No puedo quitarme de la cabeza los ojos de ese hombre, el temblor de su voz, su desesperación. Si yo supiera fingir, como tantos en este oficio, teatralizar el contacto de ultratumba, el mensaje transmitido al alma buscada… quizás lo hubiera salvado. Siempre huyendo de los atavíos truculentos, de esas túnicas negras, llenas de estrellas, rayos o calaveras, precisamente para mostrar la seriedad de mi trabajo, a los que tienen necesidad de hablar con los muertos. ¡Ah, si hubiera sabido mentir con solvencia! Pero no pude hacerlo, ni siquiera lo intenté, horrorizada como estaba por la historia de Melody, por el sufrimiento de Andrés, lo eché todo a perder. Y ahora me carcome la pena y no puedo olvidar las palabras, esas terribles palabras…
Siempre me pesará tan dañina honradez.
Obediente a mi invitación, el hombre que vacilaba en el
umbral, entró, cerró la puerta y ocupó la silla colocada frente a mi mesa,
aunque sólo la mitad de ella. Y se quedó allí, tieso, sin rozar el
respaldo del asiento, enmudecido por los nervios o por el miedo a poner en
palabras su apremiante petición.
Tuve que tomar la iniciativa.
—Dígame, qué quiere de mí.
La voz, que pretendía ser acogedora, me salió sin embargo
aguda y helada, Andrés, así dijo que se llamaba, hubiera querido
marcharse, incluso llegó a apartar un poco la silla, pero debió recordar que
este era su último asidero, de modo que levantó los ojos empañados de miedo y
trató de sostenerme la mirada. Pero bajó la cabeza enseguida. Y así quedó,
inmóvil y mudo. Hasta que volví a animarlo para que pusiera palabras a su
problema.
—Empiece por cualquier parte. Y cálmese, yo puedo
ayudarle.
Quizás porque mis últimas palabras sonaran más humanas, o
porque había tocado fondo su angustia, Andrés comenzó a hablar entre
tartamudeos, que se fueron corrigiendo a medida que los recuerdos tomaban
forma en su mente.
Y esta es la historia que hubiera preferido no
oír.
—Hace tres años yo estuve en la guerra, una guerra
que no era mía y para la que no estaba preparado. Tanto tiempo sesteando en el
cuartel, haciendo guardias y ensayos de escaramuzas, que cuando me vi en
un frente auténtico, con un enemigo real delante, sentí un miedo cerval. Pensé,
al ver morir gente a mí alrededor, que yo no estaba preparado para matar. Y
mucho menos para morir. Si hubiera servido de algo habría suplicado que me
sacaran de allí. Yo no valía para esta guerra terrible, tan distinta de la
fingida. Pero de allí solo saldría cuando hubiera terminado nuestra misión que,
paradójicamente, al decir de los mandos, era una misión de paz.
El instinto de supervivencia y el tiempo lograron al fin
hacer de mí un soldado en toda regla. Cuando se trata de tu vida o de la del
otro, tienes que escoger de prisa y sin dudar. Y para eso has de ser fuerte
y duro. No puedes desmayarte al ver los trozos del soldado que estaba
a tu lado, hombro con hombro, un minuto antes. Tienes que agradecer a
tu suerte que la granada no te alcanzara a ti, sino a él. Pero cuando eres capaz
de conservar la cabeza fría ante tales espectáculos, es que algo ha muerto en
ti, algo que te estorbaba para la guerra pero que echarás de menos en la paz:
la piedad. Un soldado no puede tener piedad.
Y la paz estaba allí, a la vuelta de la esquina, una paz
de mentira, sólo una tregua entre dos carnicerías, pero al menos no era el
frente ni se oían los obuses. Estábamos en lo que fuera el salón de masajes de
madame Luzi, allí no había habido propiamente masajistas sino chicas amables
que te adivinaban el pensamiento. No les sería demasiado difícil, tan
predecibles somos los soldados. Pero cogidas en mitad de un avance o una
retirada, para el caso da lo mismo, las chicas, la mayoría de ellas, habían
logrado huir. Allí había un poco de comida pasada, algunas botellas de vino y…
Melody. Éramos siete en el grupo. Deambulábamos por el edificio vacío en busca
de algo que no fuera vino, cuando la encontraron. Si estaba allí, es que era
puta. Qué más podíamos necesitar después de seis meses sin catar mujer. Yo no estaba
con ellos, me quedé dormido en una mecedora antigua, parecida a la que había en
casa de mi abuela, tal era mi cansancio. Me despertó la urgencia de sus voces.
Me tenían preparada una sorpresa.
–Andrés, mira que te hemos guardado, tío, ven, no te lo vas
a creer.
Para sobrevivir en una guerra hace falta vencer al miedo
y no tener piedad, eso ya lo he dicho antes, pero hay algo más; es preciso pertenecer
a un grupo, tener amigos y serles fiel. Ellos eran mis amigos. Sé lo que
está usted pensando, señora, tal vez la chica no era una trabajadora del salón
de masajes, sino alguien que se acercó allí buscando refugio o comida. O sea,
no era puta. Pero eso mis compañeros no lo sabían, ni siquiera lo pensaron. Y
tampoco importaba. Yo no estaba, pero llegué a tiempo y no podía saber que
todos habían pasado ya por ella. Pero así era. Me tocaba. No podía
despreciar el regalo. Eso no lo hace un hombre. La mujer parecía ajena a mí,
gemía bajito y mantenía su antebrazo sobre los ojos. Era muy
delgada. Yo me afanaba en conseguir mi gusto, el cansancio, el
hambre, no ayudaban mucho. En un último envite me corrí, ella gritó, fue
un aullido desgarrado que paró en seco mi excitación, salté de encima de ella,
la miré, tan pálida, tan quieta. Acostumbrado a tener alerta todos los
sentidos, alcancé a oír algo parecido a un goteo. Miré a mí alrededor, tenso,
asustado. De pronto me fijé en mis botas, hasta ellas llegaba un hilillo rojo
mugre, caía de la estera que cubría el catre. Las gotas formaban un charco, el
charco se deshacía entre los surcos de las losas, la mujer estaba quieta. Me
sentí mal, yo no había sido, yo era él último, ellos lo habrían hecho.
Corrí y corrí. Tenía que alcanzarlos, iban todos juntos riendo, borrachos.
—Qué, ¿qué te ha parecido Melody?
— ¿Se llama Melody?, de qué la conocéis.
—No, nadie la conoce, ha sido una ocurrencia de
Manolo, le ha entrado la flojera y se ha puesto a llamar a su novia.
Qué podía hacer, corríamos campo a través, allí no había
médicos, ni hospitales… seguramente ya habría muerto. Tal vez estuviera
enferma…Yo no sé…
Luego regresó la guerra, más sangre y más muerte. Y el
miedo.
Mucho tiempo después volvimos a casa a lo que debía ser
la paz. Pero no para mí. Cada noche me visita Melody; está allí en la
cama, pálida y quieta. Pero ahora no se cubre los ojos con el brazo, me mira y
su mirada es de hielo. Me da miedo, más que la guerra, más que la muerte. No
puedo soportarlo más. Por eso he venido, para que usted hable con ella;
dígale que no fui yo, alguno de los otros lo hizo, yo llegué al final, no sabía
nada, no podía saber…ellos dijeron que era puta, yo les creí. Dígale que lo
siento, que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para que me deje en paz. Lo
que sea. Lo que me pida, por difícil que sea. No puedo vivir así.
Cuando calló, lo miré horrorizada, el dolor me hizo ver que me había mordido los labios hasta sangrar ¿Qué puedo decirle a este hombre, Dios mío? Está desesperado y confía en mí, quizás lo ha probado ya todo. Solo le queda buscar el perdón de los muertos.
—Verá, las ánimas no acuden siempre a mis llamadas. Sólo a veces No sabemos quién era, ni su nombre, nada
¿cómo voy a convocarla?
—Inténtelo, por favor.
Me replegué en mi misma, cerré fuerte los ojos y extendí las manos.
Me esforcé en llevar mi mente hasta esa mujer violada hasta la muerte, en
un país comido por la guerra. Evoqué, a pesar de mi horror, el catre con la
estera, el salón de masajes, el aullido triste de Melody…pero ella no acudió.
Lo intenté de nuevo, pero no hubo respuesta. Lo siento, dije extenuada por el
esfuerzo, nadie ha respondido, no nos escucha o no sabe que la llamamos.
Andrés siguió sentado, la cabeza metida entre los
hombros, los brazos colgando, desgonzados. Levantó los ojos hasta los míos para
volver a suplicar, apenas sin voz.
—Lo siento, le repito que no puedo hacer nada
—Yo sé lo que quiere. Quiere que vaya a buscarla. Yo
personalmente, sin intermediarios.
—No diga eso. Debe acudir a un médico, él lo curará,
usted está enfermo.
Andrés se levantó decidido, dejó un billete sobre la mesa
y salió de la habitación. Fui hasta la ventana, quería llamarlo pero enfiló la
calle de prisa, resuelto. Caminaba repitiendo una y otra vez esas palabras: Yo
iré, yo mismo iré…
Pilar Galindo
Salmerón
Image by Okan Caliskan from Pixabay
El personaje de tu cuento se excusa en la guerra,en la influencia del grupo, para explicar su terrible acción, pero nada de eso le sirve frente al espejo.
ResponderBorrarEl perdón más difícil de obtener es el de uno mismo, tu soldado no se puede perdonar, no le sirve la excusa de la guerra ni esconderse en el grupo en la masa, no puede disfrazar su terrible acción.
Excelente cuento con un duro final.
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