sábado, 2 de marzo de 2019

La cicatriz - Alberto Fernández

Mazarredo era un puerto pequeño. De pescadores. Sus pocos habitantes acudían con una cesta a recibir la cosecha que traía por la tarde, en su bote, un solitario pescador. Lo hacían caminando por una calle, la única. En pendiente llegaba al mar. Tapizada de conchillas terminaba en las olas. Un inútil faro, viejo y derruido, la remataba.

Anchoíta, desde temprano era una mancha en el océano. Flaco, alto, pelo negro. No era ésa su notoria identificación. De su oreja a la boca, como marcando el camino de la voz, una profunda cicatriz lo caracterizaba. El surco reproducía una historia. Vino en bote desde otro pueblo más lejano: La Sureña. Anchoíta, y la cicatriz. Ésta ya tenía una identidad.

Se ignoraba la verdad en Mazarredo. La contaba en el bar, en fantasiosos relatos. Bebía hasta tarde. Vivía en una casilla de madera próxima al boliche. Tambaleando, a un paso de la colchoneta.

Distintas versiones circulaban en Mazarredo sobre su vida en La Sureña. Pero lo más intrigante era la historia de la cicatriz. Casi todas coincidían en que la causa de la pelea había sido una cuestión de mujeres. Tal vez por el consuetudinario “cherchez la femme”. Otros hablaban de deudas de juego, trampas de naipes. Viejos enfrentamientos. En La Sureña se sabía, pero La Sureña estaba lejos.

Era costumbre de Anchoíta levantarse muy temprano ya sea para internarse con el bote o recorrer a pie buscando en la extensa superficie que abandonaba el mar en la bajante.

Cuando se levantaba seguía en vigilia para evaporar vinos y juntar recuerdos. Su evocación recurrente era la herida abierta como una flor. Sangre y alcohol. Aquella noche de boliche la luz del farol se reflejó de improviso en los aceros. El tajo recorría el camino de lo que se dijo a lo que se oyó. Lo llevó a Deseado un parroquiano con chata… Lo cosieron de apuro dos médicos del hospital. Dejaron esa profunda huella que dividía en dos la mitad derecha de su rostro.

Una mañana quiso ver como lentamente el disco luminoso alumbraba desde el horizonte los rizos que el viento acariciaban las aguas del mar. Junto a una vieja sentada en una roca se apoyó Anchoíta.

¿Qué espera? le preguntó.

El sino del mar le contestó. Comprendió que algo no le había sido devuelto.

Espérelo. Un día se lo devolverá.

Y usted ¿que busca?

La cadena y el colgante que me mandó mi madre antes de morir, donde decía la verdad.

¿Qué decía?

No la leí, ni lo haré si la encuentro. La perdí cuando llegué a este mar. Al bote lo pudo una ola de costado. Los dos tenemos secretos escondidos en el fondo.

Esta agua guarda ocultos cadáveres arrojados desde aviones me contestó.

Usted ¿qué espera?

Mi paz contestó la vieja.

Oscurecía. Dos camaradas de búsqueda a orillas del mar.

Alberto Fernández





1 comentario:

  1. Qué misterio, Alberto, el de esa cicatriz, seguramente el mar que guarda tantos secretos, un día dará lo que esperan la vieja y Anchoita. Ese mar rizado que observan con esperanza.
    Pilar.

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