Cada uno de nosotros, los habitantes del planeta azul, dispone de un tiempo propio, el de su vida y, a la vez, tiene un lugar reservado en el tiempo del mundo.
El tiempo, al pasar, nos empuja a
recorrer nuestro camino, luego sigue su ruta hacia el futuro, y a nosotros,
concluido nuestro ciclo, nos abandona en el pasado.
No tiene fronteras el tiempo, ni
limites, nos envuelve y nos cobija en el lugar asignado, junto a nuestros
sueños, invenciones y quimeras. En la Estafeta del Tiempo, se depositan los
mensajes destinados a gentes que ya no están en el presente. Suele tratarse de
cuitas antiguas o de arreglos de cuentas atrasadas. Allá, casi al final del
mapa que abarca el siglo XIX, se encuentra don Leopoldo Alas, afamado escritor.
Acaban de entregarle una citación y el buen señor se pregunta: ¿Quién querrá
verme y para qué? Sentado en la Sala de Encuentros de la Estafeta del Tiempo,
hay un señor de tez morena, quevedos y pelo oscuro planchado hacia atrás. El
caballero evidencia su nerviosismo jugueteando con sus lentes, que se quita y
se pone sin cesar.
A la puerta de la sala llega una dama
muy joven y muy hermosa, tiene los ojos y el pelo negros, va peinada con un
moño alto y tocada con un sombrerito gris.
Al verla, don Leopoldo se pone en pie
de un salto y avanza hacia ella murmurando:
—Ana, Ana Ozores.
La dama sonríe y le tiende una mano enguantada,
él se inclina y la roza, sin llegar a besarla. Se la queda mirando entorpecido
por el asombro. Es ella quien dice:
—Vamos a sentarnos, quiero hablar con
usted.
Ocupan las dos únicas butacas de la
Sala de Encuentros.
El escritor dice:
—¿En qué puedo servirla? -Verá usted,
don Leopoldo, la pregunta es muy sencilla:
—¿Por qué dio usted una vida tan mala
a la pobre Regenta?
—Disculpe, yo no pensé hacerle daño a
mi personaje, yo inventé una historia para demostrar lo mal que la sociedad
trataba a las mujeres, en la época que me tocó vivir, un tiempo oscuro, dominado
por prejuicios y exigencias que siempre supeditaban a las féminas al varón, como
si fueran menores de edad.
—Eso ya lo sé, señor mío, cómo no
saberlo, después de un siglo de artículos y estudios sobre su obra. Sin
embargo, hay dos escritores, uno ruso y otro francés, que crean dos heroínas —Anna
Karenina y Madame Bovary—. Ellos también tratan de liberar a la mujer de las
ataduras de los prejuicios, las motivaciones son iguales a las suyas, pero el final
de esas mujeres es más dulce que el que usted diseñó para mí.
Don Leopoldo está escandalizado.
—Nadie debe quitarse la vida por propia
mano ¿el suicidio le parece a usted un final dulce?
—A veces, señor escritor, la muerte es
más tolerable que ciertas vidas. Voy a recordarle cómo terminó Ana Ozores:
abandonada por su amante, el hombre al que quería de verdad, deshonrada ante su
entorno social, muerto su marido en el campo del honor, defendiendo la honra de
la Regenta. Hasta Dios la rechazó cuando acudió a la Iglesia.
—No, doña Ana, Dios no la rechazó, fue
una rama corrupta de la Iglesia, un sacerdote mujeriego, avariento y loco de celos,
el que la dejó humillada y sola. Dios no estaba en la catedral ni en esa
sociedad hipócrita. A doña Ana le queda Dios. A las otras dos mujeres, no les
quedó nada.
La dama lo mira y sonríe,
—Muy bien, usted me ha dado su
versión, pero yo no sé cuál es la opinión de Dios al respecto.
Como mi creador me remite a Dios y yo
no voy a parar hasta saber si Él tendrá piedad de la Regenta… le pediré una
última información, don Leopoldo.
—¿Sabe usted si en el cielo hay Estafeta
de Correos?
Pilar Galindo Salmerón
Original planteamiento, el personaje dialogando con su creador da la posibilidad de explicarse a ambos y muy buen final a mi también me interesa saber si en el cielo hay estafeta de correos.
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