viernes, 28 de agosto de 2020

La belleza eternizada - Cris C.

 


Si te engañó tu hermosura vana,

bien presto la verás desvanecida,

porque en tu hermosura está escondida

la ocasión de morir muerte temprana.

 LUIS DE GÓNGORA, A una rosa

 

A la hora de la siesta todo está quieto y el silencio aprieta los oídos. Unos ojos grandes como huevos advierten una sola vez: un mínimo ruido y llorarás hasta que te zumbe la cabeza. Entonces nosotros, los niños, nos limitamos a jugar videojuegos con el volumen en cero y a hacer gestos y ademanes cada vez que ganamos o perdemos. Mientras, en la casa y en el mundo, todo parece dormir: la heladera ronronea como un gato blanco oblongo; los autos rugen al pasar en un tono aterciopelado; un señor en bicicleta silba melodías que arrullan; y mamá y papá duermen abrazados o dándose la espalda en su cama matrimonial, sin poderse adivinar quién de los dos ronca. En una ocasión mi carácter curioso hizo que abriera la puerta para averiguarlo; sólo para encontrarme corriendo hacia mi habitación al ver que mamá se movía un poco bajo la sábana.

¿Jugábamos videojuegos a la hora de la siesta, con el volumen en cero? La realidad es que mi hermano lo hacía. En cuanto a mí, prefería estar en el jardín, bajo la sombra del nogal. El frente lucía una verja antigua que me permitía observar todo movimiento exterior. Y yo miraba, orgulloso, desde mi jardín, rodeado de rosas, tulipanes, lavandas, calas y enredaderas de maracuyá y frambuesa. Con mi frasquito de azúcar robada apoyado en el pasto, abría los maracuyás que juzgaba más jugosos y los llenaba de azúcar, para luego mezclarla con la pulpa y tragarme ese dulce manjar en dos cucharadas soperas. Pero yo no estaba ahí únicamente para comerme las frutas cuando nadie me veía; sabía que era mi momento. Había escuchado leer tantos poemas de amor a mamá que hablaban de la primavera y de las rosas. Por lo cual tenía claro que la rosa de mi jardín no era una flor, sino que era una sonrisa, una vocecita: la de mi amada, la que esperaba encontrar con la mirada, pasando por mi vereda. A la que, tras convidar algunas frambuesas, le regalaría un perfume de lavanda hecho por mí, imitando los trabajos de destilería que hacía mi abuelo.

Un día, en una de esas tardes silenciosas y frutales, ella pasó. Una morenita preciosa, con el pelo más lacio y negro que haya visto jamás. Iba de la mano con su madre, pude juzgar debido a la belleza similar. Mi corazón pareció despertarse, bombeando a prisa, porque nuestros ojos se cruzaron, y porque nuestras sonrisas fueron simultáneas. Tiene sonrisa de maracuyá con azúcar, pensaba yo, cuando me acordé de la rosa, la más abierta y perfumada del rosal. Una rosa amarilla. Tropezando con el frasquito de azúcar, en mi torpeza de enamorado, fui a sostenerme agarrando el tallo del rosal.

La rosa ha muerto. Es, tal vez, el precio que pagó por su efímera hermosura. Pero en la cicatriz de mi mano izquierda, se hizo eterna su belleza. Dos niños (y una madre que contemplaba en silencio, entre divertida y sorprendida) se miraban a través de una verja. La rosa amarilla iba acompañada de tres frambuesas moradas, y llegaba como respuesta un eco infinito que decía ‘gracias’ y después sonreía.

La mano izquierda, escondida tras la espalda, guardó para siempre una herida que nunca significaría dolor.

Cris C.

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3 comentarios:

  1. La poesia xe las aieatas en primavera y ese palpito de amor que le hace cortar una rosa para su amada, de un instante. Y dos gotitas de sangre al recordar que el amor suele traer dolor. Me ha gustado tu prosa poetica. PILAR

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  2. Hermoso, tierno. hermosas imágenes describen al primer amor, la convivencia familiar de un niño enamorado, excelente trabajo lleno de ternura.felicidades, Idania

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