Los sábados por la noche sacaba a pasear mi soledad por las calles del centro. Algunas veces hacía de solitario excéntrico, e iba a escuchar música tecno acodado en una barra con gesto desentendido. Otras, posaba de intelectual. Recorría librerías de viejo o iba a alguna función de teatro alternativo. No sé de dónde sacaba las ganas, ya que lo cierto es que el vacío que ocupaba ese extraño lugar entre el pecho y la espalda, se había vuelto oscuro y pesado.
Cierta noche decidí que lo único que
podía devolverme algo de dignidad era un café con churros en La Giralda. Una
lechería tradicional que resistía en una avenida llena de luces de neón y un
zoológico humano que caminaba por sus ajetreadas veredas. El lugar olía a
nostalgia. Me senté en una mesa para dos junto a la pared, mirando hacia la
ventana. Hice el pedido y me puse a ojear el libro que había traído. Siempre
llevaba algo para leer en mi mochila. Nunca traía conmigo el celular. A lo
mejor para encontrarme con la sorpresa de algún mensaje interesante a mi
llegada. Cuando comencé a adentrarme en la lectura, sentí una presencia extraña
a mis espaldas. Como cuando una brisa se cuela por la ventana y cambia el aire
de la casa, del mismo modo la energía a mi alrededor había cambiado. No soy
ahora, ni lo era entonces, una persona dada al pensamiento metafísico, pero lo
cierto es que esa presencia estaba allí. Volví a las páginas, pero
no lograba concentrarme. En el mismo momento que en mi mente comenzaba a
tararear una canción, un silbido proveniente de atrás puso sonido a mis
pensamientos. Coincidencias -pensé. Pero fue otra cosa lo que
sentí. Algo en mi interior comenzaba a despertarse. Algo inédito que subía como
arroyo desde la planta de mis pies. Acaricié la tapa del libro, percibiéndola
como si fuera la primera vez que me permitiera acariciar algo. Y mi
cabeza se volvió una calesita de domingo. No quería darme vuelta y quedar en
evidencia, y lo que el reflejo de la ventana me mostraba no alcanzaba a
satisfacer mis dudas. Apenas veía parte de un bolso de cuero marrón sobre la
mesa y un abrigo azul encima de éste. Tal vez cuando el mozo trajera mi pedido
tendría la oportunidad de darme vuelta y ponerle una cara a esa presencia a mis
espaldas. El silbido había cesado, pero en el aire flotaba una conexión
ineludible. Tal vez por eso, cuando recuerdo aquel momento, me digo que nos
conocimos en una canción. Encontrarse en un sonido. Ese fue quizás el primer
punto del tejido.
Cuando por fin el mozo trajo el
chocolate con churros, hice un giro muy pensado, pero una mujer amplia que
justo se levantaba para irse, ocupó la única parte del horizonte que me
interesaba. Lo que sí alcancé a ver fue la mesa. Chocolate con churros. Y un
estuche de guitarra ocupando la silla cual un acompañante. Esto dio
lugar a más fantasías de mi parte. Nunca me había pasado algo así. Las
fantasías, de algún modo, me estaban prohibidas. No me permitía divagar, soñar
con otra persona. Por fin junté coraje y, luego de estudiar en mi mente qué
mirada iba a dirigir a quien había silbado mi melodía, me giré. Primero vi unas
manos y luego su rostro dulce, con el mismo gesto de quien mira la inmensidad
del mar. Pero este rostro tenía los ojos apagados. Cuando vi al lado de la
guitarra el bastón blanco, terminé de comprender. Tal vez fuera eso lo que me
permitió continuar contemplando sin pudor. Creo que, incluso, se me formó una
sonrisa. Cuando volví a girarme tomé sin pensarlo la taza, le di un trago al chocolate,
ahora tibio, y en el preciso momento en que la bebida acariciaba mi garganta,
reparé en el hecho de que se trataba de un muchacho. Tardé en dimensionarlo. Mi
alma era un espejo que se desempañaba lentamente... Cerré los ojos, miré hacia
adentro y me encontré con una mezcla de alivio y desconcierto en partes
iguales. Instintivamente me tomé una mano con la otra. Estaban calientes. Volví
a girarme y el muchacho seguía allí. Real. Un hombre. Es ahora o nunca- me
dije. Ganó lo primero. Tomé mis cosas y me cambié de mesa sin más permiso que
mis propios deseos. Silbé apenas y con torpeza la melodía. Y comenzamos a
conversar como viejos amigos. En otra ocasión jamás me hubiera atrevido a hacer
una cosa así. Si apenas conversaba con el hombre del almacén o con
algún vecino. Mi timidez se escondió en algún rincón y dio paso a este
encuentro inesperado. Tobías, su nombre lo supe después, hablaba con
familiaridad, como acostumbrado a entablar conversación con extraños. A lo
mejor el hecho de ser ciego hacía que tuviera más confianza en la gente. No sé.
Solo recuerdo que fue el mozo quien nos anunció que ya cerraban.
Caminar juntos hacia el subte fue algo
casi tan natural como que los árboles broten en primavera. Su invitación no
tuvo palabras.
Al entrar a su casa, lo primero que
llamó mi atención, fue un ramo de flores frescas en una jarra sobre la mesa de
la cocina. Intuyendo mi pregunta, se adelantó a contestarme que él sí veía las
flores. Lo hacía cada vez que alguien mencionaba su belleza. Con el tiempo fui
comprendiendo que veía mucho más que yo. Se acercó a la cocina y puso agua para
unos mates. Después de haberlo observado manejarse en la calle como lo hacía,
ya casi no me sorprendía que lo hiciera con tanta seguridad dentro de su
casa. El gesto desplegó una intimidad nueva y me dieron unas ganas terribles de
abrazarlo. Como si la vergüenza fuera un tapado que uno puede sacarse a
voluntad, había dejado el mío al otro lado de la puerta. Recibió el abrazo sin
barreras. Y al abrazo siguieron muchas otras maneras de acercarse, de
conocerse; que, aunque estaban aceleradas por el ritmo de la pasión compartida,
daban espacio al placer tanto tiempo relegado. Soy Tobías, dijo, cuando en
realidad, nuestros cuerpos ya se habían ocupado de presentarse. Martín, dije. Y
mi nombre me sonó nuevo, recién inaugurado.
En un momento tomó la guitarra, primero
la besó, y sentí algo de celos. La cocina se llenó de acordes. Tomaba el
instrumento de un modo curioso, apoyándolo en la falda y acariciando las
cuerdas, casi con la misma ternura con que lo había hecho conmigo. Mi voz salió
del encierro de la ducha y se animó a acompañar la melodía. No me reconocía...
Lo más primitivo y cierto de mí se anunciaba en esa voz. Desovillamos canciones
hasta la madrugada. Un modo más de encontrarse.
La luz por la ventana nos indicaba que
la tierra había dado otro giro sobre sí misma; adentro el tiempo había sido
otro: un tiempo de descubrimiento, de dique roto, tiempo de
desquite. Nos despertamos y tuve conciencia de que no se
trataba de un sueño. Lo fragmentado de mí se reunía. Y eso era maravilloso.
Mientras tomábamos unos mates con restos de pizza, crecía en mí una sensación
de miedo por lo que encontraría al salir a la calle. ¿Cuánto de mí había
cambiado? ¿Sería capaz de ofrecer mi verdad a los otros, sin que perdiera parte
de su brillo? Un abrazo cálido interrumpió mis dudas. No estaba solo, nunca más
solo.
Florencia
Pérez Declercq
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Qué bueno Flor, me has hecho vivir con Martín el estupor de no saber qué desea, qué quiere.
ResponderBorrarY luego también he disfrutado del apoteosis de su amor, de la libertad por fin de escoger lo que quiere.
Gracias
ResponderBorrarUna nueva relación tan ansiada ligada a través de una canción. Metáforas que engalanan el texto de un amor compartido Alberto.
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