lunes, 8 de julio de 2019

Las carcajadas - María Zulema Chervaz


Nació el 13 de mayo de 2009. Desde ese momento, mi vida tomó otra dimensión. Me convertí en Abuela. En “Abu”, como ya les había anticipado a familiares y amigos, para evitar que el término “Abuela” me hiciera sentir fuera de época. ¿Cuestión de coquetería? No lo sé. Tal vez, el temor de que me digan “Nona”, que me suena aún más antiguo. He sido objeto de numerosas bromas, como es de imaginar, pero las tengo asumidas.
 Dejando de lado la anterior frivolidad, debo decir que la alegría y el orgullo que me provoca Santiago Agustín, a quien llamo “Santiaguito”, llenan de felicidad mi alma. Su dulzura e inocencia de niño inunda los rincones de mi ser y me despierta al mundo con ojos limpios, corazón de chocolate, sonrisa de azúcar, oído musical. Ya nada es igual. El pequeño angelito ha cambiado mi mirada sobre la realidad.
Siempre fui amante de la fotografía, aunque nunca aprendí a tomar una foto como debe ser. De todas maneras, he tenido una cámara en mis manos desde jovencita y poseo miles de fotos de gran parte de mi pasado y de los lugares que he visitado. Creo que Santiaguito, con su año y cuatro meses de vida ha logrado de mí el doble de las fotografías a las que me he referido. Jamás dejo la cámara cuando estoy con él y lo capto en momentos inesperados o sorpresivos, como sucedió cuando tenía tan sólo un mes y once días de nacido. Mirando al infinito, comenzó a reírse con carcajadas sonoras que le provocaron numerosas lagrimitas que corrían por sus mejillas rosadas de manera inusitada.
No puedo olvidar ese instante que me transportó más allá. ¿Más allá de qué? Lo ignoro. Creo que más allá de mi “ahora”, de mi espacio, de mi corporeidad. Comencé a imaginar el maravilloso espectáculo del que estaría participando. Miles de Seres Alados, transparentes, luminosos, bailarían a su alrededor, jugueteando, riendo, yendo y viniendo entre haces dorados, dando volteretas para hacerlo reír. Un mundo invisible para mí, para mi ser adulto contaminado con lo conseguido a lo largo del tiempo sobre esta tierra que, de una o de otra manera, aleja a la mayoría de los seres humanos de su pureza original.
Anhelé que ese instante perdurara en su corazoncito. Me proyecté hacia su futuro y supe que, inevitablemente, la vida lo llevaría por caminos desconocidos y complejos. Cada vez más complejos y cargados de marchas, contramarchas, curvas cerradas, abismos, precipicios. Desde mi nueva mirada sobre la realidad que, gracias a la existencia de Santiaguito poseo hoy, también sé con certeza que existen las montañas para escalar, las alturas a las que se puede llegar, las estrellas que nos guiñan en las noches, el sol que alumbra nuestros días, las nubes hacia donde volar, las aves, las flores, los verdes de las praderas, con los cuales soñar.
 María Zulema Chervaz

Photo by Crissy Pauley from FreeImages

Hay soledad - María Zulema Chervaz


“Hay soledad en el hogar sin bulla,
sin noticias, sin verde, sin niñez.
Y si hay algo quebrado en esta tarde,
y que baja y que cruje,
son dos viejos caminos blancos, curvos.
Por ellos va mi corazón a pie.”

César Vallejo


La tardecita se ha puesto triste. Mi mano tiembla al colocar la llave en la cerradura de la puerta de calle. Sé que voy a entrar y nadie saldrá a recibirme. La casa está sola, apagada. Mi corazón, apretado, cansado de caminar, sin volar como hace tiempo.
Recorro las habitaciones llenas de muebles y diferentes objetos que aún permanecen allí. Cada uno me habla de alguien o de todos. Llego a la churrasquera. Gigante. Demasiado, para mi gusto. También allí encuentro el silencio. Está vacía…
El hogar se puebla de bulla, de niñez, del verde de gran cantidad de plantas, muchas con flores que forman arcos iris de colores, mezclándose unas con otras. Los niños corren de aquí para allá, jugando a la mancha, a la rayuela, a la ronda, a la pelota. Van llegando los hermanos, cuñados, sobrinos, nietos. Todos con algunas fuentes envueltas en repasadores impecables. Traje esta torta, Susana; Yo, unas empanadas; Aquí hay algo para picar; Aquí tienen… ¡También yo…! Y así sigue la algarabía. Susana, la Nona, prepara la larga mesa con manteles planchados que huelen a menta. Los platos blancos, los cubiertos de acero inoxidable, los vasos de vidrio, van siendo colocados con esmero.
El Nono atiende el asado. El fuego chisporrotea y el olor a leña quemada impregna el ambiente. Los comensales esperan las exquisiteces entre risas, bromas, cuentos, anécdotas. Ni te imaginás las noticias que te traigo; Imagino que no te vendrás con alguna necrológica; Escuchá, si lo hace siempre; Bueno, pero que se venga con alguna buena; Pará, pará, esta vez es un chisme; ¡Eso está bueno! Y las risas de las mujeres se hacen eco entre los árboles del gran patio.
La mesa redonda de hierro y mármol está ocupada por los varones que juegan al truco, en tanto pican quesos y salames de diferentes gustos, acompañados del vino que no falta.
¡A comer! ¡Vamos, vamos! ¡El asado se pasa! Todos apuran el paso, los chicos dejan sus cosas tiradas ahí donde juegan, para volver más tarde, después del helado que ha hecho la Tía, postre preferido de los más pequeños.
La mesa reúne a muchos en alegría que se repite cada domingo. En realidad, no es la mesa. Son los Nonos. El poder de convocatoria les nace de su generosidad, de las manos siempre abiertas al otro, hospitalarias, que han hecho de la casa cobijo para quien pase por ella.  
Otra vez escucho el silencio. Las lágrimas corren por mi rostro limpiando mi congoja. El Nono no está. La Nona se fue, siguiendo sus pasos. Junto con ellos se han ido la bulla, las noticias, el verde, la niñez. Las plantas lucen secas y quebradizas; los niños ya son mujeres y varones que, a su vez, tienen sus propios niños.
Hay algo quebrado en esta tarde que baja y que cruje en mi corazón. Es la presencia que se ha hecho ausencia dejando mi corazón de a pie…
María Zulema Chervaz


Imagen de StockSnap en Pixabay

Angustia - María Zulema Chervaz


“Somos nuestra memoria,
ese quimérico museo de formas inconstantes,
ese montón de espejos rotos.”
Jorge Luis Borges

No quiero dormirme… Cada noche se convierte en un suplicio agotador y, al despertar, no logro armar ese montón de pedazos de espejos que me torturan. Camino por lugares escarpados, cubiertos de maleza, oscuros y desconocidos. Arriesgo la vida paso a paso; aparecen personajes extraños que me infunden miedo profundo, aunque no intentan provocarme daño; siguen su camino como si fueran fantasmas que viajan a la deriva y cargados de tristeza. Los desconozco…
Busco lugares específicos a los que deseo o necesito ir; no los encuentro; camino por diversos senderos, calles de ciudades oscuras, con veredas sucias y viviendas cubiertas de moho; golpeo las puertas de esas casuchas; no hay respuesta; sin embargo, entro en angustiante desesperación por no llegar a ningún lugar seguro.
De pronto, y nuevamente en lugares escarpados, aparece una larga caravana de numerosas personas que caminan a paso rápido. Entre ellas, alcanzo a ver a mi Madre, ya fallecida, que me dice “allá va Papá; debes tener cuidado porque tiene noventa y un años”, señalando una persona muy alta y elegante, de traje oscuro. Corro hacia él gritando “Papá, Papá, ¿te acordás de mí?”; él me mira desde su altura y me dice: “¡Cómo no me voy a acordar, chiquita!” y, tomándome de la mano, continúa su camino conmigo…
Despierto…
María Zulema Chervaz

Imágenes de Foundry Co  y de Clker-Free-Vector-Images en Pixabay



domingo, 23 de junio de 2019

Sus manos - Olga Cortez Barbera

Llegó una mañana cualquiera. Otro empleado más en el consorcio en auge. Un “Bienvenido” de mi parte era suficiente. Que él se encargara de lo suyo, que yo tenía con lo mío. En el desbarajuste de lo que era mi vida desde que me casé y tuve hijos, no había espacio para entrar en detalles sobre el personal que entraba y salía de la empresa. Con pocas horas de dormir, llegaba agotada a la oficina y volvía a casa, poco más o menos, a rastras, luego de batallar con las complejidades de mi cargo y, al final, por un puesto en el autobús. Después, el tiempo se achicaba entre la cocina, el lavaplatos, la lavadora y acostar a los niños. Finalmente, con el deseo de caer en la cama y no abrir los ojos hasta el otro día, tener que sucumbir a los compromisos maritales, cuando el dolor de cabeza ya no funcionaba. No era falta de amor, era exceso de cansancio. Frente a mis respuestas fingidas, el romanticismo, que una vez nos uniera a mi esposo y a mí, comenzó a alejarse.
Así las cosas, Alejandro Santiago, el empleado recién llegado, bien podía caer preso de convulsiones a mis pies que, posiblemente, ni me enteraba. No obstante, poco a poco, fue atravesando los umbrales de mi mente, cuando percibí que me veía de continuo. Al principio, disimuladamente; más tarde, sin reservas. Yo sentía la mirada desde su escritorio, en el comedor, a la salida, en los pensamientos. Eso me incomodaba. Supuse que se había dado cuenta de mis fachas: nada a la moda, cero maquillajes. Aunque en mi agenda no tenía la más mínima intención de resultar atractiva, la vanidad no se hizo esperar. Me propuse mejorar mi aspecto. Incluí algunas cosas nuevas en el ropero y usé los labiales que estaban abandonados. Frente al espejo, se elevó mi autoestima. Cuando llegué a la oficina y vi su sonrisa, me agradó. Creí que, con esto, acababa la historia.
No. Paulatinamente, se fue acercando, con pequeños comentarios y algunas golosinas. Desde mi perspectiva, a los días, pensé que no era correcto y se lo hice saber:
-Señor Alejandro, no tiene por qué andar obsequiándome nada.
-Señora Palacios, ¡qué pena! No intento ofenderla. Tómelo como una atención de compañero de trabajo. Pero si le molesta, no lo haré más.
-Agradecida.
Se limitó al saludo. Entonces, lamenté su cortesía distante, pero como yo era una mujer casada, no hice nada por cambiar las cosas. Sin embargo, algo comenzó a lamer las paredes de mi estómago, cada vez que lo encontraba. “¿Acaso me estoy volviendo loca?”. Con la voluntad de los prejuicios, me enfrasqué en el trabajo y en las labores del hogar, tratando de apartar los pensamientos erróneos. Quise tomar mis compromisos de esposa, con la furia de las tormentas, para doblegar mis remordimientos. Intentos vanos: “Querida, ahora no”. El amor se nos había ido lejos. A pesar de todo, como a una casta doncella, le puse un cinturón de castidad a la pasión sin remedio, aunque por las noches diera vueltas en la cama y durmiera cada vez menos. 
Pero a la pasión no la detienen diques, murallas, ni fidelidades. Basta una brizna para atizar el fuego más intenso. La brizna vino con mi cumpleaños y un ramillete de flores:
-Buenos días, señora Palacios. Tenga usted un lindo día y reciba, por favor, este insignificante presente.
-Muy amable de su parte.
Se acercó un poco más. Su aliento era cálido y su mirada contenida. Tomé el ramo. Me fijé en sus manos. Varoniles, cuidadas y fuertes. Se me antojaron sensuales, únicas, pecadoras. Capaces de avivar llamas latentes, casi extinguidas. De explorar nuevas rutas corporales y sensaciones secretas. De llevar a abismos insondables, sin posibilidad de retorno. El ramillete hervía en mis manos congeladas. Flores exóticas, como el amor en los sueños inconfesables. Quise ser como ellas y, sin reservas ni prejuicios, abrir mis pétalos, sin importar las consecuencias. Deseé volverme lava entre sus manos.
Olga Cortez Barbera



Imagen de Phan Minh Cuong An en Pixabay  / Imagen de Kalman Kovats en Pixabay



La prueba - Pilar Galindo Salmerón


Me llamo Patricio y quiero ser periodista deportivo. Como ustedes comprenderán, no voy a firmar mis crónicas con ese nombre tan antiguo, así que llámenme Patri, por favor.
Mañana tengo un examen, es la madre de todos los exámenes.
No puedo fallar, es mi última oportunidad.
Cuando le dije a mi padre que quería estudiar periodismo, se quedó muy sorprendido.
–Pero si a ti no te van las letras, Patri, ni siquiera te gusta leer.
–Quiero ser periodista deportivo, papá, estaré al tanto de todas las competiciones, me pondré al día del mundillo deportivo, no te preocupes, estoy seguro de lo que quiero.
Don Augusto es el profesor más hueso de los que tenemos en el curso. Nos da Lengua y Literatura. El primer día de clase, nos dijo que los periodistas que salen de su aula son buenos profesionales, porque llevan un bagaje cultural que los coloca a la altura de los mejores. Este profe da unas clases muy amenas, se ve que es un enamorado de su asignatura. También le gustan mucho las citas, demasiadilla verán, ya verán.
Primer examen:
–Escriban libremente sobre la autora de estos versos: “Queredlas cual las hacéis o hacedlas cual las buscáis”
–Pista: quien escribe es una monja, allende los mares, y adelantada a su tiempo.
Recordaba que don Augusto había comentado esa poesía con mucho entusiasmo, por cierto, pero de ahí a saber quién la había escrito, había un trecho. Pensé y repensé sobre la pista de que se trataba de una monja, porque eso de los mares, no me decía nada. Recordé a Santa Rita, abogada de lo imposible, pero de ella no había hablado el profesor, así que no podía ser. Entonces me vino la inspiración. ¡Teresa de Jesús! No podía ser otra, y sobre ella escribí lo que sabía, que no era mucho, pero sí lo suficiente para aprobar.
Cuando el Prof. me entregó el examen corregido, vi en la primera hoja un dos, encerrado en un círculo rojo. Y algunos comentarios:
–Lástima que la autora de los versos sea sor Juana Inés de la Cruz, porque de Teresa de Ávila –no allende los mares– si sabe usted algo. Le aconsejo que estudie a Sor Juana, es la primera feminista, ahora su obra estaría de moda.
No me desanimó este primer suspenso, el curso acababa de empezar, ya tendría tiempo de superarlo. Mi padre, en cambio, no pensaba lo mismo.
--Ya te dije yo, que lo tuyo no son las letras, Patri, vas a tener problemas.
Para evitarme los problemas que auguraba mi padre, empecé a preparar unas fichas de datos, sacados de Internet, de los autores que don Augusto consideraba imprescindibles. Al mismo tiempo, busqué sinopsis de las obras que él había recomendado leer. Eran tantas, que ni aún dedicándole a la lectura todas las horas del día, habría podido abarcarlas. Les dejo una muestra, ustedes juzgarán.
Las ya citadas Sor Juana Inés y Teresa de Jesús, Fray Luis de León, Quevedo, Larra, Menéndez Pidal, Clarín, Unamuno, Ortega, Juan Ramón Jiménez… y como recomendación especial, “El Principito”, un libro, según el profe, lleno de belleza y sabiduría.
Segundo examen:
–Escriban libremente sobre el profesor que empezó su clase, después de una larga ausencia, con esta frase: “Como decíamos ayer”. Pista: Fue pronunciada en la Universidad de Salamanca, en el aula que hoy, lleva su nombre.
Esta vez me pareció que no era tan difícil dar con el autor de la frase, por supuesto, no me acordaba de quién la dijo, pero con la pista de la Universidad de Salamanca, en seguida pensé en Unamuno, que fue rector en esa universidad y lo largaron de allí por motivos políticos. Es lógico que al volver, para no meterse en líos, dijera a modo de saludo –como decíamos ayer– que es igual que decir –borrón y cuenta nueva–.
Cuál no sería mi desilusión, cuando vi un cero encerrado en el correspondiente círculo rojo al darme los folios el profesor.
–Lo que usted ignora Patricio, lo saben todos los japoneses que vienen con sus maquinitas a hacerse fotos en el aula de Fray Luis de León.
A grandes males, grandes remedios, me preparé el tema del dichoso fraile y me fui a ver a don Citas, se había ganado el apodo.
Le dije al profe que no me parecía justo que el hecho de no recordar una frase, llevara al suspenso, sin tener en cuenta si me sabía o no el tema.
Don Augusto me miró con sus ojos siempre empañados, como cercanos al llanto y dijo.
 –Yo no quiero que usted sepa unos cuantos datos de los escritores que estudiamos, quiero que puedan penetrar, aunque solo sea un poco, en sus almas. De ahí las citas, que dicen de ellos más que unas cuantas fechas. Siento que usted no lo vea así.
Cuando me vi cerca del tercer examen, amplié mis apuntes con todo aquello que pudo decir el personaje en cuestión y que quedara para la posteridad. También releí las sinopsis, buscando esa frase peliaguda que podía poner el profesor la próxima vez. Yo no podía hacer más.
Tercer examen:
–Escriban libremente sobre el autor de este verso: “No la toquen ya más, así es la rosa”.
–Pista: además de gustarle las rosas, era amigo de un borrico de pelaje plateado.
Como ya era habitual, no sabía a quién pertenecía el verso de la rosa. Sin ponerme nervioso empecé a repasar mentalmente todas las clases que nos había dado don Augusto y solo me aparecía una rosa.
En la historia del Principito, ese chaval que se cambió de planeta a causa de una rosa con la que se había enfadado. Y luego volvió a toda prisa para cuidarla. Podía cuadrar. Pensando en la pista, me acordé que en esa historia salía una serpiente y también otro animal que era amigo del Principito, ¿por qué no podía ser un borrico? Pensé que no tenía mala pinta. No obstante, volví a pensar, volví a repasar y a concentrarme. Nada rechinaba, todo en orden, esta vez acierto –me dije–.
Esperaba con impaciencia el día en que el profe diera las notas. Empezó, como siempre, a repartir los exámenes calificados. Me dejó para el final. Estábamos él y yo solos en la clase. Me extendió el papel, mirándome fijamente.
Esta vez, se trataba de Juan Ramón Jiménez. Tenía un cero enorme, sin círculo alrededor. Lo miré desconcertado.
–Usted quiere ser periodista deportivo ¿verdad?
–Sí señor, le contesté sin saber qué pensar.
–Dígame, Patricio, ¿por qué Cristiano no para ahora ningún balón, ni aunque le venga a las manos?
No pude menos de sonreír y decirle al profesor que Cristiano no era portero.
–Cómo se ve que no le gusta a usted el fútbol.
Don Augusto me miró muy serio y me dijo:
–Ni a usted la Literatura.
Me quedé mudo, fue él quien habló, me señaló lo que había escrito en el examen, además del 0.
–Estos dos libros se los lee usted enteros, Patricio, enteros ¿Me entiende?
–En el caso de que quiere presentarse al examen de septiembre.
Sí, señor –atiné a decir mientras leía: Platero y yo, El principito–. Que me llamen Patricio, me da mal fario.
Esta broma del deporte me ha hundido
¿Qué me dicen ustedes, tienen razón mi padre y don Augusto? ¿Sigo erre que erre con lo mío?

Pilar Galindo Salmerón

lunes, 18 de marzo de 2019

Una linea recta - Olga Cortez Barbera


Espirales de viento no merman el calor. Las gaviotas planean sobre el cardumen cubierto por el oleaje, indiferente a los bañistas, a la competencia de veleros, que se lleva más allá, y al frenesí de los participantes, aupados por el ansia de trofeos y medallas. El mar, en su esplendidez, los complace a todos. Menos a ella que, indiferente a lo que sucede en el entorno, se encuentra tendida sobre la arena y bajo un sol entronizado en el centro del cielo. Hay seres así, como ella, para los que la medida del tiempo no tiene la menor importancia. Quizás, porque perciben la vida como una línea recta que termina sin sentirlo. Sin embargo, ahora es distinto. Sabe que pronto llegará el fin. Su atención se concentra en cómo evitarlo.
Sin nadie que pueda ayudarla, trata de moverse, pero las extremidades no le responden. Parálisis total. Dos niños corren por la playa. Se detienen frente a lo inesperado y observan. “Parece muerta”, dice uno. “Mejor nos vamos”, dice el otro. Siguen su carrera, salpicándola de agua y arena, riendo a carcajadas, que se confunden con la algarabía de las gaviotas, los gritos de los espectadores de la competencia de veleros y la reverberación del mediodía. Los cangrejos salen de las piedras húmedas y se acercan a la figura yerta. Uno le muerde un brazo. Ella se asusta, no puede hacer nada para alejarlo. Bajo el astro que no se mueve, siente que se sofoca. Desde donde está, podría contemplar la curva del horizonte. Más le interesa el mar. ¡Cómo le gustaría nadar en el vientre de algas y corales, terminar con la crueldad de los cangrejos y protegerse del sol!
Se resigna. Todo acabará pronto. La vida ya no es una línea recta que termina sin sentirlo. Es asfixia, es ardor, es sufrimiento. Sólo para ella, en esos minutos que le restan de los otros, desde que cayó sobre la arena, a expensas de lo que quiera darle el destino. El sol sigue en su sitio, la competencia aún no termina, las gaviotas se elevan después de atrapar los peces… Ella se irá y el mundo no bajará el ritmo. Alguien casi pasa de largo. Como hicieron los niños, se detiene y la observa. La mueve de un lado a otro. “¡Aún hay esperanzas!”, exclama. Sin dudarlo un instante, la toma de un extremo y la lanza al agua. La vida renace en la estrella de mar que vuelve a su castillo de coral.
Olga Cortez Barbera

lunes, 11 de marzo de 2019

El regreso - Jesús Reinaldo Castillo Frau


Se estremeció cuando el carro militar se detuvo frente a la casa. Alejandro le había anunciado en la última carta su regreso en abril, mes previsto para la boda. Pero aún faltaban dos meses. Quizás por sus méritos le habían anticipado el fin de su misión, pensó. Lo vio descender con dificultad y corrió a su encuentro.
—¡Amor, qué sorpresa! ¿Estás herido? —dijo después del abrazo y el beso con cierto desgano de él.
Se encaminaron hacia la casa. Una mujer los esperaba en el umbral con los brazos abiertos, una sonrisa y un grito de alegría. Un chico de unos trece años irrumpió y se unió al nudo del regreso. Entraron. El chico no apartaba los ojos de las medallas que relucían en el uniforme militar. Un hilo acuoso brotaba por un extremo de sus labios mientras se lo imaginaba en la bruma de la pólvora y los rumores del combate. Iba a decir algo, pero la mujer le enjugó la secreción, y dijo:
—Tu mamá se habrá maravillado, aunque estés más delgado y haya más tristeza en tus ojos. La guerra es dura y lejos de la familia. No sé cuántas cartas te hizo Patricia. Tuyas llegaron unas pocas. Si vieras el cuarto para cuando se casen. Ven.
Él no respondió, bajó la cabeza y se dejó caer en una silla.
—Te ayudamos —continuó la mujer ofreciéndole una mano—. Ven.
—No insistas, mamá.
La mujer temió que algo grave escondía. ¿Las secuelas de otras heridas? Por eso su frialdad y tristeza. Sé cómo fue la despedida con Patri. Ella me lo confesó. Su padre no lo sabe. Es su  joya más preciada. Gracias a Dios que no la preñó. Ha regresado y parece otro. Siempre tan alegre y cariñoso. ¿Acaso la guerra mata los sentimientos? ¿Acaso aunque se vuelva, nunca se regresa? Sea lo que sea se tiene que casar.
—¿Mamá, qué pasa? —inquirió la hija.
—Nada, nada.
Tampoco para Patricia pasó inadvertida la tristeza e indiferencia del novio. Se lo atribuía a la guerra. Sus cartas traían olor a pólvora y añoranza. El amor sería el remedio que le iluminaría el alma. Ya no sería como la noche presurosa del adiós. Entonces sí su simiente germinaría como una semilla corazón en su vientre.
El chico hizo un gesto para quitarle la gorra, pero él le sujetó la mano, y dijo:
—No, no, por favor.
La mujer volvió a pensar, ahora con desenfado: "¿Qué carajo le pasa?  El niño está con su bobería, admirado por su llegada. ¿Será  que no habrá boda? ¿Otra mujercita en su camino? Allá también había mujeres y tanto tiempo sin coger. Quién sabe. Pero…"  
Se oyó el sonido de un claxon. Patricia corrió hacia la ventana.
—¡Es el carro militar! —exclamó.
Alejandro se puso de pie. Le revolvió los cabellos al chico, besó las mejillas de Patricia y de la mamá.
—Se me acabó el tiempo —dijo.
Las mujeres se miraron aturdidas; el chico lo abrazó y sintió algo en sus manos que no sabía expresar.
—¿Te vas tan pronto? —Inquirió la mujer, y continuó—: No vas a esperar aunque sea un café e invitar al compañero.
—No. Seria molesto para él.
—¿Quién es?
—De la guerra.
—No entiendo.
—Mamá, son cosas de militares.
El esbozó una sonrisa como quien quiere estar alegre.
La mujer del desenfado pasó al enigma. ¿Qué secreto  misterio escondía? La gorra enterrada ocultando la mirada.  ¿Acaso adquirió alguna enfermedad?  Esa tierra es de brujos. De allá trajeron la brujería, el grajo y se mezclaron con otros y otros y se armó tremendo ajiaco.
—Alejandro, hijo, estás aquí con los tuyos —dijo, y casi suplicante—: ¿Qué te pasa?  ¿Qué ocultas?
Él estrujó los labios, tratando de evitar  la fuga de lo que no podía decir.
—Me tengo que ir. Ese ha tenido demasiada paciencia. —dijo, y se encaminó hacia la puerta.
—¿Es tu jefe?
No pudo más, y dijo:
—Es el señor del  mundo, de las sombras…
La mujer se persignó y lo vio alejase renqueando hacia el carro militar.

Jesús Reinaldo Castillo Frau


        Gráficos de pngtree.com

domingo, 3 de marzo de 2019

Dejé mi piel en Isla de Cabras - Elsia Luz Cruz Torruellas

Libre,
como el sol cuando amanece,
yo soy libre, como el mar.
Como el ave que escapó de su prisión
y puede, al fin, volar”.
Nino Bravo

El fortín estaba en actividad continua. Desde su única garita, los soldados ofrecían vigilancia constante al puerto. Los veíamos subir y bajar, entrar y salir, cruzar la bahía hacia y desde la isla grande.  Su nombre oficial era San Juan de la Cruz pero, todos, lo conocíamos como el Cañuelo.  Fue construido en tiempos de la colonización española en el islote cercano a la Isla de Cabras, a la entrada oeste de la bahía de San Juan. Reforzaba al Fuerte de San Felipe del Morro, guardián principal de la ciudad capital, que se alzaba señorial e imponente, justo al frente.

A mis hermanos y a mí nos gustaba observar, desde nuestro lado del mar, lo que allí ocurría.  Ellos jugaban a ser militares y formaban tales batallas que mamá, en ocasiones, tenía que intervenir.  Para mí, el fortín era un castillo medieval y su garita, una torre encantada, como las de los cuentos que papá leía después de la cena.  Me imaginaba princesa cautiva de alguna hechicera, en espera del Príncipe Azul quien, en cualquier momento, llegaría en un corcel alado a mi rescate.

Vivíamos en el paraíso, uno muy pequeño, pero paraíso al fin. Isla de Cabras, rodeados de mar, vegetación, algunos animales  y muy poca gente. Allí podíamos correr y jugar sin temor de perdernos o que alguien nos hiciera daño.  Nuestro único límite era el hospital prohibido, al fondo de la isleta. Teníamos la libertad para ir a cualquier sitio menos a aquella edificación. Por supuesto, eso agigantaba nuestra curiosidad y, de vez en cuando, desobedecíamos y nos escapábamos.  Nunca habíamos logrado ver a los enfermos, ni nos atrevíamos a entrar, pues las palabras de mamá eran amenazantes. “Es contagioso”, advertía, “si alguno de ellos te mira, se te caerá la piel”. Fueron muchas las veces que subimos al muro circundante, pero jamás osamos  brincar al otro lado. Allí vivía gente aislada del resto de la población, prisioneros sin delito, cautivos sin condena. No quería convertirme en uno de ellos.

Aunque, en cierta forma, también nosotros estábamos separados del mundo. Entre San Juan y la isla, una profunda bahía; mis únicos amigos eran mis hermanos y no veía a más adultos que a mis padres y los pocos empleados de la isla.  Don José, mi papá, era el encargado de la seguridad y el mantenimiento. Cada dos semanas iba, por barco, a la isla grande, a rendir su informe y buscar provisiones.  En las pocas ocasiones que me llevaba, cuando cruzábamos la bahía y pisábamos los adoquines de la antigua ciudad amurallada, descubría otro mundo, otra forma de vivir. Eran los últimos años del siglo 19 y, aunque todavía no lo sabíamos, también los últimos de dominación española.

Llegaron tiempos de guerra. En Puerto Rico (junto con Cuba, las únicas colonias que conservaba España en América) se temía alguna represalia como secuela de la explosión del Maine en La Habana. Con sorpresa, vimos cómo en mayo de 1898, el gobierno español hundía dos de sus barcos de vapor, el Manuela y el Cristóbal Colón.  Papá nos explicó que el propósito era  bloquear la entrada al puerto y, por eso, los habían colocado en la parte más estrecha de la bahía, justo entre el Morro y nuestra Isla de Cabras. Para tranquilizarnos nos decía que eran medidas preventivas, que no nos preocupáramos, pero yo veía la misma ansiedad en sus ojos que cuando se aproximaba un huracán. Días después apareció toda una escuadra estadounidense cerca de los muros del Morro.  Durante la noche, y a oscuras, los barcos habían sido acomodados en lugares estratégicos. El Iowa, un acorazado, fue el primero en disparar.  Poco después, desde el Castillo San Cristóbal escuchamos la respuesta.  Así comenzó el bombardeo al Morro, dos horas de angustia  y terror.  Las bombas seguían cayendo, en el mar, en los barcos anclados, en la misma ciudad de San Juan. El viento parecía traernos gritos del otro lado de la bahía, rezos.  Imaginábamos a los habitantes  huyendo hacia los pueblos cercanos.  Y nosotros, en la isleta, en el mismo centro de un fuego cruzado, a punto de ser convertidos en botín de guerra y sin posibilidad de escapar.

En medio de toda esta conmoción, mi curiosidad imprudente me tentó a salir del refugio. Papá nos había hecho ocultarnos en una tormentera que había preparado para los días de mal tiempo.  Sospechábamos que no era a prueba de bombas ni balas, pero aun así, allí nos sentíamos más seguros.  Aproveché un momento de aparente calma en que mis padres se durmieron para husmear por los alrededores.  Me llamó la atención aquella mujer, cubierta con una manta, a quien nunca había visto.  Estaba arrodillada en la arena, mirando hacia el mar. Aún salía humo del Castillo del Morro, pero no era eso lo que contemplaba. Su vista estaba fija en las olas a las que nadie podía bloquear la entrada y las cuales seguían estrellándose, una y otra vez, en las murallas de la ciudad.  Me acerqué a ofrecerle ayuda. Me miró.  Apenas pude ahogar un grito, se le veían llagas en los brazos y las piernas, había perdido el cabello y tenía un hueco horrendo donde debió estar la nariz. Mi primera impresión era que había sido herida por una de las bombas, pero ella misma me aclaró, casi sin voz, que no me le acercara, que estaba leprosa.  ¡Una de las enfermas del hospital prohibido! Salí corriendo de regreso a mi refugio, más asustada que antes.  No volví a verla, pero sus ojos me persiguieron por mucho tiempo. Y, el miedo a que se me cayera la piel, también.

Meses después, papá nos dio la noticia.  “Nos vamos, chicos, a vivir a la ciudad”.   La decisión nos tomó por sorpresa.  ¿Cómo íbamos a abandonar este mundo de aventuras y fantasía donde éramos felices?  Papá insistió en que teníamos que abandonar la isla, que mis hermanos y yo nos estábamos criando como salvajes, que necesitábamos escuela y
socialización.  No le creímos, sabía que algo más pasaba.

No lo comprendí hasta que no vi las astas del lejano Morro.  Ya no estaba allí la bandera acostumbrada. En su lugar, ondeaba una desconocida, de franjas y estrellas. La Isla de Cabras pasó a otras manos  y papá perdió su empleo.  Nos mudamos a la ciudad capital en la isla grande. Me matricularon en una escuela, donde se impartían las clases en inglés, se cantaba otro himno, se menospreciaba lo hispánico y se glorificaba una historia ajena. Me sentaban en un salón de clases con otros treinta niños, tan confundidos como yo.  Era entonces cuando, perdida en mis recuerdos, me convertía en gaviota y volaba libre sobre la isleta, la que podía ver al otro lado de la bahía, tan cerca pero inalcanzable.

El siglo 20 llegó a Puerto Rico con aires reformadores, intentos fallidos de convertirnos en lo que no éramos, de hacernos pensar en un idioma que no entendíamos y bailar al son de una música que no era la nuestra.  Igual de fallidos que la idea de olvidar mi Isla de Cabras, mis primeros años de infancia, y aquellos ojos, tan desesperanzados como mis ansias de libertad, que quedaron anclados en la arena junto a mi piel de niña.

Elsia Luz Cruz Torruellas

A mi abuelita Esperanza, que vivió sus 
primeros años (1892-98) en Isla de Cabras

Nota:
La Isla de Cabras, por su ubicación estratégica en la entrada de la Bahía de San Juan, frente al Morro, cobró importancia militar tanto bajo el gobierno español como el estadounidense.  Originalmente estaba formado por una isleta alargada  y un islote rocoso cercano.  En este último, se construyó, en el siglo 17, el fortín San Juan de la Cruz, conocido como “El Cañuelo”.

A finales del siglo 19, con el fin de aislar a las personas contagiadas con lepra, se construyó allí un leprocomio.  Además, una casona, un dispensario y una casa para el mayoral o encargado y su familia. Para el 1910, vivían en la isleta 20 pacientes y 14 empleados. El leprosario fue cerrado en 1926, pero permanecen sus ruinas en la Isla.
  
Hoy ambas islas están unidas a la “isla grande” y pertenecen al municipio de Toa Baja, Puerto Rico.  Es un área recreativa con una hermosa vista al viejo San Juan, sus edificaciones, la bahía y el Castillo del Morro.

sábado, 2 de marzo de 2019

Nube de arena - Onésimo Andrade M.

Hace cinco mil años, los Cronis, procedentes de la Galaxia Torne-58, recogían información sobre los diferentes planetas que albergaban vida. Analizaban la evolución de sus habitantes y la posibilidad de extraer el silicio, elemento indispensable para la supervivencia en Cronistafe. 

Se dirigieron a Gea, un planeta nunca antes visto. No hubo contacto directo; sus naves nodrizas volaron sobre las ciudades. Por primera vez sus habitantes se maravillaron al ver, en el cielo, naves espaciales de diferentes formas. 

En Gea, las artes, los tratados sobre matemáticas, astronomía, agricultura, se habían desarrollado a un ritmo acelerado; sus habitantes eran superinteligentes y la causa para haber llegado a ese nivel estaba en la utilización del papel, en el intercambio de la información, el apoyo de los diferentes gobiernos a todas las actividades científicas. 

El conocimiento estaba contenido en millones de libros. Cada metrópolis tenía una inmensa Biblioteca, donde llegaban los ejemplares desde diversas partes del planeta.

En Cronistafe, analizaron la información. El Presidente del Consejo Galáctico impartió la orden de invasión a su asistente Kesek-21.

Fue en una noche de octubre, cuando la lluvia de estrellas Oriónidas hizo su aparición. Destellos de varios colores iluminaron el espacio; camuflados entre éstos, miles de pequeñas cápsulas. Al tocar la superficie en Gea, cada una liberó a dos microorganismos que comenzaron a propagarse con la brisa: el primero, parecido a la bacteria Arquea; el segundo, un virus que modificaría el ADN de sus habitantes.

Muy pronto observaron cómo los libros en las bibliotecas eran consumidos por la nueva bacteria. Aunque se hicieron estudios para su eliminación, los resultados fueron ineficaces. El trueque y las transacciones con monedas era lo que reinaba. Por doquier se escuchaban gritos de maldición contra los dioses y Gobiernos exigiendo solución.

La siguiente generación comenzó a nacer muda, nadie podía dar explicación. Las protestas con elementos que emitieran sonidos sucedían sin descanso. 

La angustia reinaba en la población. Entonces, el lenguaje de señas se masificó.

–Señor Presidente, la primera fase ha dado resultado –dijo Keske-21.

–Termine la misión.

Sorpresivamente aparecieron cientos de naves surcando el espacio en Gea. La más grande aterrizó y por una rampa, bajaron robots de cinco metros de altura. Llamaba la atención sus vestidos, parecían estar cubiertos con leds de diferentes colores. Hubo enfrentamientos, batallas; los invasores tenían rayos cónicos que emitían un sonido de alta frecuencia y, al mismo tiempo que los habitantes de Gea acercaban sus manos a los oídos, perdían el conocimiento. Luego, al despertar sus reacciones eran iguales a la de los zombis. Los invasores les hablaban mediante telepatía, les hicieron saber que ellos fueron enviados para colonizarlos. Ante su impotencia los de Gea, se rindieron. 

Los Cronis determinaron que los desiertos eran los puntos claves para la concentración de humanos. Entonces, se inició el proceso de abastecer las naves. El ambiente se fue rodeando de una gran nube de arena, a los esclavos se les hacía difícil respirar; para contrarrestar tal acción comenzaron a usar rudimentarias máscaras. El sudor, el cansancio y el hambre fueron diezmando la población.

Una parte de los moradores se refugió en cuevas; desde allí comenzaron las investigaciones para obtener su libertad. No podían utilizar el papel, solo delgadas láminas de cobre.

Una supertormenta solar se hizo presente, nunca había sucedido en miles de años. La gigantesca explosión electromagnética generó corrientes eléctricas que se expandieron repentinamente por las líneas de conducción eléctrica; los transformadores estallaron.

Los invasores comenzaron a desplomarse delante de los asustados habitantes. Las naves alienígenas caían del cielo como meteoros envueltas en llamas.

Millones de años después, una mujer de Gea, con el torso desnudo, senos erectos, se apoya en el hombro de su compañero, luego apunta con su dedo hacia la iluminada bóveda celeste. Al mismo tiempo que sonríe, se escucha:

“Ogg, uhh, uh, oggu…”.

Onésimo Andrade M.

Imágenes de Monsterkoi (libro) y de pixel2013 (paisaje), ambas en Pixabay

La cicatriz - Alberto Fernández

Mazarredo era un puerto pequeño. De pescadores. Sus pocos habitantes acudían con una cesta a recibir la cosecha que traía por la tarde, en su bote, un solitario pescador. Lo hacían caminando por una calle, la única. En pendiente llegaba al mar. Tapizada de conchillas terminaba en las olas. Un inútil faro, viejo y derruido, la remataba.

Anchoíta, desde temprano era una mancha en el océano. Flaco, alto, pelo negro. No era ésa su notoria identificación. De su oreja a la boca, como marcando el camino de la voz, una profunda cicatriz lo caracterizaba. El surco reproducía una historia. Vino en bote desde otro pueblo más lejano: La Sureña. Anchoíta, y la cicatriz. Ésta ya tenía una identidad.

Se ignoraba la verdad en Mazarredo. La contaba en el bar, en fantasiosos relatos. Bebía hasta tarde. Vivía en una casilla de madera próxima al boliche. Tambaleando, a un paso de la colchoneta.

Distintas versiones circulaban en Mazarredo sobre su vida en La Sureña. Pero lo más intrigante era la historia de la cicatriz. Casi todas coincidían en que la causa de la pelea había sido una cuestión de mujeres. Tal vez por el consuetudinario “cherchez la femme”. Otros hablaban de deudas de juego, trampas de naipes. Viejos enfrentamientos. En La Sureña se sabía, pero La Sureña estaba lejos.

Era costumbre de Anchoíta levantarse muy temprano ya sea para internarse con el bote o recorrer a pie buscando en la extensa superficie que abandonaba el mar en la bajante.

Cuando se levantaba seguía en vigilia para evaporar vinos y juntar recuerdos. Su evocación recurrente era la herida abierta como una flor. Sangre y alcohol. Aquella noche de boliche la luz del farol se reflejó de improviso en los aceros. El tajo recorría el camino de lo que se dijo a lo que se oyó. Lo llevó a Deseado un parroquiano con chata… Lo cosieron de apuro dos médicos del hospital. Dejaron esa profunda huella que dividía en dos la mitad derecha de su rostro.

Una mañana quiso ver como lentamente el disco luminoso alumbraba desde el horizonte los rizos que el viento acariciaban las aguas del mar. Junto a una vieja sentada en una roca se apoyó Anchoíta.

¿Qué espera? le preguntó.

El sino del mar le contestó. Comprendió que algo no le había sido devuelto.

Espérelo. Un día se lo devolverá.

Y usted ¿que busca?

La cadena y el colgante que me mandó mi madre antes de morir, donde decía la verdad.

¿Qué decía?

No la leí, ni lo haré si la encuentro. La perdí cuando llegué a este mar. Al bote lo pudo una ola de costado. Los dos tenemos secretos escondidos en el fondo.

Esta agua guarda ocultos cadáveres arrojados desde aviones me contestó.

Usted ¿qué espera?

Mi paz contestó la vieja.

Oscurecía. Dos camaradas de búsqueda a orillas del mar.

Alberto Fernández