Le digo que sí, me dice que no; le digo que no, me dice que sí. Por lo general, gana ella. Ha sido nuestro juego desde que decidimos compartir la vida. Me había enamorado unos años antes. Mientras la Maestra nos instruía en los artificios de la multiplicación y el mundo cambiaba para mí, comencé a amarla sin saberlo.
Papá murió al
finalizar la Primaria y tuvimos que mudarnos a casa de una tía, lejos de la
ciudad. Por las circunstancias y apenas tener la edad, debí mezclar el estudio
con el trabajo. No quedaba espacio para dedicarme a ella. Pero, las Moiras,
tejedoras de destinos, tenían otros planes. Mamá y tía unieron sus esfuerzos
para que yo pudiera estudiar Arquitectura. Ingresé a la Universidad.
Al poco
tiempo entendía que los tratados sobre diseños arquitectónicos no eran para mí.
Una tarde, dejé el libro a un lado y me tiré sobre la grama. Los alumnos
corrían a clases o estudiaban en los pasillos. Entre las voces y las risas en
los recintos del saber, parecía que la existencia llevaba alas de mariposas. Me
pregunté si, como yo, habían elegido una profesión que les permitiera el estilo
de vida que sus padres anhelaban. Casi me dormía, cuando escuché la voz:
—¡Hola!
El corazón me
dio un vuelco y supe que nada me separaría de ella. La tristeza que me había
invadido cuando tuve que dejarla, emergió para transformarse en una dulce
emoción. En ese instante supe cuánto la había extrañado. Intuí que el futuro ya
no podía ser otro, a pesar de los gritos de mamá y los lamentos de mi tía.
Antes de abandonar la residencia estudiantil, me aseguré de encontrar un empleo
y otro lugar donde vivir.
Ahora, en la
soledad de la habitación, me rindo sin condiciones. La inexperiencia me lleva a
suponer que, por el hecho de tenerla conmigo, es mía. Luego, entiendo que sólo
puedo poseerla si ella lo acepta. Su alma, libre y voluble, la lleva a
desaparecer en cualquier momento.
Cuando no lo
hace, todo es magia. En su presencia, la habitación desconoce de fronteras. No
obstante, basta que algo le parezca contradictorio para que me hunda en la
desesperanza. Siempre insisto en revertir la situación. Poco le importan las
noches que pasamos creando mundos a nuestro antojo. Huye y yo quedo prisionero
de la angustia.
En su
ausencia, pierdo el apetito. Me lanzo en la cama, extrañándola profundamente,
Cuando creo que casi perezco por su ausencia, aparece:
—¡Levántate!
Entonces,
olvido el cansancio y me pierdo en ella…
No siempre es
así, hay momentos en que el cuerpo ya no da y, frente a sus exigencias, le digo
con honestidad:
—No puedo
más...
Se revela y
usa sus artilugios. Me llena la cabeza de impulsos locos, hasta que es
imposible que continúe. Por temor a que se vaya de nuevo, la aprieto como a una
naranja. Es inútil, me abandona, hundiéndome en la impotencia.
Si llega,
estoy a su disposición. Corro a su encuentro, aunque descuide mis responsabilidades
laborales. Me despojo de todo lo que no sea su compañía. Me inclino a su
voluntad y pienso: Empleos hay montones; como ella, nadie más.
Sucede lo
contrario si es ella la que se niega. Sin una pizca de piedad, exclama:
—¡Cuando digo
no, es no!
Oscurece.
Estoy frente a la computadora, en tanto ella va comentando sobre lo que
escribo: Así está bien…No me gusta esa
frase… Deja que hable el alma… Ay, no, ¡qué aburrido eres!... Mejor me marcho…
Suplico:
—No te vayas,
por favor.
Coquetea:
—Sabes como
soy —suelta su carcajada etérea—. Cuando lo desee, volveré.
Debo
aceptarla como es. Las musas son así, volátiles, independientes. La mía… ¡Qué
les puedo decir! A veces, irreverente, otras, caprichosa. ¡Siempre, imprescindible!
Lo intuí aquella mañana de infancia, en el salón de clases, cuando en vez de
multiplicar, quise escribir un cuento y ella lo hizo conmigo.
Olga Cortez Barbera
Imagen
de Rahmat
Damanik en Pixabay