viernes, 2 de noviembre de 2018

Vientos del sur - Mario Ferrari

Llegaron como llega el huemul cauteloso. Así como el ciervo merodea de tanto en tanto, desde un lugar seguro. Más allá del monte, a orillas del lago. Aparecieron, aquella madrugada, mientras un sol horizontal enhebraba en el bosque delgadas agujas. Con la típica actitud del venado, prudencia erosionada por la curiosidad o el hambre. Sólo que ellos —algunos de ellos— arribaban montados en vehículos cuadrados, sobre ruedas de caucho hendidas por profundas grietas. Otros conducían máquinas con tentáculos rojos y ostentosas llantas. Varios de los nuestros, de los hombres de la tierra, recorrían el sendero que baja desde el cerro, en busca de agua del río. Desde ese sitio pudieron verlos. A mitad de camino —los nuestros, digo— se detuvieron, regresaron con los cántaros vacíos. Allí están ahora, los visitantes. Instalan instrumentos sobre trípodes, escudriñan con ojo atento a través de ellos. Toman fotos, se los ve cambiar opiniones, discuten en voz baja. Luego, a medida que la tarde avanza, unos pocos montan tiendas de campaña. Dos o tres uniformados que hasta ahora habían permanecido alertas, al margen del movimiento, colaboran en las tareas. Al caer la noche, los vigilantes se mantienen fuera de las carpas, alrededor de una fogata que alimentan de a ratos.

Dentro de los diez o doce ranchos, la gente sabe que algo sucede. Curimán es un hombre callado, sigiloso. Aunque él no lo sabe —es su vida, siempre ha sido así—, camina, piensa, decide como un conductor natural. Cada uno de sus ademanes parece estar provisto de un significado especial. Al contrario de tanta gente que gesticula para hacerse entender, se podría reconocer un motivo en cada mínimo movimiento de Curimán. Por ello mismo, su poder está en el silencio. Un silencio que su gente puede escuchar cuando él lo decide. Esa mañana camina despacio, calmo en apariencia, entre las cuatro paredes de adobe. Sin embargo, sus pasos resuenan en el valle. El sonido llega a cada vivienda, a cada mujer, a cada hombre. Los cerros reproducen el eco de las pisadas como si algún sentido oculto les fuera revelado con cada una de ellas. No le hace falta hablar. Su gente, los hombres de la tierra, escuchan y comprenden.

—¿Entonces, ingeniero? —consulta Eusebio. Han pasado ya tres meses desde el estudio preliminar y el capataz, como los demás, está preocupado por su trabajo. Las visitas al lugar, las mediciones y análisis, habían creado una sensación de avance. El silencio de los últimos días provocó el efecto contrario. Incertidumbre y temor.

—¿Entonces, ingeniero?

El ingeniero Villaluz duda por un momento. Se toma la barbilla. Tal vez es otra de sus poses, un estilo profesional que exhibe de continuo, aunado a la particular influencia de aquel par de años en el ejército. Esa experiencia consiguió invadir incluso su lenguaje.

—Entonces, en marcha.

—¿De veras, Inge? Pero si hasta ayer no teníamos noticias.

—Hasta ayer, hasta ayer. Ahora las tenemos. Yo te las estoy dando. Ya estamos listos para empezar, la autorización, los permisos, todo está en orden.

El mestizo titubea en este preciso instante, frente a una decisión que esperaba con ansiedad pero ahora es decisión tomada, una realidad.

—Pero, ¿y esa gente? ¿Dónde irá esa gente?

—No te preocupes, es mi responsabilidad. Todo está en orden. El lunes atacamos el proyecto. De todas formas, vamos a conferenciar con ellos. Lo saben, están acostumbrados a moverse de un lado a otro. El mundo avanza, Eusebio. Ellos no serán un problema.

Las pisadas de Curimán resuenan dentro del rancho, salen y despiertan las conciencias adormecidas en cada rincón del valle, la montaña, el lago, los hombres y mujeres. El cóndor reconoce el llamado silencioso de su hermano de la tierra. Abre las alas, planea en círculos. De alguna forma, todos los habitantes de los cerros y el bosque comprenden y esperan. Curimán emerge de su vivienda y, uno a uno, los hombres y mujeres lo hacen a su vez. Hombro con hombro, los habitantes de la decena de viviendas se acercan y configuran una línea compacta, una sola presencia. Hacia el frente, los visitantes han regresado en grupo. Un puñado de ellos se acerca. Será el momento de la negociación. Cuando están a unos cuantos metros, se detienen.

Una brisa cálida comienza a recorrer el bosque, los cerros, la hilera de hombres de la tierra, los extraños visitantes. Antes de que alguien pueda pronunciar palabra, la brisa se transforma en viento, el viento en remolinos aquí y allá. El aire golpea la mejilla derecha de Curimán, el primero en la fila. Reseca su piel con un calor tan penetrante como el huraño frío del invierno. Algo inesperado sucede. La mejilla marchita. El rostro, el cuello, el cuerpo todo, parecen convertirse en arena. Uno a uno, todos los hombres de la tierra sufren la misma transformación. Los cuerpos semejan estatuas de piedra que se desintegra en fino polvo. Primero la cabeza. El cuerpo, las extremidades, se desgranan con el paso del viento. Arena. Entonces desaparecen, se integran con la tierra.

Ha pasado tiempo desde que el ingeniero Villaluz y sus hombres regresaron azorados de esos montes. Aquel suceso inexplicable cambió algo en la vida de cada uno de ellos. No fue fácil asumir lo sucedido, encontrar respuestas. El transcurso de los días permitió que ese impacto inicial fuera reemplazado por el descreimiento y el olvido, en la medida en que fue posible. Claro, el proyecto debía continuar. Fue necesario reemplazar algunas personas. Hubo quien nunca más deseó volver al lugar. Villaluz no tenía opción. Su vida futura dependía de aquel proyecto.

Llegaron como llega el puma temerario, así como ataca de tanto en tanto a los animales indefensos. Aparecieron aquella noche, mientras una luna encendida a pleno dibujaba sombras a los lados de los ranchos desiertos. Con la típica actitud del felino, implacable impunidad impulsada por el hambre. Sólo que ellos venían montados en máquinas y vehículos extraños, ajenos a aquellas tierras, ahora desoladas. Nadie pudo verlos. Instalaron instrumentos sobre trípodes, prepararon todo para el trabajo de la madrugada. Nadie los vio encender una fogata y rodearla, mientras conversaban, analizaban, discutían. Al alba remontaron el camino que sube al cerro. Silencio, sólo silencio. Los altos cipreses se balancean con ritmo armónico a su paso. Cuando arriban a la aldea, una brisa cálida envuelve a los hombres con una sensación de bienestar y placidez. Todo está en orden. La calma y el aire, sobre todo el aire, los sumerge en un estado casi irreal de sosiego. Antes de que alguien pudiera disfrutar del todo de aquella paz, la brisa se transforma en viento, el viento en remolinos aquí y allá. El aire golpea los cuerpos y los recuerdos del ingeniero Villaluz. Ahora el viento es torbellino, empuja a los trabajadores con tal fuerza que con dificultad pueden mantener el equilibrio. En medio de esa rara explosión natural, el grupo sólo atina a escapar, vuelve por donde vino.

El bosque, el cerro, el lago, están ahora más solos que nunca. Un día más tarde, una semana, un mes después, Villaluz y su gente regresan al lugar. Nada que hacer, sufren las mismas consecuencias. El ingeniero se establece en la ciudad y asesora empresas sobre obras civiles. Es un hombre callado. Ya no se escucha su particular lenguaje, ya no dice “afirmativo” como respuesta a una pregunta directa. Ya no muestra entusiasmo a través de un “ataquemos” fervoroso.

Un hombre cobrizo avanza, sube desde el lago por el camino que lo lleva al cerro. Lo hace con lentitud, como si saboreara el aire y el aroma de los cipreses y la tierra. Lo sigue una mujer pequeña. A sus espaldas, envuelto en una manta multicolor, un niño callado, de mejillas encendidas. Más atrás, la lenta columna. Silencio. Misterio de un silencio que parece expresarse. En seguida se juntan, se separan, comienzan a reparar las paredes de adobe. No hacen falta las palabras. Cada cual sabe qué debe hacer. Cuál es el sentido de cada gesto, de cada acto. Uno de ellos, uno en particular, parece haber nacido para conducirlos. Hombres y mujeres han llegado al lugar que les corresponde. Paciencia milenaria. Sabiduría que construye. Son ellos, una vez más. Los hombres de la tierra.

Mario Jorge Ferrari

8 comentarios:

  1. Nada, sin palabras, se me hicieron polvo en el teclado.

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  2. Un mensaje de esperanza. El tiempo pone todo en su lugar.

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  3. esperanzador, el tiempo pone todo en su lugar.

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  4. Sí, marme. Ojalá siempre sucediera así, con justicia.

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  5. Los hombres de la tierra no pueden ser expulsados, la misma tierra los protege. Ojalá
    Es tu estilo , Mario, tu estilo de siempre.
    Pilar.

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  6. Un canto a la esperanza en un estilo Literario perfecto. Felicitaciones Mario. Alberto Fernandez

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