viernes, 2 de noviembre de 2018

Que acabe la caridad y que empiece la justicia - Florencia Pérez Declercq

Que vengan o que no vengan;
al pueblo nadie lo asfixia.
Que acabe la caridad
y que empiece la justicia.

Aunque se sintió halagada cuando su jefe la seleccionó para ese viaje de negocios, un dejo de inquietud se le coló en el cuerpo. La tarea no parecía difícil: algunas entrevistas pautadas para presentar los productos de la empresa, recorrer la ciudad para sopesar las posibilidades de inserción en el mercado. Sin embargo, sacarla de su departamento a tres cuadras de la oficina, cinco de la casa de sus padres, ocho de la casa de su amiga, a un subte de cualquier otro destino frecuente, era como arriesgar  el trasplante de una azalea de la cómoda maceta, a ese rincón inhóspito del jardín.

Pasaporte, plata, pasaje. Pasaporte, plata, pasaje –Sabrina repasó mentalmente las prioridades.  Sus padres fueron a despedirla. Era la primera vez que viajaba sola. Una mezcla de entusiasmo y temor la invadían. Cuando el avión despegó y el comandante de abordo hizo el anuncio del tiempo de vuelo hasta la ciudad de México, la sonrisa que había ostentado hasta ese momento se le disolvió. Luego, con la película, el servicio de comidas, y alguna charla cortita con la señora que ocupaba el asiento contiguo, se fue sintiendo mejor. Le llamó la atención un hombre ubicado al otro lado del pasillo que escribía. Se fijó bien para ver si estaba copiando algo pero no, simplemente escribía. Algo tan sencillo le llamó la atención ya que le resultaba muy raro que alguien pudiera escribir tanto así, simplemente, sin copiar. Ella no podría. No era lo suyo improvisar. Era eficaz y responsable. Se sentía más atenta que de costumbre. La situación era nueva y eso había encendido sus alarmas. Cuando ya se había familiarizado un poco con las circunstancias, se relajó un poco. Logró dormirse incluso. Estaba soñando con el mar, cuando una fuerte turbulencia la despertó y escuchó, aunque sin comprenderlo, el anuncio en inglés que sonaba por el altoparlante. La señora de al lado le explicó que el avión iba a tener que hacer una escala de emergencia. No le explicó el por qué ni ella tuvo ánimos de preguntar.

Fue un aterrizaje movido. Estaban en un pequeño aeropuerto al norte de la provincia de Salta. Si ese era su primer viaje al exterior, aún no lo había logrado. El descenso fue a pie por la escalerilla; nada de manga, ni de free shop, nada del glamour del aeropuerto de Buenos Aires. En el interior de la sala de arribos los pasajeros se dispersaron. Sabrina hubiera querido que estuvieran todos juntos y que les indicaran con claridad qué hacer. Vio que varios, luego de hacer algunas averiguaciones, se iban a tomar un taxi. Ella seguía al lado de la señora con la que había viajado. Al grupo que había quedado le dijeron que un bus los llevaría al aeropuerto de Salta capital y desde allí conectarían con otro vuelo hasta La Paz, Bolivia. Y luego de algunas horas de espera, conectarían por fin con un vuelo a México por otra compañía aérea. No era lo previsto, pero al menos había una hoja de ruta, un plan a seguir.

Tardaron bastante en indicarles dónde tomar el bus. Vio que eran pocos los que quedaban del grupo original. Incluso su compañera de asiento ya no estaba. El transporte se había llenado con gente que parecía del lugar, cargada de bolsos, paquetes y más paquetes. No era lo que se dice un bus de lujo ni mucho menos. Pero tenía un asiento asignado. En muchas situaciones su sonrisa transparente le había resuelto muchos problemas, pero ahora era como el control remoto que se queda sin pilas. A nadie parecía importarle los inconvenientes ocasionados y los nervios que ella estaba pasando. Sabía que tenía que reclamar. Si no lo hacía ahora, era porque estaba muy nerviosa y porque las respuestas a sus preguntas anteriores habían sido más bien parcas. Pero ya reclamaría desde el hotel cuando tuviera acceso a una computadora con internet. Pensó en mandarle un mensaje a su mamá, pero no quiso preocuparla. Mejor lo haría cuando estuviera en el aeropuerto de Salta. Cuando el micro arrancó, el cansancio acumulado se hizo cargo de ella y la sumió en un sueño corto y profundo. Al despertar vio por la ventanilla y tardó unos segundos en tomar conciencia de toda la situación. Intentó relajarse. Miró a su alrededor y vio que algunos iban conversando animados. Los niños jugaban entre ellos y el hombre que iba a su lado dormía. La mirada se le perdió entre cerros y quebradas y aunque intentaba no hacerlo, no podía parar de mirar el reloj y calcular cuánto faltaba para llegar a Salta. Sabía que allí se sentiría más segura. Al menos era una ciudad capital. Le habían dicho que eran aproximadamente ocho horas. Igual que su horario de trabajo. Ocho horas. Se aferró a esas dos palabras como a un mantra. Le dio por pensar en su vida cotidiana. Si estuviera en Buenos Aires ese día se hubiera levantado temprano, hubiera acomodado un poco el departamento antes de ir a la oficina y al salir de allí, habría ido al gimnasio, porque era jueves. A lo mejor, a la noche hubiera salido a cenar con sus amigas. Así era su vida: sencilla y predecible.

Sintió hambre y por más que revolvió en su cartera no encontró más que un caramelo. Se dio cuenta que no iba a llegar al hotel en el tiempo previsto y que no tenía modo de avisar. Hacía rato que su teléfono móvil se había quedado sin batería y, aunque tuviera, seguramente no iba a tener señal en aquel lugar. Recordó que, cuando en el seguro de viaje, había tenido que poner un teléfono de contacto, puso el de la oficina. En ese momento la oficina sería un recinto oscuro en el cual el titilar de alguna luz testigo o de algún monitor encendido le daría un aire artificial. Pensó que a lo mejor en el hotel alguien se preocuparía por ella. Instintivamente miró el reloj. Ya faltaba menos, habían pasado cinco horas. Si fuera su horario de trabajo, lo que restaba era lo más liviano.  En eso venía pensando, cuando el micro se paró y vio que la ruta estaba cortada por un grupo de hombres y mujeres que la ocupaban de lado a lado. Había un fueguito al costado. Alzaban banderas y algunos carteles de protesta. El corazón le dio un vuelco. Sentía que ya había suficiente desorden en sus planes. Estaba haciéndose a la idea del cambio y ahora esto. El chofer se bajó pero la gente permaneció adentro y las conversaciones se animaron. Comentaban algo de un ingenio azucarero que estaba despidiendo gente.

Vio por la ventanilla que el chofer se cambiaba la camisa por una camiseta de fútbol. Eso no era bueno. Ya no se veía más la marca de la empresa. El hombre subió y con voz contundente anunció que no se podía seguir. Que tampoco había combustible para emprender la vuelta, ya que el contaba con volver a cargar combustible a unos ochenta kilómetros más adelante. La gente, como si estuviera acostumbrada a estas cosas, comenzó a bajar. Sabrina buscaba desesperadamente a alguien que perteneciera al grupo que iba en el avión pero no reconocía a nadie.  Tal vez fueran aquellos que se bajaron en el primer pueblo. A lo mejor optaron por un taxi. De los que venían en el micro, algunos se dirigieron a un costado de la ruta y otros comenzaron a caminar hacia atrás, aparentemente hacia el cruce de rutas que habían pasado unos pocos kilómetros antes. Ella no sabía cuál era su rebaño. Le hubiera gustado que alguien se lo indique. Pensaba en preguntarle al chofer pero, al verlo conversar amistosamente con varios de los que estaban abajo, cambió de idea y finalmente optó por seguir a los que iban al cruce de rutas. Una mujer que iba con una niña gritó al resto que esperen, que venía alguien más. El gesto fue como una bebida caliente en una noche fría. Cuando se acercó la mujer le dedicó una sonrisa y le dijo que no se preocupe, que se iban a acercar a la casa de una conocida y desde allí esperarían que algún micro que los pudiera llevar por otro rumbo. Supo que no era momento de preguntar horarios.

Caminaron bastante. Aunque a su alrededor la vista era monótona y seca, ella sentía que su paisaje interior crecía a cada paso. Inauguraba sensaciones que jamás había tenido. En algún momento miró hacia abajo y le hizo gracia lo ridículos que se veían sus zapatos, cubiertos de polvo, desencajando sin remedio en ese camino árido y desconocido. Cerca de una arboleda se detuvieron frente a una casita, pequeña pero muy prolija. Unos perritos salieron a recibirlos. La dueña de casa se asomó y con un gesto les indicó que pasaran. Puso la pava al fuego, y las mujeres formaron ronda alrededor del mesón que estaba bajo el algarrobo. Los hombres se apartaron un poco.

Sentada a la ronda fue observando a cada una de esas mujeres. Por alguna razón se guardó de quejarse. Y, a medida que la conversación avanzaba, se daba cuenta que sus quejas resultarían una caricatura frente a las vidas que estas mujeres describían. La dueña de casa desenredó con paciencia el drama del desempleo de su marido y sus hijos mayores. Empezó a circular el mate y la mujer sacó de la casa un pan grande, tibio y pesado que fueron partiendo y compartiendo. Con alegría recibió su parte. Tenía hambre. Cuando lo tuvo en sus manos le dio por pensar en lo distinto de ese pan universal y compartido a ese que ella solía sacar cada mañana de un envoltorio plástico, y del que salían cuadradas tostadas para untar con algún producto que viene en otro envoltorio plástico. Se produjo un silencio que interrumpió sus pensamientos. Era un silencio azul y profundo que no invitaba a ser roto. Observaba las manos de esas gentes, manos de trabajo que transmitían serenidad. Adentro las sensaciones se le agolpaban y casi, casi se había olvidado por qué estaba ella allí. La noche fue apagando el día y fueron las estrellas y algún fueguito los que iluminaron la charla. Hablaron de la escuela, del largo viaje de los chicos para ir a clase, de la maestra embarazada, de lo lindo que quedó el patio. Se acordó que ella misma aportaba dinero a una fundación que apadrinaba escuelas rurales. Pero esto era la realidad. Aquello era apretar una serie de teclas para admitir que el banco le debite un dinero para esa fundación. Comprendió de golpe la diferencia entre la caridad y la justicia. Qué distante le parecía todo. Qué absurdo. La realidad hacia foco y se plantaba frente a ella para ser mirada, para ser sentida, experimentada. No a través de una pantalla. Estaba ahí, al alcance de la mano. Alguien le preguntó qué hacía por allí. En pocas palabras contó su situación. Pensó que la iban a mirar raro, pero no. La escucharon con atención y respeto.

A lo lejos los perros anunciaron la llegada de alguien. Se trataba de una pareja joven que venía a pedir refuerzos porque parecía que querían desalojar el piquete. Todos se pusieron de pie, menos ella. Otra vez decidir, otra vez entender lo que ya había sido dicho. Estuvo a punto de preguntar pero reconoció que sobraba su pregunta, así que tomó su cartera y siguió al grupo. Se le desordenaron las prioridades. La valija, a la cual había puesto tanta atención en el aeropuerto de Buenos Aires, se había tornado un objeto incongruente con la situación. Apuró el paso y notó que la esperaban. Una mujer de la edad de su madre le explicó un poco más las circunstancias. Habían despedido a doce trabajadores y el resto no estaba dispuesto a continuar si no los reincorporaban. Al instante le vino a la mente la escena de cuando despidieron al chico de limpieza, y entre las chicas de la oficina le compraron un regalo de despedida. Dos mundos. Un abismo entre ellos.

Siempre le habían dado un poco de miedo los grupos grandes de gente. Pero el hecho de haber pasado un rato compartiendo la charla y el mate borró en parte ese miedo. Apuraba el paso, como el resto. Tardó en distinguir mejor la escena. Una escena que sólo había visto en la tele. De un lado, más lejos, la gendarmería, del otro la gente. Cuántas veces había preguntado una dirección a un policía de tránsito, o se había sentido más segura por la presencia de uno de ellos. Esta vez estaba del otro lado. Aunque no se sentía parte de ese grupo, al menos sabía que con el otro no tenía nada que ver. El uniforme, la forma de pararse, la obediencia, los volvía un poco artificiales. Una de las mujeres notó su desconcierto y le dio la mano. Sintió el calor humano de esa mano. Si en otras circunstancias un desconocido le hubiera dado la mano, ella la hubiera rechazado. En ese momento, era la posibilidad de recibir un mensaje mucho más contundente que cualquier palabra. Se quedó un poco atrás. Eran los hombres los que estaban más adelante. Sus rostros dignos, su paso firme.

Al rato llegaron más grupos de gente. No llevaban más armas que su honestidad y su determinación. Eso podía percibirse a la legua. El grupo se hizo compacto y empezó a avanzar. Los gendarmes retrocedieron ordenadamente. Alguien tuvo que explicarle lo que eso significaba. Los obreros iban a reingresar al ingenio y la patronal tenía que dar marcha atrás con los despidos. Sabrina estaba tratando de dimensionar la situación, cuando vio que atrás se acercaba un micro y algunas personas se alejaban. Una de las señoras con las que habían compartido los mates le dijo que ella se iba con ese micro, que pasaban por la casa donde habían dejado las cosas y luego partían por otro camino para Salta capital. Le dio algo en el alma dejar el lugar con toda esa gente luchando por lo suyo, pero no había tiempo de vacilaciones y se fue con la señora. Por fin sintió que tenía una compañera de viaje, pero esta vez la palabra le sonó nueva, distinta a causa de lo compartido. Era verdad que el viaje recién estaba comenzando, que aún no había salido del país y, sin embargo, una parte de ella ya había cruzado límites decisivos.

Florencia Pérez Declercq

3 comentarios:

  1. ¡Wou! Qué manera de narrar ese proceso que lleva a la verdadera solidaridad. Gracias.

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  2. La solidaridad de los que sin ser participes del conflicto estàn presentes convalidando esa lucha por los derechos. No los que marcan la Ley, los otros , los de vivir dignamente. Alberto Fernandez

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  3. Cómo puede uno aprender tanto en tan poco tiempo..Jay experiencias que marcan para siempre muy bien narrado esa catarsis
    Pilar

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