, entre los pliegues de la edad, pude rescatar la profundidad familiar de su mirada. Lo supe. Bajé la mía para darle a entender que yo no lo recordaba.
¡Eres tú!-pude decirle-pero la culpa me abrumó. Ingresé a una galería de imágenes: las clases en la universidad, las fiestas, los paseos por el parque. Las canciones, los poemas. Los problemas del mundo, las protestas. Los besos, las caricias y siempre él. Ya no era el vagón, sino la noche eterna a su lado, esa que no sucumbiría a los avatares del destino, que no es otra cosa que el cuenco de nuestras propias decisiones:  
Busco la luna y no está en el cielo. Recorre sin premura las líneas de tu cuerpo.  Mi piel siente celos porque no es ella la que te descubre y moja los montes que resguardan tus deseos. No sé si soy yo u otra persona la que te contempla y permite que el rocío y los grillos se lleven los temores. Tu cuerpo sobre el mío aplasta mis prejuicios, y yo descifro con mis dedos sobre tu espalda el significado de nuevos versos. Entre caricias y promesas, nos dejamos ir con la corriente... Desfallece el vientre, se escapa el alma, y yo respiro la fragancia de una noche que se esfuma.
 Buscas en mis ojos lo mismo que yo busco en la profundidad de los tuyos. Nos damos cuenta que, en ese instante, los dos soñamos el mismo sueño. Levanto el velo y dibujo sobre tu pecho los matices de futuras mañanas nuestras. Se levanta el sol, se enciende el deseo, y consigue que el tuyo y el mío se conviertan de nuevo en un solo cuerpo. Siento el dulce dolor de la virginidad deshecha, siento que la existencia trae ahora un nuevo sentido. Mis manos, orfebre novel, te moldean con libertad, y yo me rindo a las tuyas entre profundos suspiros. “Somos aves de un mismo cielo”, pienso. En el silencio juras: “Te amaré por siempre”. Yo: “Por siempre, seguiré contigo”. Busco tus labios convencida de la certeza de nuestro juramento, sin imaginar que nuestro sueño descansa sobre un almohadón de lejanas estrellas. 
Volví al vagón, con el peso del juramento roto. Era yo muy joven y me había dejado arrastrar por mis propias aspiraciones, hacia otros lares. “¿Cuándo volverás?” “No lo sé”.Quiso ir tras de mí, no lo dejé. Yo necesitaba mi propio espacio y mi propio tiempo. Mis cartas y mis llamadas se fueron alejando, hasta que él comprendió que no volveríamos a vernos, a pesar del amor y de las promesas hechas. Pero, después de muchos años, regresé y, ahora, estaba frente a él. Yo intuía que él deseaba hablarme. ¿Para qué hacerlo? ¿Para enterarnos de cómo nos había ido? A simple vista, le había ido bien. No era necesario que yo le contara sobre mí. ¿Mentiras? No se las merecía. Llegamos a otra estación. A través del reflejo de la ventana, lo vi salir,  ya sin la sonrisa. En el andén, levantó una mano, a modo de despedida. Yo también. Lo dejé ir sin que supiera lo que había sido mi vida sin él.  
Olga Cortez Barbera