Tus cejas, cuando callas, son como alas en vuelo inmóvil. Tus ojos color de miel, son para mí caramelos que ansío besar. A Dios debió faltarle una pizca de barro, para completar tu nariz, tan chiquitilla, que más parece un adorno que hecha para respirar.
Tienes una linda boca, de labios finos y tiernos, con ese pellizquito en el centro que está diciendo:
-¡Cómeme!
Pero,
Mariví querida, no eres la misma cuando te posee el dios de la palabra.
Entonces tus cejas son líneas quebradas, que nublan la belleza de tu mirada, la
naricilla se abre anhelante, para gestionar el aire que tragas a
bocanadas y tus labios se tensan, como la cuerda de un arco listo a ser
disparado. Al principio, te escucho y, como hay cosas que no me convencen, pretendo
discutirlas contigo, pero es imposible, ese vendaval de palabras que
expeles, no tiene fisuras. Nada puedo decir y tú, incansable, me recuerdas
aquellas películas antiguas, de los viejos trenes, en las que un actor grita:
-¡Más
madera!
Tú pareces
requerir más palabras, para emplearlas en esa batalla contra todos. Cuando
ya no pretendo intervenir, escucho retazos de tu discurso y me alcanzan
adjetivos, que dan frío, también oigo nombres conocidos, vapuleados o
bajados a un subsuelo que, en mi opinión, no merecen.
La voz
y la palabra son hermosas herramientas para conversar, tú las utilizas como
argumentos arrojadizos, que cortan la respiración. Te recuerdo cuán bellas
pueden ser las voces, infinitamente útiles y precisas. Respétalas Mariví, no
las canses, no sea que se vuelvan silencio para ti.
Cuando
un beso invisible te cierra la boca, eres la dueña de mi alma, pero Mariví, ¡¡Cállate!!
Pilar Galindo Salmerón
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