Los integrantes de la familia Suárez eran extraños. Tan silenciosos, que nadie pudo ver, ni escuchar, cuando llegaron al vecindario. Ni siquiera yo, que vivía en la casa próxima. Entraban y salían como envueltos en una burbuja que los excluía de todo lo que les rodeaba; frente a los saludos de los vecinos, fingían estar mirando a otro lado. Ese era el comentario de la comunidad. Tal vez, nunca hubiera tenido que ver con ellos sí, una noche, cuando me disponía a acostarme, no viera en la ventana de los nuevos vecinos a un niño contemplando las estrellas. Me acerqué a la mía. Ocultándome detrás de las cortinas para no interrumpir, pude ver cómo la luz de la luna iluminaba su rostro. Me pareció tan afligido… Propensa a las causas, por lo general, perdidas, prometí averiguar qué le pasaba. Sola y jubilada, ¿cómo no aplicar el ocio y la experiencia a la mitigación de su tristeza?
Cuando niña, hice lo mismo que él, como si en las alturas
pudiera encontrar la solución a los miedos infantiles. Crecí bajo la tutela de
una tía. Amargada por la viudez temprana, buscó aplacar su soledad con mi
presencia. El fallecimiento de su esposo sucedió años antes de que yo perdiera
a mis padres en un accidente. Como si quedar huérfana fuera poco, me tocó vivir
en un caserón sumergido en la rigidez y lo antiguo. Con mi tía, la vida era un
drama; cualquier motivo era un pretexto para enviarme al cuarto de los
castigos. Entre paredes mohosas, telarañas y lagartijas, me preguntaba qué
había hecho mal, mientras el miedo corría por mis venas de tan sólo imaginar
los monstruos ocultos entre los muebles viejos. A través de las rendijas de la
ventana clausurada, el cielo era mi escape, la cometa que me transportaba a mis
sueños de una vida diferente, rodeada de personas que me amaran.
Años después, pude despedirme de aquella mujer que no supo darme
afecto. Esa experiencia me ayudó a madurar antes y sirvió como puente de
solidaridad hacia el prójimo. Tomaba como propios los problemas de mis amigos y
mis compañeros de trabajo. En la calle, no podía ignorar al desvalido, menos si
se trataba de un infante. En ocasiones, cuando veía las noticias, el mundo
solía parecerme cruel, lo que me llevaba a un revoltillo existencial. Frente a
todo esto, unos me consideraban compasiva; otros, una soberana majadera. Yo no
prestaba importancia a esas opiniones. En los momentos de confusión, el cielo
siempre estaba allí para serenarme, luego de aferrarme a las leyes metafísicas,
como la vía para encontrar el porqué de las injusticias del mundo. Ahora,
suponía que me enfrentaba a otra.
Entre mis perros y mis gatos, el niño en la ventana interrumpió
la rutina. Comencé a observarlo cada noche, mientras crecía el propósito de
ganarme su confianza. Así podía enterarme de sus desventuras y encontrar la
manera de ayudarlo. Como un rufián en acecho, tomé la decisión de vigilarlo
durante el día. De lunes a viernes, iba a la escuela. Los sábados, enfundado en
su uniforme deportivo y con el balón bajo el brazo, a practicar fútbol. Cuando
no (suponía yo), a pasear con sus padres. Los domingos, por lo general,
acostumbraba salir al jardín y tirarse sobre la grama. Inmóvil, volvía a fijar
sus ojos en el firmamento.
Si tenía amigos, no lo visitaban; era una pena. La infancia, sin
ellos, carecía de sol. Yo esperaba el momento oportuno para hacerme la
encontradiza. Apenas los veía caminar hacia la calle, me apresuraba a
alcanzarlos:
—¡Buenos días, señores!
Los padres me ignoraban, pero el niño, disimuladamente,
respondía con una sonrisa.
Una mañana, después de mi paseo por el parque, escuché unos
gemidos. Eran de un perrito abandonado en una caja. No podía dejarlo allí. “Ven conmigo, chiquito. ¿Quién pudo hacerte
esta maldad?”. Cerca de casa, vi al niño en el jardín y, de inmediato,
pensé en una estrategia. Los niños no suelen resistirse a la tentación de
acariciar a los animalitos. Haciéndome la tonta, me paré frente al jardín:
—Perrito lindo, apenas lleguemos, te baño y te doy de comer.
El niño me escuchó y se levantó.
—Acércate—, le dije.
Comprobó que nadie estuviera en la ventana.
—No temas—, le sonreí.
—¿Puedo acariciarlo?—, preguntó.
—Sí, siente lo suave que es.
Lo tomó con sumo cuidado y yo me sentía feliz por haber logrado
dar el primer paso. El astro de su sonrisa me iluminó el alma. Yo me hubiera
quedado allí la mañana entera si su mamá, furiosa, no le hubiera gritado desde
la puerta:
—Leonardo, ¡¿qué haces?! ¿Olvidas que eres alérgico? ¡Entra a la
casa y lávate las manos!
Pasmada, no encontré que decir. Me devolvió el perrito y se fue.
¡Leonardo! Saber cómo se llamaba lo acercó más a mí. El
incidente me inquietó, aún más. La actitud de la señora me obligaba a entender
que no era posible entablar una amistad con ella, menos con su hijo. Quizás,
era una de esas mujeres sometidas al mal carácter del esposo, y Leonardo sufría
las consecuencias. Por lo tanto, era necesario que yo encontrara la forma para
ayudar al niño que tanto le gustaba contemplar las estrellas. No tenía
intenciones de hurgar en las intimidades de ese hogar, sólo pretendía hacerle
saber a Leonardo, a pesar del enorme puente entre nuestras edades, que yo
estaba dispuesta a ser su amiga y que podía contar conmigo en cualquier circunstancia.
Pasaron las semanas y no volvió a la escuela, al fútbol, ni al
jardín. ¿Estaba enfermo o en esa casa había, también, un cuarto de los
castigos? Yo podía llamar a las autoridades… Sin pruebas, ¿quién le prestaría
atención a una anciana senil? Sobre todo, cuando ya los había alertado, en otra
oportunidad, y resultó una falsa alarma. Yo no podía quedarme tranquila. Fui a
la cocina y horneé un delicioso pastel. Con él en manos, toqué a la puerta de
los vecinos. La señora, con una cara de susto, no lo recibió, pero me dio las
gracias. Dijo que ellos no tenían por costumbre socializar, por lo que cruzamos
pocas palabras: “Su hijo, ¿cómo está?” “Bien” “¿Puede saludarlo de mi parte?”
“Por supuesto”. “No la molesto más”. “Gracias por su amabilidad”. Regresé con
el pastel… ¡Cómo lo disfrutaron mis mascotas!
La rutina volvió a mi existencia de pergamino: el aseo de la
casa, la comida para mí y mis compañeros de cuatro patas, las caminatas al
parque y los libros para atravesar el insomnio. Leonardo no se alejaba de mis
pensamientos. Lo imaginaba en un universo de luceros negros, y yo sin poder
correr a su auxilio. Dejé de asomarme a las ventanas porque me dolía no
encontrarlo contemplando las estrellas o yendo a sus actividades. Una mañana,
volví a escuchar su voz, cuando iba camino a la escuela. Me alegró mucho,
aunque existía la posibilidad de que no pudiera acercarme a él de nuevo.
Esa noche, a punto de ir a la cama, no resistí la tentación de
asomarme a la ventana. Aparté las cortinas y él estaba allí, con su sonrisa
iluminada por la luna. No miraba el cielo, me miraba a mí. La emoción me
embargó:
—Hola, Leonardo, ¿sabes que te extrañaba?
—Yo también—, contestó.
—¿Tú también?
—¿Crees que no me daba cuenta de que me espiabas detrás de las
cortinas?
—No lo hacía por mal…
—Lo sé. Me caes bien. ¿Quieres acompañarme a buscar platillos
voladores?
—Para luego es tarde, cariño.
Suspiré. Era un buen comienzo.
Olga Cortez
Barbera
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No hzy más triste que un niño triste, a mí como a la protagonista del cuento, todo me da pena, asíque me alegro de que el niño haya hecho una amiga. Muy bonito.
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