Si te engañó tu hermosura vana,
bien presto la verás desvanecida,
porque en tu hermosura está escondida
la ocasión de morir muerte temprana.
LUIS DE GÓNGORA, A una rosa
A la hora de la siesta todo está quieto y el silencio
aprieta los oídos. Unos ojos grandes como huevos advierten una sola vez: un
mínimo ruido y llorarás hasta que te zumbe la cabeza. Entonces nosotros, los
niños, nos limitamos a jugar videojuegos con el volumen en cero y a hacer
gestos y ademanes cada vez que ganamos o perdemos. Mientras, en la casa y en el
mundo, todo parece dormir: la heladera ronronea como un gato blanco oblongo;
los autos rugen al pasar en un tono aterciopelado; un señor en bicicleta silba
melodías que arrullan; y mamá y papá duermen abrazados o dándose la espalda en su
cama matrimonial, sin poderse adivinar quién de los dos ronca. En una ocasión
mi carácter curioso hizo que abriera la puerta para averiguarlo; sólo para
encontrarme corriendo hacia mi habitación al ver que mamá se movía un poco bajo
la sábana.
¿Jugábamos videojuegos a la hora de la siesta, con el
volumen en cero? La realidad es que mi hermano lo hacía. En cuanto a mí,
prefería estar en el jardín, bajo la sombra del nogal. El frente lucía una
verja antigua que me permitía observar todo movimiento exterior. Y yo miraba,
orgulloso, desde mi jardín, rodeado de rosas, tulipanes, lavandas, calas y
enredaderas de maracuyá y frambuesa. Con mi frasquito de azúcar robada apoyado
en el pasto, abría los maracuyás que juzgaba más jugosos y los llenaba de
azúcar, para luego mezclarla con la pulpa y tragarme ese dulce manjar en dos
cucharadas soperas. Pero yo no estaba ahí únicamente para comerme las frutas
cuando nadie me veía; sabía que era mi momento. Había escuchado leer tantos
poemas de amor a mamá que hablaban de la primavera y de las rosas. Por lo cual
tenía claro que la rosa de mi jardín no era una flor, sino que era una sonrisa,
una vocecita: la de mi amada, la que esperaba encontrar con la mirada, pasando
por mi vereda. A la que, tras convidar algunas frambuesas, le regalaría un
perfume de lavanda hecho por mí, imitando los trabajos de destilería que hacía
mi abuelo.
Un día, en una de esas tardes silenciosas y frutales,
ella pasó. Una morenita preciosa, con el pelo más lacio y negro que haya visto
jamás. Iba de la mano con su madre, pude juzgar debido a la belleza similar. Mi
corazón pareció despertarse, bombeando a prisa, porque nuestros ojos se
cruzaron, y porque nuestras sonrisas fueron simultáneas. Tiene sonrisa
de maracuyá con azúcar, pensaba yo, cuando me acordé de la rosa, la más
abierta y perfumada del rosal. Una rosa amarilla. Tropezando con el frasquito
de azúcar, en mi torpeza de enamorado, fui a sostenerme agarrando el tallo del
rosal.
La rosa ha muerto. Es, tal vez, el precio que pagó por
su efímera hermosura. Pero en la cicatriz de mi mano izquierda, se hizo eterna
su belleza. Dos niños (y una madre que contemplaba en silencio, entre divertida
y sorprendida) se miraban a través de una verja. La rosa amarilla iba
acompañada de tres frambuesas moradas, y llegaba como respuesta un eco infinito
que decía ‘gracias’ y después sonreía.
La mano izquierda, escondida tras la espalda, guardó
para siempre una herida que nunca significaría dolor.
Cris C.
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La poesia xe las aieatas en primavera y ese palpito de amor que le hace cortar una rosa para su amada, de un instante. Y dos gotitas de sangre al recordar que el amor suele traer dolor. Me ha gustado tu prosa poetica. PILAR
ResponderBorrarHermoso cuento. Una historia plagada de imágenes
ResponderBorrarHermoso, tierno. hermosas imágenes describen al primer amor, la convivencia familiar de un niño enamorado, excelente trabajo lleno de ternura.felicidades, Idania
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