miércoles, 28 de noviembre de 2018

El surco - Pilar Galindo Salmerón


El espectáculo me produjo una triste sensación de vacío. Para qué esa algarabía hueca, para qué las flores y los cirios. No era más que el apolillado ropaje de la muerte.  Bien es cierto que la abuela Úrsula tenía noventa y tres años, que desde hacía semanas vivía unida a cables y sueros, que su presencia en este mundo resultaba ya inútil y cansina. Por eso cada uno de los recién llegados, al saludar a unos deudos escasamente tristes, hacía el mismo comentario.

 –Ya descansó, pobre, lo que ella tenía no era vida, sino mal morir-.

Y el aspaviento, con la mano en el pecho –vamos, yo no querría llegar a eso. Luego, se acercaba otra persona a acompañar a la familia en su duelo, a repetir la paz que la muerte habría traído a la difunta y así desplazaba al anterior, que podía marcharse a engrosar los corrillos en los que se prendían cigarros y se hablaba del tiempo y la cosecha.

A mí me interesaron, sin embargo, esos tres que, refugiados en el extremo de la sala y juntas las cabezas, siseaban sin cesar mientras dirigían en derredor miradas cautas, para asegurarse de no ser oídos. Los maridos de las hijas, las herederas de la tierra.  Cuando mi madre abandonó la finca, se vieron ya en posesión de las vides. Pero Úrsula tardó tanto en morirse... en la espera habían envejecido.

Yo no soy aquí más que un mandado, alguien que desempaña su papel de ser visto para cumplir con lo establecido, para dejar en buen lugar a la familia. Mi madre me lo pidió tímidamente —sólo tienes que hacerte ver, Marcos, les das la mano y desapareces—. Casi lloraba al decirlo y yo sabía que sus lágrimas no eran por la difunta. Así que, en vez de poner excusas o negarme directamente, dije que sí, que iría. Mi madre guardaba profundas heridas en el alma, rencores que tal vez morirían con ella. Había tenido la delicadeza de no hacerme partícipe de los agravios que esas gentes le habían causado, para no malquistarme con nadie, decía. No obstante, si supe siempre que era ella, la muerta, quien le había amargado la vida a mi madre. Úrsula, mi abuela paterna.
    
Doy un par de vueltas por la sala  abarrotada y nadie se me acerca; no es extraño, el último contacto que tuve con el pueblo, se remonta a  veinte años atrás. No es fácil reconocer en mí al niño rubio y tímido que abandonó la hacienda para ir a vivir a la ciudad. A la abuela y las tías sí las he visitado alguna vez, siempre en fechas señaladas y solo para contentar a mi madre. Antes de acercarme al duelo, me quedo un momento observando a distancia el grupo de los deudos, en el que debería ingresar como nieto de la difunta.  En primer lugar,  Dolores, Ángeles y Angustias, mis tías: enlutadas y viejas,  altas y flacas, con la barbilla cuadrada de su madre, la nariz afilada y los ojos sumisos a fuerza de bajarlos ante la autoridad materna. Mujeres tristes, resentidas con su vida, pero incapaces de cambiarla.  Mamá siempre decía que yo era igual a mi padre y él, igual al abuelo Agapito. Y me mostraba álbumes de fotos en que aparecía un hombre achaparrado que sonreía bajo un sombrero de paja y daba la mano al hijo, mi padre, a quien según todos dicen, tanto me parezco.

—Mujeres, nada más que mujeres—, eso decía Úrsula para quejarse de que sus hijas sólo hubieran parido hembras, ella, al menos tuvo un varón y para agravio y celos de toda la familia, mi madre, que era una extraña, me había engendrado a mí. Yo, Marcos Villanueva, él único hombre en la familia. Porque los yernos, los que en el extremo de la sala juntaban sus cabezas para conspirar, esos no cuentan. —No llevan la sangre de los Villanueva San Leandro—. De ahí la insistencia  de la abuela en que yo viniera a vivir aquí.

—Solo los que conocen las cepas, tienen derecho a su sangre. Debes curtirte en los viñedos,  Marcos, las uvas son nuestra vida, su jugo fortalece nuestros huesos desde hace generaciones—. Eso decía la abuela con ocasión y sin ella.

Cuando mi padre murió, mi madre no quiso ni pensar en quedarse en la finca y, menos aún, dejarme aquí, como le exigía la abuela.

Dos hombres entran portando unos ramos de flores, abren las cortinas  para colocarlos junto al ataúd. Por un momento, cesan los murmullos. En ese silencio intruso se oye claramente una voz.

—¿Accidente? Se quitó la vida por su propia mano.

La voz indiscreta muere ahogada por una oleada de  susurros y bisbiseos. 
Me quedo inmóvil, miro el grupo de los yernos, de donde salió esa terrible revelación. Un portillo se abre en mi alma y por ahí entran los gritos y llantos de mamá, las voces urgentes de los hombres, ese rostro de hielo y cal que me hicieron besar. —Despídete de tu padre—.  Las flores derramadas en el surco de donde lo levantaron con la garganta abierta —la escopeta, se le ha disparado—. El eco de esas palabras despavoridas recorrió los pasillos, los cuartos, la cocina, las cuadras  —se le ha disparado, disparado…

Salgo de la sala abriéndome paso a codazos y corro campo a través, en dirección a la casona. Ahí está, hecha un gurruño junto al fuego, buscando calor para sus huesos tan viejos. Ella crió a mis tías y a mi padre y también se ocupó de mí, mientras vivimos en la finca. Al oírme llamarla rebulle y abre los ojos:

—Marcos, hijo, pero eres tú, cuánto me alegro de verte…

Pero no le doy tiempo, me acuclillo delante de ella, le cojo las manos secas y heladas, la miro a los ojos.

—Qué le pasó a mi padre, Tata, cuéntamelo.

La viejita me abraza, solloza contra mi hombro, mueve la cabeza aceptando lo irremediable. Luego dice:

—Tú padre no pudo resistir la presión de su mujer y de su madre, que lo llamaban cada una a su bando. Los tirones lo desgarraron. Tu madre quería ir a vivir a la ciudad, donde tenía su plaza de maestra, Úrsula lo urgía  —Tienes que vivir aquí, en la finca, cuidando de lo tuyo—.

Cuando tu abuela vio que perdía el pulso, se enfureció y  le soltó en su cara. —Anda, síguela, igual que  los perros siguen a la hembra, pegados a su trasero—.

Tu padre no era fuerte. No tuvo valor para acompañar a tu madre, dejó que se fuera sola y al amanecer, después de cantar el gallo…

—Esa es la verdad hijo, que Dios lo haya perdonado.

La Tata me grita cuando ya estoy fuera...

—Marcos, Marcos… escucha, al final ha querido arreglarlo. Todo es para ti, muchacho, todo… Ellas no lo saben aún, pero la vieja Tata lo sabe.

Voy a los viñedos,  busco el surco donde mi padre se abrió la garganta con un cuchillo de pólvora, me lleno la mano con esa tierra fértil y maldita, la dejo escurrir entre mis dedos y escucho el latido de mi sangre. Veo las caras desencajadas de mis tías, el triunfo final de Úrsula, entregando su herencia a un hombre de su sangre.

 –El hijo de mi hijo. Ni para parir un varón habéis servido.

No te preocupes, papá, me iré de aquí, haré lo que tú hubieras querido hacer. Seré libre por ti, papá. La abuela, desde la otra orilla, no podrá evitar que sus hijas se destrocen por las malditas uvas.

Epílogo

¿Quién nos dirá de quién,
en esta casa, sin saberlo,
 nos hemos despedido?

Jorge Luis Borges


Pilar Galindo Salmerón

7 comentarios:

  1. Escrito que llega dentro.
    Enhorabuena a ese valiente y a la escritora.


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  2. Enhorabuena tu escrito llega al alma.
    Enhorabuena a ese valiente que se atreve a vivir libre. Ana R.

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  3. Me ha gustado. Ha tocado algo dentro de mí que había guardado y lo ha sacado a relucir. Gracias.

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  4. Tan bien describes a los personajes que uno se cree la historia. Podría estar escrita por Delibes, o por Cela,enhorabuena.

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  5. Enhorabuena a ese valiente, que se atrevió a vivir su vida.
    Una historia sin duda, con alma. Como quien la escribe.

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  6. Los temas de familia muy bien logrados y muy cercanos a realidades que hemos vivido todos. Muy bueno. Alberto

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