sábado, 19 de diciembre de 2020

La cuarta visita - Hilda Vélez


No perdono a la muerte enamorada

ni perdono a la vida, desatenta...

Elegía, Miguel Hernández


Anoche soñé con Adal. Reviví el momento en que el viejo muro de ladrillo se derrumbó sobre él. También soñé con los otros, su madre y sus hermanos, que azorados, desesperados e incrédulos quedaron paraditos al otro lado del muro con sus barrigas y rodillas prominentes, con su apenas vida a penas de muerte justo en el lado de la vida. También me dejó a mí. A los siete años, triste y enojada, lamenté por igual la partida del amigo y la pérdida del muro de nuestros juegos. Esa fue la primera vez, según recuerdo, que la muerte me dejó en este, el lado de la vida.

Regresé, luego de alejarme unos años, al barrio de mi infancia. Allí encontré a una de las más queridas amigas. Sentadas en la misma roca en que nos sentábamos de niñas, me dijo en voz baja y triste: “ya no quiero vivir”. A los catorce años, con su vientre recrecido y las rodillas escondidas en la evidente hinchazón de sus piernas, mi amiga, la entrañable, la extrañada, me anunciaba la falta de sentido de su vida. En broma, por incrédula, le aconsejé disponer de sí con el mismo veneno con el que nuestros padres se deshacen de los ratones. Le dije que lo bebiera con leche para que no le supiera tan amargo. “Bueno, mejor con agua”, corregí, recordando que la leche era un lujo en su vida, solo disponible para quitarle lo puya al ralo café de sus mañanas. Mi broma la devolvió con llanto. Un llanto suave, sin sollozos, calladito. Comprendí que hablaba en serio. Arrepentida la abracé. Le dije cuanto la amaba. La mañana siguiente me despertó mi tío. Con voz entrecortada por la emoción me dijo: “Sol (ella, la de los rayos de luz en el nombre) se suicidó. Tomó veneno para ratas con un vaso de agua frente a su hermana”. Esa hermana contó que comenzó a retorcerse de dolor y a vomitar sangre, pero que llegó viva al hospitalillo. Allí la recibió una enfermera desvelada que se ocupó de hacer con ella el inventario de lo inexistente. No tenían lo necesario para salvarle la vida, solo una ambulancia vieja y trotona en que la trasladaron, luego de localizar, borracho, al conductor, al Hospital de Distrito. “Pobrecita”, añadió mi tío, “nadie sabe quién es el papá de su bebé”. Lloré amargamente. Por amor, por remordimiento. Sol me visitó cada noche durante muchos años. Jugábamos a que estaba viva o a que estaba muerta. Era un sueño tan real que muchas veces creí que lo soñaba despierta. Esta fue la segunda vez que la muerte me dejó, confundida, del mismo lado de la vida.

Una tarde me quedé a solas con Gloria. Me pidió que me acostara a su lado y la abrazara. A la amiga robusta y alegre, decidida y coqueta, la esperaba la muerte, y tal como lo dice Miguel Hernández, “enamorada” y “desatenta”. Una lenta y dolorosa enfermedad se apoderó de su cuerpo, al que le despejó todo, menos los huesos y el pellejo. Le dejó intactas, en cambio, la hermosura de su rostro junto a las ganas de amar y ser amada. También la lucidez para verse morir. Cuidar de Gloria me enseñó la gloria de cuidar. Para ella y por ella inventé inverosímiles cuentos mientras masajeaba sus pies con perfumadas cremas cuyo olor cosquillea mi nariz cada vez que pienso en ella. Esa tarde a la que aludo me acosté a su lado y abrazadas, le susurré al oído: ”¿volverás de la muerte si es posible? ¿me contarás si Dios existe? ¿me dirás como se siente estar muerta?” Asintió con mirada cómplice e hicimos un pacto de amigas a punto de perderse. Junto a Gloria, con toda su vida en ella, pude llorar su muerte.

La tarde en que le permitieron morir estuve ocupada en salvar mi propia vida. En el momento exacto en que apagaron el respirador que durante un año permitió a los médicos declararla viva, trataba yo de sobrevivir a un propio e intenso dolor. No estuve allí para verla ir... Y me quedé, muy sola, de cuerpo presente, otra vez justo al otro lado de la muerte. Gloria se fue tranquila. No ha vuelto. No sé si es porque la muerte es absoluta y eterna o si se retrasa para disfrutar de mi impaciencia. Pero, cabe decir, y esto es muy cierto, que desde hace un tiempo me visita una mujer desconocida cuyo rostro no alcanzo a ver, que se hace visible por momentos y se mueve con sigilo. Se ocupa de encender y apagar, de abrir y de cerrar. Y no molesta.

Todo esto lo cuento para que vean que son cuatro las veces que la muerte me dejó del mismo lado de la vida.

                                                                                        Hilda Vélez 


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viernes, 20 de noviembre de 2020

Análisis de "La decisión de Odiseo" de Louis Guck - Alberto Fernández

Análisis de “La decisión de Odiseo”, poema de Louis Guck, premio Nobel 2020 (ver poema al pie).

Abordo este poema en homenaje al PREMIO NOBEL DE LITERATURA. Me gustaría analizar su contenido, referido a ODISEO, el relato de HOMERO que, en su canto V da cuenta histórica de las contrariedades de ULISES, héroe de la batalla de TROYA, con el propósito de regresar a su Patria donde lo esperan PENÉLOPE y su hijo TELÉMACO. En una de sus hostilidades su barca junto con sus marineros es destruida por la furia del mar. Y llega solo a las costas de las ninfas, donde CALIPSO le promete inmortalidad si se queda como amante. Odiseo persiste en su idea de llegar a su hogar, a pesar que la ninfa le ayuda a construir una nueva balsa. Parte ULISES con destino a la isla de los Feacios. Sin embargo, y allí, la poeta autora del poema, recrimina al mar por, nuevamente, destruir su barca al llegar a la otra isla.

LOUIS GUCK en su poema reprocha al mar su furia (narración) y le exige que le devuelva la vida a ODISEO. Ya HOMERO lo había hecho.

Alberto Fernández

 

LOUIS GUCK

Premio NOBEL 2020

 

La decisión de Odiseo

 

El gran hombre le da la espalda a la isla.
Su muerte no sucederá ya en el paraíso
ni volverá a oír
los laudes del paraíso entre los olivos,
junto a las charcas cristalinas bajo los cipreses.

Da comienzo ahora el tiempo en el que oye otra vez
ese latido que es la narración
del mar, al alba cuando su atracción es más fuerte.
Lo que nos trajo hasta aquí
nos sacará de aquí; nuestra nave
se mece en el agua teñida del puerto.

Ahora el hechizo ha concluido.
Devuélvele su vida,
mar que sólo sabes avanzar.

(Del libro ‘Praderas’)

  

lunes, 26 de octubre de 2020

Melody 2 - Pilar Galindo Salmerón

No puedo quitarme de la cabeza los ojos de ese hombre, el temblor de su voz, su desesperación. Si yo supiera fingir, como tantos en este oficio, teatralizar el contacto de ultratumba, el mensaje transmitido al alma buscada… quizás lo hubiera salvado. Siempre huyendo de los atavíos truculentos, de esas túnicas negras, llenas de estrellas, rayos o calaveras, precisamente para mostrar la seriedad de mi trabajo, a los que tienen necesidad de hablar con los muertos. ¡Ah, si hubiera sabido mentir con solvencia! Pero no pude hacerlo, ni siquiera lo intenté, horrorizada como estaba por la historia de Melody, por el sufrimiento de Andrés, lo eché todo a perder. Y ahora me carcome la pena y no puedo olvidar las palabras, esas terribles palabras…

Siempre me pesará tan dañina honradez.

Obediente a mi invitación, el hombre que vacilaba en el umbral, entró, cerró la puerta y ocupó la silla colocada frente a mi mesa, aunque sólo la mitad de ella. Y se quedó allí, tieso, sin rozar el respaldo del asiento, enmudecido por los nervios o por el miedo a poner en palabras su apremiante petición.

Tuve que tomar la iniciativa.

—Dígame, qué quiere de mí.

La voz, que pretendía ser acogedora, me salió sin embargo aguda y helada, Andrés, así dijo que se llamaba, hubiera querido marcharse, incluso llegó a apartar un poco la silla, pero debió recordar que este era su último asidero, de modo que levantó los ojos empañados de miedo y trató de sostenerme la mirada. Pero bajó la cabeza enseguida. Y así quedó, inmóvil y mudo. Hasta que volví a animarlo para que pusiera palabras a su problema.

—Empiece por cualquier parte. Y cálmese, yo puedo ayudarle.

Quizás porque mis últimas palabras sonaran más humanas, o porque había tocado fondo su angustia, Andrés comenzó a hablar entre tartamudeos, que se fueron corrigiendo a medida que los recuerdos tomaban forma en su mente.

 Y esta es la historia que hubiera preferido no oír.

 —Hace tres años yo estuve en la guerra, una guerra que no era mía y para la que no estaba preparado. Tanto tiempo sesteando en el cuartel, haciendo guardias y ensayos de escaramuzas, que cuando me vi en un frente auténtico, con un enemigo real delante, sentí un miedo cerval. Pensé, al ver morir gente a mí alrededor, que yo no estaba preparado para matar. Y mucho menos para morir. Si hubiera servido de algo habría suplicado que me sacaran de allí. Yo no valía para esta guerra terrible, tan distinta de la fingida. Pero de allí solo saldría cuando hubiera terminado nuestra misión que, paradójicamente, al decir de los mandos, era una misión de paz.

El instinto de supervivencia y el tiempo lograron al fin hacer de mí un soldado en toda regla. Cuando se trata de tu vida o de la del otro, tienes que escoger de prisa y sin dudar. Y para eso has de ser fuerte y duro. No puedes desmayarte al ver los trozos del soldado que estaba a tu lado, hombro con hombro, un minuto antes. Tienes que agradecer a tu suerte que la granada no te alcanzara a ti, sino a él. Pero cuando eres capaz de conservar la cabeza fría ante tales espectáculos, es que algo ha muerto en ti, algo que te estorbaba para la guerra pero que echarás de menos en la paz: la piedad. Un soldado no puede tener piedad.

Y la paz estaba allí, a la vuelta de la esquina, una paz de mentira, sólo una tregua entre dos carnicerías, pero al menos no era el frente ni se oían los obuses. Estábamos en lo que fuera el salón de masajes de madame Luzi, allí no había habido propiamente masajistas sino chicas amables que te adivinaban el pensamiento. No les sería demasiado difícil, tan predecibles somos los soldados. Pero cogidas en mitad de un avance o una retirada, para el caso da lo mismo, las chicas, la mayoría de ellas, habían logrado huir. Allí había un poco de comida pasada, algunas botellas de vino y… Melody. Éramos siete en el grupo. Deambulábamos por el edificio vacío en busca de algo que no fuera vino, cuando la encontraron. Si estaba allí, es que era puta. Qué más podíamos necesitar después de seis meses sin catar mujer. Yo no estaba con ellos, me quedé dormido en una mecedora antigua, parecida a la que había en casa de mi abuela, tal era mi cansancio. Me despertó la urgencia de sus voces. Me tenían preparada una sorpresa.

–Andrés, mira que te hemos guardado, tío, ven, no te lo vas a creer.

Para sobrevivir en una guerra hace falta vencer al miedo y no tener piedad, eso ya lo he dicho antes, pero hay algo más; es preciso pertenecer a un grupo, tener amigos y serles fiel. Ellos eran mis amigos. Sé lo que está usted pensando, señora, tal vez la chica no era una trabajadora del salón de masajes, sino alguien que se acercó allí buscando refugio o comida. O sea, no era puta. Pero eso mis compañeros no lo sabían, ni siquiera lo pensaron. Y tampoco importaba. Yo no estaba, pero llegué a tiempo y no podía saber que todos habían pasado ya por ella.  Pero así era. Me tocaba. No podía despreciar el regalo. Eso no lo hace un hombre. La mujer parecía ajena a mí, gemía bajito y mantenía su antebrazo sobre los ojos. Era muy delgada.  Yo me afanaba en conseguir mi gusto, el cansancio, el hambre, no ayudaban mucho. En un último envite me corrí, ella gritó, fue un aullido desgarrado que paró en seco mi excitación, salté de encima de ella, la miré, tan pálida, tan quieta. Acostumbrado a tener alerta todos los sentidos, alcancé a oír algo parecido a un goteo. Miré a mí alrededor, tenso, asustado. De pronto me fijé en mis botas, hasta ellas llegaba un hilillo rojo mugre, caía de la estera que cubría el catre. Las gotas formaban un charco, el charco se deshacía entre los surcos de las losas, la mujer estaba quieta. Me sentí mal, yo no había sido, yo era él último, ellos lo habrían hecho. Corrí y corrí. Tenía que alcanzarlos, iban todos juntos riendo, borrachos.

—Qué, ¿qué te ha parecido Melody?

— ¿Se llama Melody?, de qué la conocéis.

—No, nadie la conoce, ha sido una ocurrencia de Manolo, le ha entrado la flojera y se ha puesto a llamar a su novia.

Qué podía hacer, corríamos campo a través, allí no había médicos, ni hospitales… seguramente ya habría muerto. Tal vez estuviera enferma…Yo no sé…

Luego regresó la guerra, más sangre y más muerte. Y el miedo.

Mucho tiempo después volvimos a casa a lo que debía ser la paz. Pero no para mí. Cada noche me visita Melody; está allí en la cama, pálida y quieta. Pero ahora no se cubre los ojos con el brazo, me mira y su mirada es de hielo. Me da miedo, más que la guerra, más que la muerte. No puedo soportarlo más. Por eso he venido, para que usted hable con ella; dígale que no fui yo, alguno de los otros lo hizo, yo llegué al final, no sabía nada, no podía saber…ellos dijeron que era puta, yo les creí. Dígale que lo siento, que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa para que me deje en paz. Lo que sea. Lo que me pida, por difícil que sea.  No puedo vivir así.

Cuando calló, lo miré horrorizada, el dolor me hizo ver que me había mordido los labios hasta sangrar ¿Qué puedo decirle a este hombre, Dios mío? Está desesperado y confía en mí, quizás lo ha probado ya todo. Solo le queda buscar el perdón de los muertos.

—Verá, las ánimas no acuden siempre a mis llamadas.   Sólo a veces    No sabemos quién era, ni su nombre, nada ¿cómo voy a convocarla?

—Inténtelo, por favor.

Me replegué en mi misma, cerré fuerte los ojos y extendí las manos. Me esforcé en llevar mi mente hasta esa mujer violada hasta la muerte, en un país comido por la guerra. Evoqué, a pesar de mi horror, el catre con la estera, el salón de masajes, el aullido triste de Melody…pero ella no acudió. Lo intenté de nuevo, pero no hubo respuesta. Lo siento, dije extenuada por el esfuerzo, nadie ha respondido, no nos escucha o no sabe que la llamamos.

Andrés siguió sentado, la cabeza metida entre los hombros, los brazos colgando, desgonzados. Levantó los ojos hasta los míos para volver a suplicar, apenas sin voz.

—Lo siento, le repito que no puedo hacer nada

—Yo sé lo que quiere. Quiere que vaya a buscarla. Yo personalmente, sin intermediarios.

—No diga eso. Debe acudir a un médico, él lo curará, usted está enfermo.

Andrés se levantó decidido, dejó un billete sobre la mesa y salió de la habitación. Fui hasta la ventana, quería llamarlo pero enfiló la calle de prisa, resuelto. Caminaba repitiendo una y otra vez esas palabras: Yo iré, yo mismo iré…    

Pilar Galindo Salmerón

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El fuego - Alberto Fernández


Conocí esa tierra desbastada por el fuego. Mano maldita que quiso borrar lo que fue hogar de pájaros y anular la vida de quienes quisieran vivir bajo su cobijo. Único objetivo fue dejar un recuerdo de muerte. Pensé en la Biblioteca de Alejandría donde, con una sola cerilla, anuló la historia, las ideas y el transitar de los hechos reales o míticos. Ese palillo de fuego inicial, manejado por una mano siniestra, que habita en el mundo de la maldad, también pudo ser accionado por el otro, consciente de su otredad, para iluminar ideas o dudas. ¿Y si esas dudas volvieran en forma de respuestas válidas elucidando la inmensa oscuridad humana?  Pero mi sentimiento positivo maldice la frontera minúscula que media entre la orden y el hecho de cumplirla. Vuelvo a mi visión primigenia al abordar el tema de un mísero fósforo y me concentro en la imagen de lo inhóspito, donde nada crece. En lo que fue amparo de pequeñas y exuberantes vidas, de todos los reinos, sólo quedó una tierra arrasada por el fuego.

Alberto Fernández

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martes, 15 de septiembre de 2020

Los unos y los otros - Alberto Fernández


Quise imitar el soñado destino de mis amigos y tras un largo viaje, por fin, quise ver las maravillas que, continuamente, me contaron. Mi ansiedad quedó satisfecha al pisar las pulidas baldosas del Aeropuerto. Para mi vuelta debía escribir todas mis sensaciones. Así lo hice.

A pesar de haber nacido en este planeta Tierra, yo allí, era otro. Las putas me rechazaban por creerme circuncidado.

—No eres cristiano, no hay sexo.

También en ocasiones era negro, tal vez por mi tez morena.

—No hago con negros.

‘’La democracia se sustenta en la identidad’’, pintado en carteles y pancartas. Yo no era idéntico, me faltaba mucho para serlo.

Preguntaba en esquinas, bares, cómo ser semejante y nadie me respondía.

—Perdone señor, el reglamento no me permite hablar con extraños —me contestó el policía.

El chofer del taxi me pidió documentos, le respondí que no tenía.

—Entonces baje. No puedo transportar indocumentados.

Cuando quise trabajar, el patrón me dijo:

—Sí, pero no podrá salir del Taller.

—¿Y dónde duermo?

—En el galpón, con los otros.

—Entonces, ¿acá hay otros?

—Quise decir con los demás. Los unos están en la banca, en la política. Usted no nos entiende, la identidad es primordial, no existiría esta gran Nación sin ella.

Comíamos allí carne molida geometrizada traída del ‘’come y vete” más próximo. Todos éramos los otros.

Cuando salí de allí caminé por anchas calles. Entré, con la esperanza de respuestas, en un edificio que parecía un templo. Un hombre, en jean, salió a recibirme.

—¿Desea saber algo de nuestra congregación?

—Mi problema son las dudas —dije.

—El único ideal que aclara las dudas es la Fe, mi querido hermano.

Fue el único que me dijo hermano. Me entusiasmó.

—Dios nos hizo a todos iguales, pero en este país nos permitió diferenciarnos a través de ÉL.

—Y, ¿en qué se diferencian?

—Hay muchas diferencias: negros, ácratas, judíos, musulmanes.

—¿Quién  lo determina, quién es ÉL?

—Obispos, políticos, jueces, todo el poder. No es lo mismo si eres católico, apostólico, romano que disidente, o judío o musulmán. O negro. Rico o pobre.

Al salir encontré un negro. Cuando le pregunté él que era, me dijo, con cierto orgullo: Yo soy afroamericano y usted. Le contesté que yo era italohispanoargentino.  Mi ‘bloodline’.

Crucé la frontera, invisible pero real, con destino hacia algún sitio donde solamente hubiera seres de la raza humana. Hombres o mujeres, daba igual. ‘’Los unos y los otros’’. Cada uno con su personal mochila de ideas.

Alberto Fernández

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martes, 8 de septiembre de 2020

Paro de trenes - Alberto Fernández

La formación de vagones se detuvo en un paradero. Alguien, como si fuera el vocero de la injusticia, exclamó ¡No va más! Algunos ojos rebasaron sus órbitas. Los puños se irguieron. La ira era ya un soplo que acariciaba los rostros. Fuertes gritos demoliendo los silencios. Irreconocibles piedras, proyectadas por ignoradas fuerzas, rompían vidrios que minutos antes reproducían la reyerta. Ladrones, corruptos, no parecían alabanzas.  Maderas y palos habían cambiado su destino original. El fuego, cómplice de la catástrofe, iluminaba a la vez que consumía todo lo ignicio a su paso.  Algunos pasajeros, hombres y mujeres, en exclamaciones de lenguajes olvidados.  Sin líderes, la muchedumbre abrió las compuertas de su paz contenida e irrumpió en las oficinas en desenfrenada escalada.

Yo que me calificaba como un ser no violento y consciente que algo en mí no convenía excitar, arrojé con inusitada fuerza boletos y papeles en las oficinas en llamas del ferrocarril.

Me llevaron como testigo. Sólo pude decir parafraseando a Hamlet ¡Algo huele mal en Dinamarca!

Alberto Fernández

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jueves, 3 de septiembre de 2020

La negada - Alberto Fernández


Llegó a la casita para hablar con ella. Golpeó en la puerta. Sin réplica. ¿Habrá salido a separar las ovejas? Al acercarse a la ventana aparecía la impronta de su propia figura. Estaría con los suyos pero no tenía suyos. ¡Qué cruel la cabaña en ese páramo verde! Pocos árboles. Ni siquiera flores silvestres de colores. Sólo una masa blanca poblada de ovejas. Madres con corderos y corderas. No las pudo apartar.

Sus nudillos en la madera sonaron con fuerza. En otra tentativa tomó el picaporte y le fue concedido el paso. Sin escalas caminó directo al dormitorio. Sobre la cama y en ropas ligeras estaba ella. Clausura de párpados fatigosos de luz. Boca sin besos ni sonrisas. Cuerpo inmóvil. Brazos y piernas sin destino. Negada para siempre al amor.

Alberto Fernández

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viernes, 28 de agosto de 2020

La belleza eternizada - Cris C.

 


Si te engañó tu hermosura vana,

bien presto la verás desvanecida,

porque en tu hermosura está escondida

la ocasión de morir muerte temprana.

 LUIS DE GÓNGORA, A una rosa

 

A la hora de la siesta todo está quieto y el silencio aprieta los oídos. Unos ojos grandes como huevos advierten una sola vez: un mínimo ruido y llorarás hasta que te zumbe la cabeza. Entonces nosotros, los niños, nos limitamos a jugar videojuegos con el volumen en cero y a hacer gestos y ademanes cada vez que ganamos o perdemos. Mientras, en la casa y en el mundo, todo parece dormir: la heladera ronronea como un gato blanco oblongo; los autos rugen al pasar en un tono aterciopelado; un señor en bicicleta silba melodías que arrullan; y mamá y papá duermen abrazados o dándose la espalda en su cama matrimonial, sin poderse adivinar quién de los dos ronca. En una ocasión mi carácter curioso hizo que abriera la puerta para averiguarlo; sólo para encontrarme corriendo hacia mi habitación al ver que mamá se movía un poco bajo la sábana.

¿Jugábamos videojuegos a la hora de la siesta, con el volumen en cero? La realidad es que mi hermano lo hacía. En cuanto a mí, prefería estar en el jardín, bajo la sombra del nogal. El frente lucía una verja antigua que me permitía observar todo movimiento exterior. Y yo miraba, orgulloso, desde mi jardín, rodeado de rosas, tulipanes, lavandas, calas y enredaderas de maracuyá y frambuesa. Con mi frasquito de azúcar robada apoyado en el pasto, abría los maracuyás que juzgaba más jugosos y los llenaba de azúcar, para luego mezclarla con la pulpa y tragarme ese dulce manjar en dos cucharadas soperas. Pero yo no estaba ahí únicamente para comerme las frutas cuando nadie me veía; sabía que era mi momento. Había escuchado leer tantos poemas de amor a mamá que hablaban de la primavera y de las rosas. Por lo cual tenía claro que la rosa de mi jardín no era una flor, sino que era una sonrisa, una vocecita: la de mi amada, la que esperaba encontrar con la mirada, pasando por mi vereda. A la que, tras convidar algunas frambuesas, le regalaría un perfume de lavanda hecho por mí, imitando los trabajos de destilería que hacía mi abuelo.

Un día, en una de esas tardes silenciosas y frutales, ella pasó. Una morenita preciosa, con el pelo más lacio y negro que haya visto jamás. Iba de la mano con su madre, pude juzgar debido a la belleza similar. Mi corazón pareció despertarse, bombeando a prisa, porque nuestros ojos se cruzaron, y porque nuestras sonrisas fueron simultáneas. Tiene sonrisa de maracuyá con azúcar, pensaba yo, cuando me acordé de la rosa, la más abierta y perfumada del rosal. Una rosa amarilla. Tropezando con el frasquito de azúcar, en mi torpeza de enamorado, fui a sostenerme agarrando el tallo del rosal.

La rosa ha muerto. Es, tal vez, el precio que pagó por su efímera hermosura. Pero en la cicatriz de mi mano izquierda, se hizo eterna su belleza. Dos niños (y una madre que contemplaba en silencio, entre divertida y sorprendida) se miraban a través de una verja. La rosa amarilla iba acompañada de tres frambuesas moradas, y llegaba como respuesta un eco infinito que decía ‘gracias’ y después sonreía.

La mano izquierda, escondida tras la espalda, guardó para siempre una herida que nunca significaría dolor.

Cris C.

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martes, 25 de agosto de 2020

Inapelable - Idania Pérez

Debí ponerme una ropa que viniera mejor con mi figura y en la cara, gestos más discretos para alumbrar la felicidad que tengo. No todos los titulares son condescendientes y, mirando los medios, sin dudas, no me favoreció ni ropa ni gestos. Tampoco pensé que esta historia tan personal alguien la subiría a las redes sociales. ¡Conductas de humanos!

…Sabes que he sido…que soy un hombre con suerte, bueno, como sea, eso…eso mismo. ¡Nada! Ha resultado un dilema inesperado a mis cincuenta años. Es cierto, pasó y las redes sociales son divulgación, fama, enredo, un poco de más, un poco de menos. Todos esperando mi versión.

No siempre fui esta persona de apariencia tranquila que ves aquí. No. Las tijeras no cayeron en mis manos desde un sueño fácil. Las tijeras, mis fieles compañeras, las conquisté después de poner pan en la mesa de mi madre con otras especialidades más difíciles, menos atractivas, en los límites de la legalidad. Vendiendo tabaco a turistas, ventas que nos dieron una vida mejor. Nací más pobre que la tristeza, no tienes idea del sitio campestre en el que me criaron mis padres. De esas vecindades donde se pide la sal y el hielo, porque es la riqueza que posee otro y comparte. Miraba la televisión en casa de vecinos más prósperos. Mi hermana y yo, nos acomodábamos en el piso, encantados con la trasmisión de cualquier programa hasta que nuestra madre nos llamaba para comer y dormir. Las manualidades fueron siempre mi salvación, pero fueron ellas, las tijeras, quienes me hicieron famoso.

Comencé pelando a mi hermana a escondidas. Luego, a sus compañeras de clases, después a mi abuela y a las amigas. Una traía a la otra. Un día, mi madre me regaló su espejo y el taburete viejo del abuelo. Reliquias, que pasaban de generación en generación. Ponles tu huella tambiénpero estudia para que además de pelar, sepas hablar con tu clientela, ordenó. Nuestra pobreza fue desapareciendo detrás del manejo de mis dedos y de los cursos de superación.

Mi madre es el mayor tesoro que he tenido. Nunca cuestionó ninguna acción de sus hijos. Miraba a los ojos para hablarme: Ramón, piensa siempre antes de hacer. Ramón, las consecuencias son una tela de araña que te atrapan por la garganta. Cuando le presenté a Toni como mi amigo, nos miró sonriente como si lo esperara. Luego puse en el baño su cepillo de dientes. Me vio por encima de los espejuelos y dijo: A partir de hoy, yo usaré el baño del fondo.

Así fue mi madre, recta pero amorosa, y respetó a Toni siempre. En su lecho de muerte hizo salir a todos; tomó mis manos entre las suyas y me dijo: necesito que escuches.

Sumiso a su amor y deshecho ante la posibilidad de perderla, respondí: lo que quieras.

─Hijo, ¿recuerdas aquella guajirita que vivía en el pueblo donde naciste? Estela, creo que se llamaba ─preguntó mirando a mis ojos. He sabido que, su hija de veinte años, tiene un increíble parecido a nosotros. Continuó firme. ─¡Quiero que averigües todo, te asegures y actúes como corresponde!  Midiéndome desde la mirada entre pestañas, emitió un ronquido como gesto de descanso eterno.

Creo que, porque los hijos caminamos con el peso de los pasos propios, no hice con eso nada. Enfriarlo. Toni y yo emigramos a Miami diez años después. Mientras mejor nos iba, no sólo sentía el dolor de la ausencia de mi madre, también la fuerza de su mirada. Un sábado, compartí mi secreto con Toni y el compromiso de rescatar la verdad. Fui firme en el deseo de cumplir y asimilar lo que vendría de ser cierto. No hizo comentarios. Esa noche no regresó a casa. Habíamos pasado por muchas cosas buenas y malas juntos, en Cuba, en Estados Unidos. Él, con su agencia de viajes y yo, con la peluquería que fue creciendo y permitió nuestra vida holgada. Los hijos no entraron nunca en los planes de la pareja. En la noche, no dormí. Cuando logré pescar un sueño ligero, mi madre continuaba con la vista fija en mis movimientos. Por la mañana, unos golpes en la puerta sacudieron mi sueño. Toni había vuelto. 

¡No fue tu mejor noche parece! dijo con una mirada de tristeza. Iremos por tu hija. Si es cierto, entraremos en su vida y ella en la nuestra.

Si es cierto y si quiere aclaré yo, contento de su actitud.

Preparamos viaje. Consultamos una clínica que realizaba examen de ADN. En busca de las pruebas y las respuestas necesarias nos fuimos a Cuba.

Toni me aconsejó que averiguara sobre la muchacha con los vecinos... Claro, no era una niña, era una joven de treinta y cuatro años. Ingeniera de profesión, según nos dijeron, porque allí, no conocíamos a nadie. Toqué el timbre de la puerta, no quise tener testigo de una conversación que no sabía cómo iniciar, ni cómo terminar.

Ella abrió la puerta. Tuve la seguridad de que el corazón se me había encaramado en las sienes. Casi pierdo el conocimiento. Frente a mí, una joven, sostuvo una sonrisa que me transportó a la fiesta más antigua en la que yo bailé una vez. Sus ojos, las cejas y la frente, eran las de mi madre, pero sus gestos inocentes, su figura de apariencia frágil, eran las de la única mujer con la que había, tú sabes, eso… Era la Estela que me perseguía, desde que tomé la decisión de honrar la duda que mi madre puso en mi mente.

Dos niños, uno pequeño y otra de mediana edad, estaban dispuestos a participar en cualquier conversación que yo fuera a sostener.

Buenas tardes susurré. Ella me invitó a pasar. Seré breve argumenté como si pudiera. Volví a mirar su sonrisa. Debí parecer bastante torpe, porque los niños fueron enviados a jugar al cuarto.

No sé si me conoces traté de ganar tiempo al discurso preparado.

Eres el peluquero de donde vivían mis abuelos, te conozco, hace tiempo te fuiste para Miami, creo me interrumpió.

Si claro, me conoces. Traté de reír con una mueca.

Y… ¿tus padres? le pregunté, temiendo que salieran de cualquier parte de la casa.

Murieron dijo bajando la voz

¿Los dos?

¡Los dos! Hace un tiempo ya, primero mi madre y después mi padre, argumentó ante el interrogatorio. Levanté mis cejas, un gesto que era muy común en ella, al parecer, y ambos sonreímos.

Verás le dije necesito tener una conversación muy importante contigo.

Ya estamos, respondió afable. Mi frente se llenó de sudor, mis ojos de lágrimas y la garganta no pudo emitir sonido perceptible. La puerta se abrió y el marido de ella entró acompañado de Toni. Nos pusimos de pie y mi voz volvió para decir:

¡Soy a pesar de tus padres, tu padre! Lo necesites o no, lo soy. Quiero probarlo para estar tranquilo, para aumentar mi familia y para reparar cualquier daño que hiciera involuntariamente a tu madre.

Ella abrazó a su esposo. No hizo comentarios sobre la relación de sus padres. Si fueron felices o no. Si acaso había sospechas. He conocido que, ¡cuando el pueblo es chico, el infierno es grande! Imagino que Estela no lo tuvo fácil en esta vida y no pregunté por qué murió tan joven. Quizá no fue así. Solo me concentré en tratar de reparar lo hecho. Ni siquiera me detuve a pensar en derechos, en deberes.

Tres días estuve con ellos. Insistieron en que nos quedáramos en su casa para que los niños se relacionaran conmigo. ¡Mis nietos! Visitamos la tumba de sus padres. Pedí perdón a Estela por todo y por nada. Toni y yo volvimos a Miami con las muestras necesarias para el ADN. Cuando estuvieron los resultados regresamos a Cuba con el sobre sin abrir. Un feliz domingo de familia, lo abrimos y demostró lo inapelable. Esas son las fotografías en las redes sociales. ¿Quién quiere ocultar que la vida le regaló ternura de la misma sangre?

Idania Pérez

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