viernes, 31 de julio de 2020

El baile de los hecatónquiros (novela) - Olga Cortez Barbera

                               Dar clic en la imagen para acceder a la obra


La estafeta del tiempo - Pilar Galindo Salmerón

Cada uno de nosotros, los habitantes del planeta azul, dispone de un tiempo propio, el de su vida y, a la vez, tiene un lugar reservado en el tiempo del mundo.

El tiempo, al pasar, nos empuja a recorrer nuestro camino, luego sigue su ruta hacia el futuro, y a nosotros, concluido nuestro ciclo, nos abandona en el pasado.

No tiene fronteras el tiempo, ni limites, nos envuelve y nos cobija en el lugar asignado, junto a nuestros sueños, invenciones y quimeras. En la Estafeta del Tiempo, se depositan los mensajes destinados a gentes que ya no están en el presente. Suele tratarse de cuitas antiguas o de arreglos de cuentas atrasadas. Allá, casi al final del mapa que abarca el siglo XIX, se encuentra don Leopoldo Alas, afamado escritor. Acaban de entregarle una citación y el buen señor se pregunta: ¿Quién querrá verme y para qué? Sentado en la Sala de Encuentros de la Estafeta del Tiempo, hay un señor de tez morena, quevedos y pelo oscuro planchado hacia atrás. El caballero evidencia su nerviosismo jugueteando con sus lentes, que se quita y se pone sin cesar.

A la puerta de la sala llega una dama muy joven y muy hermosa, tiene los ojos y el pelo negros, va peinada con un moño alto y tocada con un sombrerito gris.

Al verla, don Leopoldo se pone en pie de un salto y avanza hacia ella murmurando:

—Ana, Ana Ozores.

La dama sonríe y le tiende una mano enguantada, él se inclina y la roza, sin llegar a besarla. Se la queda mirando entorpecido por el asombro. Es ella quien dice:

—Vamos a sentarnos, quiero hablar con usted.

Ocupan las dos únicas butacas de la Sala de Encuentros.

El escritor dice:

—¿En qué puedo servirla? -Verá usted, don Leopoldo, la pregunta es muy sencilla:

—¿Por qué dio usted una vida tan mala a la pobre Regenta?

—Disculpe, yo no pensé hacerle daño a mi personaje, yo inventé una historia para demostrar lo mal que la sociedad trataba a las mujeres, en la época que me tocó vivir, un tiempo oscuro, dominado por prejuicios y exigencias que siempre supeditaban a las féminas al varón, como si fueran menores de edad.

—Eso ya lo sé, señor mío, cómo no saberlo, después de un siglo de artículos y estudios sobre su obra. Sin embargo, hay dos escritores, uno ruso y otro francés, que crean dos heroínas —Anna Karenina y Madame Bovary—. Ellos también tratan de liberar a la mujer de las ataduras de los prejuicios, las motivaciones son iguales a las suyas, pero el final de esas mujeres es más dulce que el que usted diseñó para mí.

Don Leopoldo está escandalizado.

—Nadie debe quitarse la vida por propia mano ¿el suicidio le parece a usted un final dulce?

—A veces, señor escritor, la muerte es más tolerable que ciertas vidas. Voy a recordarle cómo terminó Ana Ozores: abandonada por su amante, el hombre al que quería de verdad, deshonrada ante su entorno social, muerto su marido en el campo del honor, defendiendo la honra de la Regenta. Hasta Dios la rechazó cuando acudió a la Iglesia.

—No, doña Ana, Dios no la rechazó, fue una rama corrupta de la Iglesia, un sacerdote mujeriego, avariento y loco de celos, el que la dejó humillada y sola. Dios no estaba en la catedral ni en esa sociedad hipócrita. A doña Ana le queda Dios. A las otras dos mujeres, no les quedó nada.

La dama lo mira y sonríe,

—Muy bien, usted me ha dado su versión, pero yo no sé cuál es la opinión de Dios al respecto.

Como mi creador me remite a Dios y yo no voy a parar hasta saber si Él tendrá piedad de la Regenta… le pediré una última información, don Leopoldo.

—¿Sabe usted si en el cielo hay Estafeta de Correos?

Pilar Galindo Salmerón


Image by Marc Pascual from Pixabay Image by Peter H from Pixabay

El contemplador de estrellas - Olga Cortez Barbera

Los integrantes de la familia Suárez eran extraños. Tan silenciosos, que nadie pudo ver, ni escuchar, cuando llegaron al vecindario. Ni siquiera yo, que vivía en la casa próxima. Entraban y salían como envueltos en una burbuja que los excluía de todo lo que les rodeaba; frente a los saludos de los vecinos, fingían estar mirando a otro lado. Ese era el comentario de la comunidad. Tal vez, nunca hubiera tenido que ver con ellos sí, una noche, cuando me disponía a acostarme, no viera en la ventana de los nuevos vecinos a un niño contemplando las estrellas. Me acerqué a la mía. Ocultándome detrás de las cortinas para no interrumpir, pude ver cómo la luz de la luna iluminaba su rostro. Me pareció tan afligido… Propensa a las causas, por lo general, perdidas, prometí averiguar qué le pasaba. Sola y jubilada, ¿cómo no aplicar el ocio y la experiencia a la mitigación de su tristeza?

Cuando niña, hice lo mismo que él, como si en las alturas pudiera encontrar la solución a los miedos infantiles. Crecí bajo la tutela de una tía. Amargada por la viudez temprana, buscó aplacar su soledad con mi presencia. El fallecimiento de su esposo sucedió años antes de que yo perdiera a mis padres en un accidente. Como si quedar huérfana fuera poco, me tocó vivir en un caserón sumergido en la rigidez y lo antiguo. Con mi tía, la vida era un drama; cualquier motivo era un pretexto para enviarme al cuarto de los castigos. Entre paredes mohosas, telarañas y lagartijas, me preguntaba qué había hecho mal, mientras el miedo corría por mis venas de tan sólo imaginar los monstruos ocultos entre los muebles viejos. A través de las rendijas de la ventana clausurada, el cielo era mi escape, la cometa que me transportaba a mis sueños de una vida diferente, rodeada de personas que me amaran.

Años después, pude despedirme de aquella mujer que no supo darme afecto. Esa experiencia me ayudó a madurar antes y sirvió como puente de solidaridad hacia el prójimo. Tomaba como propios los problemas de mis amigos y mis compañeros de trabajo. En la calle, no podía ignorar al desvalido, menos si se trataba de un infante. En ocasiones, cuando veía las noticias, el mundo solía parecerme cruel, lo que me llevaba a un revoltillo existencial. Frente a todo esto, unos me consideraban compasiva; otros, una soberana majadera. Yo no prestaba importancia a esas opiniones. En los momentos de confusión, el cielo siempre estaba allí para serenarme, luego de aferrarme a las leyes metafísicas, como la vía para encontrar el porqué de las injusticias del mundo. Ahora, suponía que me enfrentaba a otra.

Entre mis perros y mis gatos, el niño en la ventana interrumpió la rutina. Comencé a observarlo cada noche, mientras crecía el propósito de ganarme su confianza. Así podía enterarme de sus desventuras y encontrar la manera de ayudarlo. Como un rufián en acecho, tomé la decisión de vigilarlo durante el día. De lunes a viernes, iba a la escuela. Los sábados, enfundado en su uniforme deportivo y con el balón bajo el brazo, a practicar fútbol. Cuando no (suponía yo), a pasear con sus padres. Los domingos, por lo general, acostumbraba salir al jardín y tirarse sobre la grama. Inmóvil, volvía a fijar sus ojos en el firmamento. 

Si tenía amigos, no lo visitaban; era una pena. La infancia, sin ellos, carecía de sol. Yo esperaba el momento oportuno para hacerme la encontradiza. Apenas los veía caminar hacia la calle, me apresuraba a alcanzarlos:

—¡Buenos días, señores!

Los padres me ignoraban, pero el niño, disimuladamente, respondía con una sonrisa.

Una mañana, después de mi paseo por el parque, escuché unos gemidos. Eran de un perrito abandonado en una caja. No podía dejarlo allí. “Ven conmigo, chiquito. ¿Quién pudo hacerte esta maldad?”. Cerca de casa, vi al niño en el jardín y, de inmediato, pensé en una estrategia. Los niños no suelen resistirse a la tentación de acariciar a los animalitos. Haciéndome la tonta, me paré frente al jardín:

—Perrito lindo, apenas lleguemos, te baño y te doy de comer.

El niño me escuchó y se levantó.

—Acércate—, le dije.

Comprobó que nadie estuviera en la ventana.

—No temas—, le sonreí.

—¿Puedo acariciarlo?—, preguntó.

—Sí, siente lo suave que es.

Lo tomó con sumo cuidado y yo me sentía feliz por haber logrado dar el primer paso. El astro de su sonrisa me iluminó el alma. Yo me hubiera quedado allí la mañana entera si su mamá, furiosa, no le hubiera gritado desde la puerta:

—Leonardo, ¡¿qué haces?! ¿Olvidas que eres alérgico? ¡Entra a la casa y lávate las manos!

Pasmada, no encontré que decir. Me devolvió el perrito y se fue.

¡Leonardo! Saber cómo se llamaba lo acercó más a mí. El incidente me inquietó, aún más. La actitud de la señora me obligaba a entender que no era posible entablar una amistad con ella, menos con su hijo. Quizás, era una de esas mujeres sometidas al mal carácter del esposo, y Leonardo sufría las consecuencias. Por lo tanto, era necesario que yo encontrara la forma para ayudar al niño que tanto le gustaba contemplar las estrellas. No tenía intenciones de hurgar en las intimidades de ese hogar, sólo pretendía hacerle saber a Leonardo, a pesar del enorme puente entre nuestras edades, que yo estaba dispuesta a ser su amiga y que podía contar conmigo en cualquier circunstancia.

Pasaron las semanas y no volvió a la escuela, al fútbol, ni al jardín. ¿Estaba enfermo o en esa casa había, también, un cuarto de los castigos? Yo podía llamar a las autoridades… Sin pruebas, ¿quién le prestaría atención a una anciana senil? Sobre todo, cuando ya los había alertado, en otra oportunidad, y resultó una falsa alarma. Yo no podía quedarme tranquila. Fui a la cocina y horneé un delicioso pastel. Con él en manos, toqué a la puerta de los vecinos. La señora, con una cara de susto, no lo recibió, pero me dio las gracias. Dijo que ellos no tenían por costumbre socializar, por lo que cruzamos pocas palabras: “Su hijo, ¿cómo está?” “Bien” “¿Puede saludarlo de mi parte?” “Por supuesto”. “No la molesto más”. “Gracias por su amabilidad”. Regresé con el pastel… ¡Cómo lo disfrutaron mis mascotas!

La rutina volvió a mi existencia de pergamino: el aseo de la casa, la comida para mí y mis compañeros de cuatro patas, las caminatas al parque y los libros para atravesar el insomnio. Leonardo no se alejaba de mis pensamientos. Lo imaginaba en un universo de luceros negros, y yo sin poder correr a su auxilio. Dejé de asomarme a las ventanas porque me dolía no encontrarlo contemplando las estrellas o yendo a sus actividades. Una mañana, volví a escuchar su voz, cuando iba camino a la escuela. Me alegró mucho, aunque existía la posibilidad de que no pudiera acercarme a él de nuevo.

Esa noche, a punto de ir a la cama, no resistí la tentación de asomarme a la ventana. Aparté las cortinas y él estaba allí, con su sonrisa iluminada por la luna. No miraba el cielo, me miraba a mí. La emoción me embargó:

—Hola, Leonardo, ¿sabes que te extrañaba?

—Yo también—, contestó.

—¿Tú también?

—¿Crees que no me daba cuenta de que me espiabas detrás de las cortinas?

—No lo hacía por mal…

—Lo sé. Me caes bien. ¿Quieres acompañarme a buscar platillos voladores?

—Para luego es tarde, cariño.

Suspiré. Era un buen comienzo.

Olga Cortez Barbera


Image by Gerd Altmann from Pixabay Image by OpenClipart-Vectors from Pixabay