No perdono a la muerte enamorada
ni perdono a la vida, desatenta...
Elegía, Miguel Hernández
Regresé,
luego de alejarme unos años, al barrio de mi infancia. Allí encontré a una de
las más queridas amigas.
Sentadas en la misma roca en que nos sentábamos de niñas, me dijo en voz baja y
triste: “ya no quiero vivir”. A los catorce años, con su vientre recrecido y
las rodillas escondidas en la evidente hinchazón de sus piernas, mi amiga, la entrañable,
la extrañada, me anunciaba la falta de sentido de su vida. En broma, por incrédula,
le aconsejé disponer de sí con el mismo veneno con el que nuestros padres se
deshacen de los ratones. Le dije que lo bebiera con leche para que no le
supiera tan amargo. “Bueno, mejor con agua”, corregí, recordando que la leche
era un lujo en su vida, solo disponible para quitarle lo puya al ralo café de
sus mañanas. Mi broma la devolvió con llanto. Un llanto suave, sin sollozos,
calladito. Comprendí que hablaba en serio. Arrepentida la abracé. Le
dije cuanto la amaba. La mañana siguiente me despertó mi tío. Con voz
entrecortada por la emoción me dijo: “Sol (ella, la de los rayos de luz en el
nombre) se suicidó. Tomó veneno para ratas con un vaso de agua frente a su
hermana”. Esa hermana contó que comenzó a retorcerse de dolor y a vomitar
sangre, pero que llegó viva al hospitalillo. Allí la recibió una
enfermera desvelada que se ocupó de hacer con ella el inventario de lo inexistente.
No tenían lo necesario para salvarle la vida, solo una ambulancia vieja y
trotona en que la trasladaron, luego de localizar, borracho, al conductor, al
Hospital de Distrito. “Pobrecita”, añadió mi tío, “nadie sabe quién es el papá
de su bebé”. Lloré amargamente. Por amor, por remordimiento. Sol me visitó
cada noche durante muchos años. Jugábamos a que estaba viva o a que estaba
muerta. Era un sueño tan real que muchas veces creí que lo soñaba despierta.
Esta fue la segunda vez que la muerte me dejó, confundida, del mismo lado de
la vida.
Una tarde me
quedé a solas con Gloria. Me pidió que me acostara a su lado y la abrazara. A
la amiga robusta y alegre, decidida y coqueta, la esperaba la muerte, y tal
como lo dice Miguel Hernández, “enamorada” y “desatenta”. Una lenta y dolorosa
enfermedad se apoderó de su cuerpo, al que le despejó todo, menos los huesos
y el pellejo. Le dejó intactas, en cambio, la hermosura de su rostro junto a
las ganas de amar y ser amada. También la lucidez para verse morir. Cuidar de
Gloria me enseñó la gloria de cuidar. Para
ella y por ella inventé inverosímiles cuentos mientras masajeaba sus pies con
perfumadas cremas cuyo olor cosquillea mi nariz cada vez que pienso en ella.
Esa tarde a la que aludo me acosté a su lado y abrazadas, le susurré al oído:
”¿volverás de la muerte si es posible? ¿me contarás si Dios existe? ¿me dirás
como se siente estar muerta?” Asintió con mirada cómplice e hicimos un pacto de
amigas a punto de perderse. Junto a Gloria, con toda su vida en ella, pude
llorar su muerte.
La tarde en que le permitieron morir estuve
ocupada en salvar mi propia vida. En el momento exacto en que apagaron el
respirador que durante un año permitió a los médicos declararla viva, trataba
yo de sobrevivir a un propio e intenso dolor. No estuve allí para verla ir... Y
me quedé, muy sola, de cuerpo presente, otra vez justo al otro lado de la
muerte. Gloria se fue tranquila. No ha vuelto. No sé si es porque la muerte es absoluta y eterna
o si se retrasa para disfrutar de mi impaciencia. Pero, cabe decir, y esto es muy
cierto, que desde hace un tiempo me visita una mujer desconocida cuyo rostro no
alcanzo a ver, que se hace visible por momentos y se mueve con sigilo. Se ocupa
de encender y apagar, de abrir y de cerrar. Y no molesta.
Todo esto lo
cuento para que vean que son cuatro las veces que la muerte me dejó del mismo
lado de la vida.
Hilda Vélez
Photo by Waldemar Brandt on Unsplash
Gracias Mario por publicarlo. La imagen me parece perfecta.
ResponderBorrarMuy real y emotivo. Es al lado de la vida dónde duele la muerte...
ResponderBorrarQué triste puede ser la vida cuando los muertos nos dejan. Nos quedamos sin saber qué hay del otro lado por la desmemoria de Gloria.
ResponderBorrarMe gusta la mención a Miguel Hernández...No perdono a la muerte enamorada...
Pilar.